Antes de
Santiago antes de Ramón y Cajal: mil y una travesuras del primer Nobel español
La historia de Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852 - Madrid, 1934) termina bañada en reconocimientos, distinciones, hallazgos y premios. Eso, si se entiende la muerte del ‘padre de la Neurociencia’ como el final de su historia porque, en realidad, si uno se deja caer por alguna facultad española de ciencias, observará que noventa y cinco años después de su fallecimiento, el legado Ramón y Cajal se mantiene vivo, útil y admirado. El paso del tiempo no ha empañado los logros del Premio Nobel y las nuevas generaciones de científicos y científicas estudian con orgullo sus investigaciones en el campo de la Anatomía, la Histología o el sistema nervioso. Pero que su historia no haya tenido un final no comporta que carezca de un principio. ¿Cómo fueron los primeros años de ese chaval criado en el Alto Aragón? ¿Ya desde niño daba pistas de la brillante carrera que tenía por delante? “Pues la verdad es que no”. Juan Andrés de Carlos, investigador del Instituto Cajal (CSIC) y responsable del legado Cajal, sonríe tras su rotunda respuesta. “Ni era buen estudiante, ni mostraba el más mínimo interés por esto de la Medicina y la Ciencia”.
Era un trasto. En los varios pueblos del Alto Aragón por donde su familia tuvo que moverse conducida por el trabajo de su padre —médico rural—, el niño Santiago tuvo que recibir más de un correctivo paterno. “Se metía en las fincas de los vecinos, robaba fruta e incluso sabemos que llegó a fabricar una especie de cañón artesano que lanzaba piedras”, relata Juan A. de Carlos. No eran más que travesuras, pero el padre no perdía oportunidad de tratar de conducir a su hijo por el camino de la Medicina. “Lo que pasa”, apunta el investigador, “es que lo que quería el chaval era ser artista”. A Santiago le gustaba pintar y eso que no tenía las herramientas para hacerlo. “Pero la carencia de instrumentos no fue un problema para él”, sorprende: “Utilizaba los cartoncillos de color rojo de las carteritas donde se guardaba el papel de fumar para diluirlos en agua y extraer el colorante”.
Él quería pintar y se buscaba la vida para hacerlo. “Era un chico muy hiperactivo”, explica De Carlos, “pero para lo que le gustaba”. Para todo lo demás, mostraba el mínimo interés. No era bueno en los estudios, suspendía. El primer Nobel de la historia de España no se aplicaba en absoluto. ¿Por qué? Simple y llanamente porque no le interesaba. Porque su padre había cerrado con llave la puerta de las artes —lo que de verdad le gustaba— y la había lanzado al mar. Y ese mar en el que el padre trató de ahogar las ansias artísticas del chaval se llamó Escolapios de Jaca, el colegio donde terminó interno Santiago. “Aunque por poco tiempo”, desliza el investigador, “habida cuenta de que parece que allí se pegó con un cura y la dirección del colegio decidió mandarlo de nuevo para casa”. El padre, tozudo, no cesó en su empeño y lo mandó a estudiar, esta vez, a Huesca. El futuro Nobel encontró allí algo muy diferente a los pueblos que había conocido hasta el momento —Valpalmas y Ayerbe, entre otros—. Huesca era pequeña, pero, al fin y al cabo, era una capital de provincia y eso no ayudó a que se aplicara en los estudios, más si cabe con la llegada de su hermano.
Cuba, vuelta a España y un microscopio Verick
“No obstante, Santiago terminó el bachiller y se dio cuenta de que tenía que hacer caso a su padre”, señala Juan A. de Carlos. Estudió Medicina en Zaragoza y, una vez concluyó la carrera, fue llamado a filas. Terminó en Cuba, donde se estaba librando la Guerra de los Diez Años, con el grado de capitán y, a pesar de la emoción por la naturaleza y los paisajes que allí encontraría, tan distintos a los que había contemplado durante su infancia, enseguida comprobó la hostilidad de la isla. Haciendo gala de la gran honestidad que demostraría, también, una vez famoso, Ramón y Cajal no quiso valerse de las cartas con recomendaciones que le había conseguido su padre —y que le habrían asegurado un destino más o menos cómodo— y tuvo que bregar en los escenarios más adversos de la Cuba. Enfermo, regresó a España y eso fue todo un milagro. “Poseía una gran fortaleza”, comenta el investigador, “puesto que frecuentó el gimnasio durante su etapa de estudios a cambio de clases de Anatomía fisiológica y muscular. Es posible que eso le ayudara a superar las enfermedades contraídas en la trinchera”.
De vuelta en España, la disentería y el paludismo no le impiden empezar un doctorado. “Ya digo que era muy hiperactivo”, recuerda el investigador. Y, a partir de ese punto, hay dos acontecimientos que marcan el devenir de la historia de Ramón y Cajal. El primero lo sorprende cuando tiene que bajar de Zaragoza, donde estudió el doctorado, a Madrid para realizar los exámenes. En la capital, a Ramón y Cajal le enseñan, por primera vez, una preparación histológica al microscopio. Hoy se diría que ese día nació una estrella. Volvió a casa y comunicó a su familia que el dinero que había ganado en el ejército lo iba a invertir, precisamente, en un microscopio. “Se pudo comprar un Verick, que no era muy bueno, pero al que sí le pudo sacar partido”, detalla De Carlos. Gracias a las investigaciones “sobre la inflamación y la circulación sanguínea consiguió el doctorado”. Entonces pasó cuatro años como catedrático en Valencia, otros cuatro en Barcelona y, finalmente, recaló en Madrid, donde mantuvo la cátedra treinta años. Pero fue durante su período valenciano cuando el científico se encontró con el segundo momento clave de su vida profesional, el que lo catapultaría al altar de los científicos más relevantes de la historia.
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Algo que Cajal no había visto jamás
“El último año que trabajó en Valencia”, relata el responsable de su legado en el Instituto Cajal de Madrid, “lo llamaron para ejercer de vocal en un tribunal de oposiciones a cátedra”. Tuvo que desplazarse, de nuevo, a la capital y allí encontró al profesor Luis Simarro, un especialista en Neuropsiquiatría con el que pudo intercambiar pareceres: “Simarro le dijo: «Voy a enseñarle a usted, con el microscopio, una preparación que no ha visto jamás». Así de televisivo fue el profesor Simarro. ¡Aunque llevaba razón! Efectivamente, Cajal no había visto nunca esa preparación de tejido nervioso teñida con un método que había inventado un tal Camillo Golgi, a la sazón un italiano cuyo nombre, andando el tiempo, aparecería junto al suyo en el Premio Nobel de Medicina de 1906.
Hasta el momento, el tejido nervioso se había estudiado muy poco porque no se podía tintar, pero el método de Golgi cambiaba las cosas y, una vez lo hubo conocido, el científico español pudo empezar a trabajar con él. Sin embargo, y a pesar de haber compartido el Nobel con él, Cajal no estuvo de acuerdo con las tesis del italiano, toda vez que el español fue pionero en el descubrimiento de la sinapsis entre neuronas, es decir, en proponer que las neuronas eran unidades individuales que se comunicaban, no por contacto, sino por el espacio existente entre ellas, uno de los hallazgos que, a la postre, le permitirían escribir su nombre en letras doradas en la historia de la Neurociencia.