Héroes

Vendida, secuestrada y obligada a prostituirse: una joven nigeriana anima a las víctimas de trata a no rendirse nunca

Al llegar a España, Juliet fue vendida, secuestrada y obligada a prostituirse. Abandonó Nigeria con solo quince años en busca de un futuro, una educación y una vida mejor, pero aquel viaje soñado a la tierra prometida se tornó muy pronto en un infierno. En Pamplona, a donde llegó tras una escala en Italia, se hizo la oscuridad. De eso hace ya seis años y a pesar de que, a día de hoy, ha encontrado la luz en Madrid, su mirada es tan profunda que asusta por todo lo que se puede ver a través de ella. A sus veintiún años, parece mayor, se expresa con el aplomo de quien se ha enfrentado de tú a tú con la cara más atroz del ser humano. Con esa voz que solo tiene quien ha experimentado en su propia piel el dolor más punzante, ese que ya nunca sana, con el que uno tiene que aprender a vivir para siempre.

Juliet, nombre ficticio, consiguió escapar de las mafias de la explotación sexual y armar los pedazos que le quedaban gracias a APRAMP, la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida. Ha cumplido su sueño de dedicarse a la moda —va a sacar su propia colección el mes que viene— y atiende a mujeres que han rehecho su vida entre telas, máquinas de coser y ovillos de hilo gracias a iniciativas como Bendito Bolso. “Para que confíen en ti les tienes que explicar lo que viviste. Ellas se recuperan conmigo y yo con ellas. Sé cómo se sienten, han estado encerradas, han sido violadas, han sido de todo…”, confiesa serena, pero de forma un poco atropellada.

Nigeria: la penumbra

En Nigeria, Juliet era la mayor de cinco hermanos de una familia desestructurada y sin recursos. Su padre les había abandonado y se había ido con otra mujer. Durante años, el pastor evangélico de la zona les prestó su ayuda. Era como de la familia: “Confiaba mucho en él y le tenía mucho cariño. Me dijo que por qué no me iba a España para estudiar y mandar dinero a mi madre, que él tenía una amiga que me iba a ayudar, pero cuando me fui, todo cambió… Todo era totalmente distinto a lo que me había contado”.

El primer puñetazo de realidad fue el viaje. Allí empezó a darse cuenta de que algo no iba bien, de que la habían engañado. “Nos dijeron que íbamos a ir en avión, pero fuimos en patera, fue horrible, no sé cómo sobreviví... Una de mis amigas murió a bordo”, recuerda emocionada. La otra compañera con la que viajaba, también de su misma edad, fue asesinada en Libia en un ataque al piso en el que hicieron escala, del que Juliet consiguió huir a tiempo. “Me da mucha pena que ellas no estén hoy aquí para contar su historia”, reconoce con los ojos llenos de lágrimas. Tardó dos meses en llegar a España —le habían dicho que solo sería una semana—, y tras estar encerrada un tiempo en un piso en Italia, sin teléfono y sin poder comunicarse con su madre.

Pamplona: la oscuridad

“Vino a por mí un contacto de mi pastor con el pasaporte de su hija para que me hiciese pasar por ella y llevarme de Italia a Pamplona”, recuerda. “Era una señora de mi país, hablaba mi idioma. Yo estaba asustada, no entendía nada, nadie me había explicado que el viaje iba a ser así, había perdido a mis amigas, tenía muchas preguntas en mi mente, no sabía qué hacer...”, explica desviando la mirada. Cuando parecía que todo llegaba a su fin y que por fin se había acabado la pesadilla, empezó lo peor.

Aquella mujer tan “amable” que le había abierto acogedoramente las puertas de su casa, se convirtió en su captora: “Me dijo que le debía mucho dinero y que tenía que trabajar para ella porque ahora era mi dueña, mi madame. Me llevó a un lugar horrible, había de todo… —traga saliva y cierra los ojos, no es capaz de describirlo—. Lo único que le pregunté fue: ‘¿Qué hacen esas mujeres desnudas? ¿Por qué no llevan ropa?’”. Juliet solo era una niña: “Imagínate lo peor que le pueda pasar a una persona, lo peor. Jamás desearía algo así para nadie, jamás”.

Cuando no estaba en el club o en el piso, la obligaban a estar en la calle buscando clientes. Allí permanecía inmóvil, escondida y llorando, en un rincón. Un día se le acercaron unas voluntarias que solían llevarles algo caliente al polígono en el que pasaban la noche. “Sabemos que eres menor y lo que pasa cuando no le haces caso a esa señora, si quieres te podemos ayudar”, recuerda que le dijeron. “Fueron muy simpáticas y amables conmigo, pero yo estaba asustada, la madame me había prohibido hablar con ellas, me había dicho que si lo hacía me meterían en la cárcel”. Al día siguiente, la esperaba la policía.

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Madrid: la luz

La ingresaron en un centro de menores, pero tras el juicio la trasladaron a Madrid para protegerla de posibles amenazas y represalias. “Cuando llegué a APRAMP me acogieron con mucho cariño, me enseñaron a coser… Ahora tengo un motivo por el que levantarme cada mañana, algo de lo que preocuparme, un trabajo, una responsabilidad”. Durante estos últimos años, se ha acostumbrado al bullicio, al ambiente y al ruido de Madrid. Ese que al principio la asustaba y que ahora le encanta. Cada día ilumina con su alegría a las compañeras y trabajadoras del taller: “Me gustaría olvidarlo todo, pero siempre va a estar ahí. Aun así, soy muy feliz ayudando y viendo cómo otras chicas hacen un esfuerzo por mejorar su vida”.

Su historia es solo una de tantas. Según datos oficiales, en nuestro país hay en la actualidad unas 50.000 esclavas sexuales y somos la principal puerta de entrada en Europa de la trata. Cada año, medio millón de mujeres y niñas, como Juliet, cruzan las fronteras europeas de manera ilegal para acabar en prostíbulos y pisos de alterne. “En la asociación, les costó mucho trabajar conmigo, no quería que me hablasen, estaba fatal… Ni yo misma me creo que hoy esté contando mi historia. Si haciéndolo puedo ayudar a otras mujeres en mi misma situación, lo contaré las veces que haga falta. Que no se rindan”.

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