Victor antes de Victor Hugo: el 'Erasmus' madrileño que moldeó al gran romántico

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1843. Victor Hugo (Besançon, 1802) tiene cuarenta años y cruza la frontera entre Francia y España. No es la primera vez. Ya lo hizo cuando era niño y su padre, el coronel —y, después, general— Leopoldo Hugo fue destinado a la península como un alto cargo del regimiento que acompañó a José I Bonaparte, Pepe Botella. “Cuando Victor Hugo vuelve a España”, relata el catedrático de filología francesa José Manuel Losada, que, además, es especialista en el autor francés, “le vienen a la cabeza, según contó él mismo, todos esos grandes sonidos castellanos de los que se había empapado en su niñez”. Y eso que aquel Victor Hugo de nueve años no pasó más que un curso en Madrid. Sin embargo, nunca olvidaría las vivencias, las gentes y el ambiente españoles, que aparecerían, andando el tiempo, en muchos de sus textos. Para el novelista Arturo Pérez Reverte, las personas son aquello que leen, sumado a aquello que viven, sumado a aquello que imaginan. Desde luego, tal y como explica José Manuel Losada, esa especie de Erasmus madrileño con el que se encontró Victor Hugo moldeó su forma de ver —y de escribir— el mundo.

“Hasta tal punto le impactó a Victor Hugo su vida en España”, comenta el catedrático, “que se acuerda de todos los compañeros de clase que tenía en el colegio de San Antón, en la calle de Hortaleza… El colegio de los nobles, como él lo llama”. Y todos esos personajes que él recuerda van a ir apareciendo uno tras otro en sus obras. También recuerda cuánto le impresionó la figura del Papamoscas cuando visitó la catedral de Burgos junto a su familia y, también en palabras del profesor, la musicalidad de la lengua española. “A nosotros puede parecernos extraño que él encontrara esa musicalidad en el español”, apunta, “pero es una cuestión de perspectiva”. Cultivaría el castellano durante toda su vida. “Hasta bromeaba a cuenta de su supuesto origen español”, resuelve el profesor, “toda vez que había nacido en Besançon, anteriormente parte del imperio de Carlos V”.

A partir de los siete años, ya no hace otra cosa más que leer, viajar y divertirse. “La infancia de Victor Hugo es andariega. Visita muchas ciudades de Europa y lo hace, siempre, con libros debajo del brazo”. Fue feliz y la relación con sus progenitores basculaba entre la ternura y la severidad de las armas que siempre rodeaban a los hijos del general. “Él no tenía sonajeros”, sorprende Losada: “Mejor dicho, los tenía, pero no eran como los que tenemos nosotros”. Los fabricaban a partir de las espadas que corrían por su casa. Metían algo que percutiera dentro de la empuñadura y eso era suficiente para contentar al niño. Y, como muchas otras cosas de las que vivió en su más tierna infancia, ese sonajero-espada se convertiría en una referencia que asomaría una y otra vez en sus letras. “Es una metáfora”, tercia el profesor. La inocencia y la dulzura del sonajero, con la aspereza y la violencia de la espada. “Convierte un elemento real, en uno metafórico, como lo hizo también con la lira y la poesía”. En palabras de Losada, Victor Hugo trata de dar un significado a todo aquello que le rodea y plasmarlo en su literatura.

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A sus treinta años, Victor Hugo se convierte ya en el jefe de filas del movimiento romántico en Francia. “Él había dicho, en alguna ocasión: «Chateaubriand o nada», en referencia a que no iba a conformarse con menos que su compatriota”, desliza Losada. Y no lo hizo. Se propuso “hacer con las letras lo que otros grandes hombres hacían con las ciencias”, también en palabras del profesor. Demostró tener una inmensa debilidad por lo grotesco, por lo inmenso y por el exceso, por lo que su preocupación se centró en encontrar la mejor forma de trasladarlo a sus textos. “El mejor ejemplo de ello es su obra más reconocida, Los miserables, que escribió y reescribió muchas veces durante sus años de exilio y que, ya en su tiempo, fue un éxito rotundo”, expone. Las novelas, el teatro y la poesía de Victor Hugo están escritas, tal y como resume el catedrático, “en favor de los hombres que hacen heroicidades para conseguir un trozo de pan, en favor de las mujeres que han sido humilladas y, por supuesto, en favor de los niños que no tienen futuro”. Las letras eran, para el gran romántico, un arma para mover las conciencias.

Tomó parte de la política y llegó a ser diputado en la Segunda República francesa, pero sus ideas lo llevaron al exilio. Llegó a pasar veinte años fuera de su país. “Tenía el convencimiento de que el poeta ha de jugar el papel de líder, de director de la masa”, tercia Losada. Victor Hugo debía ver más allá que el resto y guiar al pueblo a un futuro mejor. Trató de hacerlo con los libros y también desde el parlamento, y con el mismo ahínco transformador que exhibió él en vida, lo despidió el pueblo francés a su muerte en uno de los funerales más concurridos de cuantos se recuerdan en el país galo, con más de dos millones de personas brindando su respeto a uno de los nombres más grandes de su historia.

1843. Victor Hugo (Besançon, 1802) tiene cuarenta años y cruza la frontera entre Francia y España. No es la primera vez. Ya lo hizo cuando era niño y su padre, el coronel —y, después, general— Leopoldo Hugo fue destinado a la península como un alto cargo del regimiento que acompañó a José I Bonaparte, Pepe Botella. “Cuando Victor Hugo vuelve a España”, relata el catedrático de filología francesa José Manuel Losada, que, además, es especialista en el autor francés, “le vienen a la cabeza, según contó él mismo, todos esos grandes sonidos castellanos de los que se había empapado en su niñez”. Y eso que aquel Victor Hugo de nueve años no pasó más que un curso en Madrid. Sin embargo, nunca olvidaría las vivencias, las gentes y el ambiente españoles, que aparecerían, andando el tiempo, en muchos de sus textos. Para el novelista Arturo Pérez Reverte, las personas son aquello que leen, sumado a aquello que viven, sumado a aquello que imaginan. Desde luego, tal y como explica José Manuel Losada, esa especie de Erasmus madrileño con el que se encontró Victor Hugo moldeó su forma de ver —y de escribir— el mundo.

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