Cruza el riachuelo con cuidado y aferrándose con fuerza a la mano de su padre, que nunca le suelta. Está feliz, como siempre, y esa sonrisa de oreja a oreja, pase lo que pase, nunca se borra de su cara. Además, tiene una memoria tan prodigiosa que, todavía hoy, sigue dejando boquiabiertos a sus padres. Por eso, cuando por culpa de la pandemia, la parroquia de su barrio canceló una peregrinación grupal a Santiago de Compostela, Álvaro, un niño malagueño de catorce años con discapacidad intelectual, ya no podía olvidarse ni renunciar a ella. Insistió tanto en casa que su padre Ildefonso preparó las mochilas de un día para otro y se embarcaron juntos en una aventura tan admirable como apasionante.
Empezaron su ruta en Sarriá, en la provincia de Lugo, y desde el primer madrugón de ese día, Álvaro no ha dejado de ir de un lado para otro, con los ojos muy abiertos, fijándose en cada detalle, cada planta, cada animal, cada rincón y bajo la atenta mirada de Ildefonso que le aconseja, le explica y le anima: “Lo que más le está gustando es caminar por la naturaleza y cruzarse con otros peregrinos porque todo el mundo le saluda. Le hace mucha gracia que le digan '¡Buen camino!'”. Su rutina era siempre muy parecida: tras una larga caminata, paraban a comer y buscaban una pensión para reponer fuerzas, ir a la misa del peregrino, cenar y dormir: “No podemos ir a un albergue donde haya mucha gente porque Álvaro necesita una habitación más tranquila con su propio baño para que esté relajado un rato. Hemos disfrutado de una semana maravillosa andando y comiendo”.
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Desde que era muy pequeño, Ildefonso y su mujer le han transmitido a Álvaro su fe cristiana. Fueron ellos quienes le llevaron a las Jornadas Mundiales de la Juventud que se celebraron en Madrid en 2011, donde pudo ver de cerca a Benedicto XVI. Cuando renunció y llegó el nuevo papa, Álvaro no dejaba de repetir a sus padres que le quería conocer y, al igual que con el Camino de Santiago, lo acabó consiguiendo, porque a él nada se le pone por delante. Esta familia se pasó un año entero escribiendo cartas al Vaticano cada dos semanas hasta que les dijeron que sí: “Fuimos a una audiencia y el papa Francisco se acercó al lugar en el que estábamos nosotros. Le hizo una caricia a Álvaro, nosotros mientras llorábamos como Magdalenas”.
Hasta hace poco más de un año, este padre coraje, que se desvive día a día por su hijo, no sabía cuál era el motivo de su discapacidad intelectual. Después de muchas vueltas y de pasar por muchas consultas, les explicaron que el problema residía en la mutación de dos genes: “Por eso, nosotros le decimos que es un mutante, un X-Men, lleno de superpoderes”, explica Ildefonso, entre risas. Álvaro es cariñoso, bondadoso e irradia felicidad allá dónde va, pero criar a un niño como él, nos confiesa, no siempre es fácil: “A veces entra en frustración por algo y como no puede explicarlo con palabras, nosotros no sabemos cómo ayudarle. Aun así, creemos que sin la discapacidad, no sería Álvaro, hubiese sido otro y nos lo hubiésemos perdido a él”.
Ya de vuelta a Málaga y con el recuerdo imborrable de estos días en Galicia, Álvaro pasará el verano jugando al baloncesto, al pingpong o nadando en la piscina. Mientras, su padre, le observará, orgulloso, muy de cerca y seguirá disfrutando, como nadie, del privilegio de aprender de esos superpoderes de su hijo: “Me enseña que nos sobran muchas cosas. Mientras nosotros estamos metidos en una vorágine increíble de ganar dinero y de trabajo, él no necesita nada. Es humilde y muy agradecido, todo le hace feliz”.
Cruza el riachuelo con cuidado y aferrándose con fuerza a la mano de su padre, que nunca le suelta. Está feliz, como siempre, y esa sonrisa de oreja a oreja, pase lo que pase, nunca se borra de su cara. Además, tiene una memoria tan prodigiosa que, todavía hoy, sigue dejando boquiabiertos a sus padres. Por eso, cuando por culpa de la pandemia, la parroquia de su barrio canceló una peregrinación grupal a Santiago de Compostela, Álvaro, un niño malagueño de catorce años con discapacidad intelectual, ya no podía olvidarse ni renunciar a ella. Insistió tanto en casa que su padre Ildefonso preparó las mochilas de un día para otro y se embarcaron juntos en una aventura tan admirable como apasionante.