La violencia por el control del agua aumenta a medida que las temperaturas globales baten récords

Niños se bañan en el río Tigris durante una ola de calor en Irak, en julio.

En 1964 el escritor británico J.B. Ballard publicó La Sequía, una novela sobre una Tierra distópica y polvorienta donde el agua prácticamente ha desaparecido —es inaccesible, en realidad— por culpa de la contaminación humana. El fin del ciclo del agua acaba con las nubes y el color del horizonte solo varía entre el amarillo y el naranja. Los ríos se convierten en caminos y la naturaleza desaparece rápidamente, dando paso a un paisaje de dunas. 

"En los meses siguientes solo cayeron unos pocos centímetros de lluvia, y en el espacio de dos años esas tierras de cultivo se convirtieron en zonas devastadas. Una vez que las poblaciones se instalaban en algún otro sitio, estos nuevos desiertos quedaban abandonados para siempre", cuenta el narrador. 

El relato de Ballard formó parte en su día del terreno de la ficción, donde la idea de un mundo sediento era remota a la par que llamativa para el cine y los libros. Pero en el siglo XXI cobra sentido a medida que un cambio climático desatado seca literalmente a la mitad del planeta. En algunas zonas, como Oriente Medio o el Mediterráneo, el paisaje es ya muy parecido al que describe la novela. 

Alissa J. Rubin, una reportera de The New York Times, ha recorrido durante los últimos meses docenas de ciudades de Irak para retratar cómo un país que ha sido clave en el desarrollo de la agricultura gracias a sus canales boyantes de agua se ha transformado hoy en un desierto. Los ríos Tigris y Éufrates sedujeron tanto a los humanos que allí se asentaron los primeros sedentarios. Estos dos torrentes permitieron que naciese Mesopotamia, pero hoy su caudal se ha reducido tanto que los canales usados para regar el campo están prácticamente secos.

"Según algunos estudiosos, los ríos de este lugar alimentaban los legendarios Jardines Colgantes de Babilonia y convergían en el lugar descrito en la Biblia como el Jardín del Edén", recoge la periodista, que describe ahora el país como "un paisaje lunar" donde incluso las palmeras han perdido las hojas y sus troncos son ahora palos disecados.

El conocido como Creciente Fértil es uno de los puntos calientes del planeta donde el cambio climático ha reducido drásticamente la lluvia y las temperaturas récord aceleran la evaporación de la poca agua que queda en los embalses y ríos. Y a medida que la desertificación se acelera, los gobiernos de la región buscan acaparar este recurso para garantizar la estabilidad en sus ciudades.  

Turquía, el país más rico de la cuenca, fue el primero en mover ficha y desde los años 70 ha construido en el Tigris y el Éufrates más de veinte embalses para almacenar agua, entre ellos la famosa presa de Atatürk, la tercera más grande del mundo. La pared de hormigón creó un lago artificial de casi un millón de kilómetros cuadrados, el doble de la superficie de España, y al construirse sobre el curso alto del río ha reducido a la mitad del caudal del Éufrates a su paso por Irak y Siria. 

La situación en esta zona no es excepcional. Los conflictos recientes sobre el control del agua surgen casi siempre porque un país quiere construir una presa sin consultar a sus vecinos. El 60% del agua dulce que circula en el planeta cruza al menos una frontera, por lo que estas tensiones son habituales. Las Naciones Unidas animan desde hace décadas a los gobiernos a firmar acuerdos para respetar el flujo de aguas transfronterizas, pero solo 24 países en el mundo tienen estos pactos de cooperación en todos sus ríos compartidos.

Un panel de expertos de esta organización reconoció en febrero que las relaciones en torno a los recursos hídricos "se han tensado" y "las disputas parecen ir en aumento". En los últimos cincuenta años, una cuarta parte de los contactos entre países para gestionar el agua han sido hostiles, "desde insultos hasta acciones militares".

