Cabo Cortés: “Hemos hecho turnos de hasta 19 horas para desinfectar de covid-19 los puntos más críticos”

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Se pone con cuidado el mono blanco, con una bandera de España tejida en la manga izquierda, y se ajusta una enorme máscara antigás de color negro, que solo deja a la vista sus ojos verdes claros. Esta es la operación que la cabo Teresa Cortés ha realizado escrupulosamente cada día durante los últimos ocho meses. “Hemos hecho turnos de hasta 19 horas”, reconoce. “Esto no es: vengo, trabajo, y me voy a mi casa. En la UME, estamos disponibles 365 días, 24 horas”. Por lo que pueda pasar. Como aquel domingo de marzo, en el que la llamaron a la base y le comunicaron que desde aquel momento su misión iba a ser la de desinfectar los puntos más críticos, aquellos que, bajo ningún concepto, podían parar su actividad durante el confinamiento.

Mientras los demás nos quedábamos en casa, la cabo Teresa Cortés y su equipo pasaban las noches en vela desinfectando los ministerios de Interior y Defensa, algunas Direcciones Generales de Tráfico y los centros de control ferroviario y aeronáutico. En Madrid, pero también en toda España. Su disponibilidad era total. A golpe de helicóptero, y en pocas horas, iban a donde les necesitaban. Camuflados bajo sus trajes de superhéroes y con un pulverizador electrostático como varita mágica, entraban a los lugares contaminados después de cada turno. Su objetivo era dejarlos libres del virus, pero, sobre todo, dar confianza y seguridad a los trabajadores que, como ellos, eran esenciales. “Cuando nos íbamos nos miraban con agradecimiento, más tranquilos. Esto es lo que más llena”, explica orgullosa. Esta labor, enmarcada en el seno de la Operación Balmis la ha hecho merecedora de una medalla de reconocimiento, que le entregó el rey Felipe VI el pasado 12 de octubre: “No me lo esperaba en absoluto, ha sido un auténtico honor”.

Durante la conversación, sostiene un boli que no deja de bailar entre sus dedos, de un lado para otro. Quizás sean los nervios, o quizás simplemente una manía, heredada de su padre Daniel, “que siempre tenía un boli en la mano porque le encantaba dibujar”. Él, que junto a su mujer estuvo ingresado por coronavirus mientras su hija se la jugaba por los demás, es todo un referente para Teresa: “Es fuerte, noble, disciplinado, siempre me ha transmitido que si hago algo lo tengo que hacer de corazón y dar el 100%”. Unos valores, curiosamente, muy militares. Muy de la UME. Teresa es la primera militar de su familia. De adolescente, envidiaba a los amigos chicos que podían hacer la mili. Así que, en cuanto la mayoría de edad se lo permitió, entró a la instrucción. “Era septiembre de 2001, justo después del atentado, y mis compañeros y yo estábamos en la camareta pensando: ‘Vale, esto no es venir aquí a dar cuatro carreras, no es la peli de Salvar al soldado Ryan, esto es la vida real’. Nos dio mucho respeto’”, recuerda.

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Es chiquitina, pero puede con todo. A lo largo de su trayectoria, ha sido capaz de conducir un vehículo de veinticinco toneladas, hundirse, casi hasta el fondo, entre litros y litros de chapapote, y pasar muchas horas sin dormir ayudando a reconstruir un Lorca partido en mil pedazos. “Trabajar en la UME”, explica, “tiene esas dos caras de la moneda: la de estar ayudando y hacer nuestro trabajo felices y la otra, menos agradable, que es la de ver a mucha gente que lo está pasando mal y necesita ayuda”. Aunque a veces, son esas personas las que verdaderamente les ayudan a ellos, como los niños enfermos del Hospital La Paz.

Poder pasear por la planta de Oncología y conocerles ha sido para Teresa y para el resto de sus compañeros militares una de sus misiones más reconfortantes, a todos los niveles. Ella lleva desde 2012 siendo una de las voluntarias que van al hospital a acompañarles. Suelen hacer dos visitas al año, pero este 2020 han quedado suspendidas por culpa del coronavirus. “Lo echamos de menos”, reconoce emocionada. Allí, ante las miradas atónitas de los niños y con el sonido de las sirenas de los camiones como banda sonora, les muestran cómo es su trabajo: desde montar una tienda de campaña, hasta hacer nudos de rescate y utilizar los walkie talkies: “Son nuestros pequeños guerreros y nos enseñan que, pese a todo, siempre hay que tener una sonrisa. Esperamos veros pronto”.

Se pone con cuidado el mono blanco, con una bandera de España tejida en la manga izquierda, y se ajusta una enorme máscara antigás de color negro, que solo deja a la vista sus ojos verdes claros. Esta es la operación que la cabo Teresa Cortés ha realizado escrupulosamente cada día durante los últimos ocho meses. “Hemos hecho turnos de hasta 19 horas”, reconoce. “Esto no es: vengo, trabajo, y me voy a mi casa. En la UME, estamos disponibles 365 días, 24 horas”. Por lo que pueda pasar. Como aquel domingo de marzo, en el que la llamaron a la base y le comunicaron que desde aquel momento su misión iba a ser la de desinfectar los puntos más críticos, aquellos que, bajo ningún concepto, podían parar su actividad durante el confinamiento.

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