Antes de
Miguela antes de Miguel de Molina, vida y milagros de un coplista valiente
No tenía nada a su favor. Nada, ninguna de las piezas que conformaban la joven vida de niño nacido a principios del siglo XX en el barrio de Capuchinos de Málaga —por aquel entonces, uno de los más humildes de la ciudad— parecía dispuesta para que se convirtiera en una estrella. Más aún, en un revolucionario. O, quizás, precisamente las circunstancias paupérrimas en las que nació, la pobreza, el abandono de su padre y el ambiente popular y pícaro andaluz en el que se crió fueron, en realidad, las únicas posibles para crear el caldo perfecto, la mezcla idónea —mágica— que construye a un fenómeno. Ángel Ruiz, también artista, también malagueño y también talentoso escribió un monólogo delicioso en el que él mismo interpreta al coplista. En Miguel de Molina al desnudo (Premio Max al mejor actor protagonista, entre otros), Ruiz, solo acompañado de un pianista, a la sazón César Belda, narra toda la trayectoria de Miguel como si él mismo hubiera viajado a nuestra época. Una época en la que, en palabras de Ángel Ruiz, “no hay ninguna duda de que Miguel de Molina se hubiera dedicado al cante y al baile, sería un artista”, pero “también un activista que hubiera estado en la calle protestando por la muerte de Samuel y luchando por la libertad”.
Miguel de Molina nació un diez de abril de 1908. Ruiz cuenta cómo ya desde muy pequeño entretenía al resto de niños de su vecindad con pequeños espectáculos en las corralas del barrio. Su padre se había marchado y había dejado a Miguel, su madre y sus hermanos en una situación todavía más comprometida. “Las monedillas que le daban a Miguel por esos entretenimientos para los niños”, apunta Ángel Ruiz, “las ponía en el monedero de su madre sin que se diera cuenta”. Ya en esos momentos tenía el futuro coplista la necesidad de oler escenario, de impregnarse de todas esas artes. “Pero no tenía dinero para pagarse la entrada a los espectáculos”, advierte el actor, “por lo que era habitual que incluso se colara en el Teatro Cervantes de Málaga para ver todo lo que pasaba allí dentro y, en aquellos tiempos, lo que encontraba entre los muros del teatro eran números de variedades”.
Con catorce años, hizo las maletas. Él todavía no lo sabía, pero, en palabras de Ángel Ruiz, había empezado el camino que lo convertiría en una estrella. No lo sabía, pero sí lo quería. “No podemos decir que él buscara su camino”, apunta, “porque siempre supo que quería dedicarse al espectáculo”. Y también sabía —o intuía— que, a diferencia de otros grandes artistas, él iba a tener que recorrer un camino mucho más largo para conseguir su objetivo. Él había nacido en los bajos fondos. De Málaga se fue a Algeciras. Allí conoció a Pepa la Limpia, quien le dio trabajo en el prostíbulo que regentaba. La valentía que le había llevado a marchar de casa con catorce años era equiparable a su inteligencia. “Lo que más destaco de él es precisamente eso”, corrobora Ruiz, “él tenía la capacidad de fijarse en todo lo que había a su alrededor, era una persona absolutamente inteligente y despierta”. Por eso, aquellos cerca de tres años que trabajó de chico para todo en el prostíbulo no fueron en vano. Aprendió y conoció gentes distintas y distintas maneras de hacer.
También allí, tal y como él mismo contó, se conoció un poco más a sí mismo. “Una noche que estaba un poco enfermo”, relata Ruiz, “una de las chicas de la mancebía entró a su habitación para cuidarlo. De repente, se quitó la prenda que cubría su cuerpo, quedó desnuda y se le insinuó”. Años después explicó que fue en ese momento cuando se cercioró de que no le gustaban las mujeres porque no sintió ningún deseo por ella.
Un café con Lorca
Superada la etapa en Algeciras, Miguel de Molina pasó un tiempo en Granada, donde ya había asistido al Festival de Cante Jondo que organizaron Federico García Lorca y Manuel de Falla gracias a la invitación de su amigo Rafael el Corcho. Allí se enamoró Miguel del flamenco y quedó fascinado por el arte y la personalidad del poeta granadino y, en especial, de su Romancero gitano. En Granada anduvo de escenario en escenario participando en espectáculos para señoritos y turistas hasta que un ganadero sevillano lo convenció para trasladarse a Sevilla, donde, según le dijo el hombre, podría desarrollar mejor su talento. Y así fue, cuando menos, durante el verano que duró la Exposición Iberoamericana de 1929. Por aquel entonces, Miguel de Molina era conocido como la Miguela y no fue hasta que hubo llegado a Madrid que se convirtió, definitivamente, en Miguel de Molina. Fue en la gran capital donde empezó a frecuentar la copla —a pesar de que se entendía como un género eminentemente femenino— y a recibir el interés de grandes figuras como Soledad Miralles o Antonia Mercé, quien lo llamó para bailar el Amor brujo en Barcelona, un espectáculo que dirigía Manuel de Falla.
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Aquel niño pobre del barrio de Capuchinos, aquel chico para todo de un prostíbulo, aquella Miguela siempre a contracorriente había construido su nombre. Había construido la estrella.
Durante sus días en Barcelona, pudo cumplir uno de sus grandes sueños: conocer a Lorca. Fue en el café de la Granja de Oriente. A Miguel lo invitó su amigo Rafael de León y en esa pequeña tertulia de tres consiguió el coplista que Rafael de León le concediera el honor de cantar la nueva canción que estaba componiendo, Ojos verdes, que acabaría siendo uno de sus grandes éxitos. Con el paso del tiempo, Miguel de Molina siempre recordó aquella velada con Federico García Lorca con mucho cariño. Y también aquella época, antes de que la llegada del franquismo diera al traste con todo. A él no lo echaron de España, pero tuvo que irse porque necesitaba seguir con sus espectáculos y aquí era del todo imposible.
“A Miguel de Molina”, concluye Ruiz, “hay que recordarlo como un hito. Es la primera figura masculina que aparece en un género relegado para la mujer y con una identidad propia”. Valiente, talentoso e inteligente, el coplista malagueño fue, también, un revolucionario.