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Marina Aznar, la joven enfermera que atendió a su abuela con covid-19 en la UCI: “Fue horrible"

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Eva Baroja

Bip, bip… Bip, bip… En la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital San Pedro, el tiempo lo marca el intermitente latido de los monitores. La primera vez que Marina Aznar pisó este lugar, a finales de marzo, todavía no había terminado la carrera. “¡Madre mía! ¿Dónde me he metido?”, pensó en aquel momento. Por eso, cuando le dijeron que su abuela, con setenta y cuatro años, iba a ingresar en la UCI en la que ella trabajaba como enfermera, sabía, mejor que nadie, lo que eso suponía. Allí había visto morir a mucha gente: “Mi tía me llamó y me contó que iban a conectar a la yaya a la ventilación mecánica y, claro, fue horrible porque yo sé lo que es ver a pacientes ahogándose y cómo el covid se come sus pulmones”.

Aquel día, Marina estaba aislada en su piso guardando cuarentena. Se había contagiado y, aunque solo tiene veintidós años, había estado muy enferma y con todos los síntomas. Cuando dio negativo y se reincorporó al hospital, su abuela María Jesús seguía en la UCI: “Estaba nerviosísima, esa noche no dormí nada porque sabía que cuando llegase a trabajar ella iba a estar allí”, recuerda todavía angustiada. Cada vez que sonaba la alarma en alguna de las habitaciones, el corazón le daba un vuelco. No podía evitar asomarse a su puerta, de vez en cuando, para “echar un ojillo”. La persona que estaba allí tumbada, en peligro, y conectada a un ventilador que la mantenía con vida, era quien la había cuidado siempre. Desde pequeña. Porque Marina no había necesitado ir a la guardería. Había pasado su infancia agarrada a la mano de su abuela, “una abuela superjoven y superanimada”, que vivía frente a la casa de sus padres en Alfaro. La misma localidad que tuvo que confinarse a principios de este mes por multiplicar por trece la incidencia acumulada del virus en comparación con el resto de España.

Fue precisamente su abuela quien la animó a dar el paso y apuntarse a la bolsa de empleo para alumnos de Enfermería que abrieron ante la imperiosa necesidad de personal sanitario para afrontar la crisis del coronavirus. “Mi madre no quería que fuese porque el tema estaba fatal pero mi abuela me dijo que iba a ser una experiencia muy gratificante y que era mi oportunidad”. Le hizo caso. De todo lo que hablaron, hay una frase que a Marina se le quedó grabada por el significado que adquirió después. “Dios no lo quiera, hija, pero si me pasase algo en un futuro, me encantaría que estuvieses a mi lado, dándome la mano, hablándome…”, le dijo aquel día. Solo habían pasado seis meses y allí estaba la nieta mayor, “la enfermera” –con gafas, mascarilla y traje–, sentada junto a su cama: “Estaba sedada, pero yo creo que me escuchaba porque cuando tenía las constantes alteradas, le hablaba de la familia, de sus amigas, y mejoraban. Creo que eso le ha ayudado a recuperarse más rápido”.

Un EPI como vestido de graduación

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Quedaban tres meses para la graduación, el broche final que iba a cerrar una de las mejores etapas de su vida. Pero no hubo nada. Ni fiesta, ni despedidas, ni abrazos. Marina ni siquiera pudo llegar a comprarse el vestido. Jamás habría imaginado que su primer trabajo como enfermera sería en medio de una pandemia mundial y en la unidad más difícil de cualquier hospital. “En cada turno fallecía mucha gente joven, sin antecedentes. Tenía la sensación permanente de no llegar a todo. No desconectaba, en casa seguía pensando en cómo pasarían la noche los pacientes”, explica sobre los primeros meses de la pandemia. Enfrentarse a esas condiciones de trabajo extremas y con pacientes tan críticos y lábiles fue muy duro psicológicamente, pero lejos de hacer tambalear su vocación, la reforzó: “Ha sido como un máster exprés en intensivos, creo que soy una privilegiada, me encanta mi profesión”.

“Tráeles rusos”

Cuando tras varios días sedada, María Jesús abrió los ojos, lo primero que vio fueron unos carteles de colores colocados estratégicamente por toda la habitación. “Ánimo de toda tu familia”, podía leerse. Y, de repente, detrás de un EPI, una voz familiar que la tranquilizó: “Le pregunté si sabía quién era y me hizo un gesto con la cabeza, como diciendo que me reconocía”. Marina llegó a temer que su abuela no saliese del hospital y no empezó a estar tranquila hasta el momento de la extubación: Fue como un milagro, como si le devolviesen la vida otra vez. Mis compañeros y los médicos aplaudiendo… Yo sin poder parar de llorar… Lo recuerdo y se me ponen los pelos de punta”. María Jesús ya podía respirar por sí misma. Al contrario de los otros seis pacientes que habían compartido UCI con ella, había superado el covid-19. De repente, en medio del alboroto, y ante la sorpresa de todos, quiso hablar. Lo primero que le dijo a su nieta, con un hilito de voz, fue: “Tráeles rusos”, un dulce típico de su pueblo, que se compra para halagar a las visitas y se come de postre los días especiales. Aquel, para ellas, lo será siempre.

Bip, bip… Bip, bip… En la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital San Pedro, el tiempo lo marca el intermitente latido de los monitores. La primera vez que Marina Aznar pisó este lugar, a finales de marzo, todavía no había terminado la carrera. “¡Madre mía! ¿Dónde me he metido?”, pensó en aquel momento. Por eso, cuando le dijeron que su abuela, con setenta y cuatro años, iba a ingresar en la UCI en la que ella trabajaba como enfermera, sabía, mejor que nadie, lo que eso suponía. Allí había visto morir a mucha gente: “Mi tía me llamó y me contó que iban a conectar a la yaya a la ventilación mecánica y, claro, fue horrible porque yo sé lo que es ver a pacientes ahogándose y cómo el covid se come sus pulmones”.

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