El pronóstico es que la situación empeore mucho más, no solo por el impacto del cambio climático, también por la demografía. Según los climatólogos del IPCC, se prevé que la población de las zonas áridas aumente aproximadamente el doble de rápido que la de las zonas no áridas, alcanzando los 4.000 millones de personas en 2050, debido a las mayores tasas de natalidad de estos países. 

El Nilo es otro de los puntos calientes en la lucha por este bien esencial, después de que en 2011 Etiopía comenzase la construcción de la mayor presa hidroeléctrica del continente en el Nilo Azul, el río que se une con el Nilo Blanco para formar el río Nilo, que cruza después Sudán y Egipto. Estos dos países están río abajo y desde hace una década tratan de frenar el proyecto, especialmente Egipto, con más de 100 millones de habitantes y que depende del Nilo para abastecerse del 90% del agua dulce que consume. También usa sus aguas para producir un porcentaje importante de su electricidad. Por su parte, Etiopía defiende que es su turno para expandir la economía, ya que también supera los 100 millones de habitantes y la mitad no tienen electricidad. Por ahora la Gran Presa del Renacimiento Etíope solo funciona a una capacidad mínima porque no está terminada, aunque su construcción ya ha sido completada al 90%, según dijo el gobierno etíope en abril.

Las novelas y películas de ciencia ficción que abordan la sequía recogen siempre luchas por el control de lagos remotos o cavidades donde el agua permanece intacta, y en eso la realidad también ha alcanzado a los mundos apocalípticos. Poco después de que Etiopía comenzase a construir su presa inmensa, dos veces el tamaño de la Estatua de la Libertad, políticos egipcios pusieron sobre la mesa la opción de sabotearla para garantizar el agua en el resto del Nilo. 

Sin embargo, la estrategia beligerante terminó dando paso a la política y Egipto y Etiopía se encuentran ya cerca de un acuerdo que debería llegar en los próximos cuatro meses, y que debería garantizar que el embalse no almacena agua por encima de sus posibilidades en épocas de sequía, cada vez más frecuentes.  

India y Pakistán, China con todos los países situados al sur... las disputas se dan a lo largo de todo el globo. Incluso dentro de Estados Unidos, el país más rico del mundo, no logran ponerse de acuerdo con la gestión del agua. El impacto de la sequía, el calor y el aumento de la población enfrentó esta primavera a Arizona, California y Nevada, tres estados que beben del río Colorado, cuyo caudal ha caído un tercio en los últimos años. Por ahora, han alcanzado un acuerdo temporal por el que los tres reducen su consumo a cambio de dinero del gobierno federal, aunque se espera que las tensiones regresen en los próximos años. España tampoco se libra con la disputa entre Castilla-La Mancha, Comunidad Valencia y Murcia por el agua del Tajo y la gestión del trasvase Tajo-Segura.

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El impacto del cambio climático y el aumento del poder adquisitivo en el mundo agravan sin duda las disputas internacionales sobre la gestión de este recurso, como demuestran los datos. La organización estadounidense World Water estudia la violencia por disputas por el agua y en los últimos años las cifras se han disparado. En la década de 2000 a 2009 recopilaron 220 conflictos en todo el mundo, casi los mismos que entre los años 2020 y 2021 (195). 

Ese mismo recuento demuestra que estas luchas son tan triviales como primitivas. Los académicos recogen la primera disputa sobre el agua en el año 2500 a.C., entre Umma y Lagash, dos ciudades estado sumerias ubicadas en el actual Irak, precisamente bañadas por los ríos Tigris y Éufrates. 

En todo caso, los analistas de Naciones Unidas quisieron subrayar también en su carta publicada en febrero que la mayoría del planeta prefiere usar la vía del acuerdo y dos tercios de los contactos de los últimos sesenta años han sido para cooperar. "Episodios de violencia realmente hay muy pocos. Se han producido disputas menores, y hay que remontarse 4.500 años atrás hasta la última y única guerra documentada por el agua entre dos países [la que libraron Lagash y Umma]. Esos son los hechos", señaló Aaron Wolf, profesor de Geografía de la Universidad de Oregón y uno de los firmantes de la carta. 

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