Zahara sobre 'Merichane': "Era una niña a la que no le gustaba la vida"

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En algunos momentos, Zahara (Úbeda, 1983) vuelve a ser aquella niña aturdida en el patio del colegio que no entendía por qué sus compañeros la odiaban tanto. Va casi sin maquillar y su media melena descansa sobre un jersey de lana azul cielo. Su entereza va desvaneciéndose a medida que pasan los minutos. Y a medida que viaja en el tiempo a los años más difíciles de su infancia que no huelen a césped ni a chucherías, sino “a óxido y a sangre, a lo que huelen las heridas”. Es la primera vez que explica en una entrevista todo lo que para ella significa Merichane, tema principal de su último disco Puta: “Recuerdo que en el recreo me encontré unas pintadas en los bancos que había detrás de unos arbustos en las que ponía: ‘ZAHARA MERICHANE’. Al principio, sentí alivio porque pensaba que era una burla hacia mi nombre y que no significaba nada, pero, unos días más tarde, me enteré de que mis compañeros llamaban así a la puta del pueblo”.

Una palabra, Merichane, que lo resume todo. Da igual que ahora tenga treinta y siete años, sea una artista de éxito y madre de un niño. Merichane siempre ha estado ahí, marcando su vida como un metrónomo cuyo tic tac se hacía más insoportable en los peores momentos. Ha aparecido en su cabeza, como un fantasma, cada vez que tenía que mirar a los ojos al machismo más feroz. Cada vez que se atiborraba a dulces antes de vomitar y comía zanahorias “para dejarse algo bueno dentro”. O cada vez que tenía que aguantar que la llamasen “ambiciosa” por crear su propio sello y no depender de nadie. Merichane es el insulto que la destrozó para siempre. Pero también el título de la canción que la ha liberado y que le ha permitido alcanzar la paz consigo misma: “Merichane trata de algo que no he hablado ni siquiera con todas mis amigas o toda mi familia, pero ha sido lo mejor que he hecho en mi vida para mi salud mental”.

En este tema, uno de los más icónicos de Puta (2021), que se publicará el próximo 30 de abril, la cantautora habla sin ambages de los abusos, los trastornos alimenticios y los traumas que ha sufrido a lo largo de su vida. Pero ni el paternalismo en el mundo de la música, ni la bulimia que padeció de adolescente, ni siquiera el miedo al volver a casa con las llaves entre los dedos, fueron tan dolorosos –y tuvieron tantas consecuencias para ella– como el acoso escolar que sufrió cuando tenía doce años. María Zahara era una niña nerviosa que jamás levantaba la mano en clase aunque se supiese la respuesta. Solo quería encontrar su lugar. “No me había besado con ningún chico, ni siquiera me había venido la regla. Solo pensaba: ‘Pero, ¿qué he hecho? ¿Por qué me llaman puta? ¡Si no he hecho nada!’”, exclama mientras se le quiebra la voz: “Siempre estás buscando el porqué, porque algo has tenido que hacer para que te odien”.

No fue capaz de contárselo a sus padres, aunque sí a uno de sus profesores, a su tutor: “Me respondió que yo sabría con quién me había juntado. No podía creer que una persona adulta a la que había pedido ayuda, estuviera culpándome. En los noventa, no había tanta conciencia sobre el bullying”. Zahara se sentía perdida y completamente sola, pero encontró su salvación en la música: “No es casualidad que empezase a componer justo con doce años”. Ese era el único lugar donde podía sentirse ella misma. Donde podía huir de todo. Donde le daba igual lo que opinasen los demás y donde no tenía miedo a que la llamasen puta, fea o gorda. “Es muy duro decir esto pero yo era una niña a la que no le gustaba la vida. No me parecía justa ni bonita. Recuerdo que una de las primeras canciones que escribí decía: ‘Toda esta vida, ¿para qué?”, explica con los ojos vidriosos.

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“Ninguna somos culpables”

Los recuerdos de aquella época volvieron a arrasar con todo hace un año, al inicio del confinamiento, cuando el covid-19 le arrebató de golpe el poder subirse a un escenario: “Me di cuenta de lo dependiente que era del aplauso de los demás y de que, hasta entonces, había vivido en una playa donde siempre estaba la marea alta y no veía lo que había debajo. La pandemia se llevó el agua y me encontré la arena llena de mierda acumulada durante años”. Como terapia para llenar ese vacío y limpiar su playa, empezó a componer compulsivamente: sin filtro, sin corregir y sin releer. Así compuso Merichane. En tres meses, tenía terminado el disco.

La música la ha vuelto a salvar veinticinco años después como lo hizo entonces con aquella niña que “solo era feliz en el campo de sus abuelos”. Hoy Merichane para Zahara ya no solo significa ‘puta’. Hoy Merichane representa a todas esas mujeres que, como ella, alzan la voz para denunciar y compartir sus historias de abusos, acoso y traumas. “Al escucharlas, siento ganas de abrazarlas y acompañarlas en su proceso. Y eso me ha llevado a querer abrazarme y acompañarme en el mío… Porque ninguna somos culpables de lo que nos ha pasado”.

En algunos momentos, Zahara (Úbeda, 1983) vuelve a ser aquella niña aturdida en el patio del colegio que no entendía por qué sus compañeros la odiaban tanto. Va casi sin maquillar y su media melena descansa sobre un jersey de lana azul cielo. Su entereza va desvaneciéndose a medida que pasan los minutos. Y a medida que viaja en el tiempo a los años más difíciles de su infancia que no huelen a césped ni a chucherías, sino “a óxido y a sangre, a lo que huelen las heridas”. Es la primera vez que explica en una entrevista todo lo que para ella significa Merichane, tema principal de su último disco Puta: “Recuerdo que en el recreo me encontré unas pintadas en los bancos que había detrás de unos arbustos en las que ponía: ‘ZAHARA MERICHANE’. Al principio, sentí alivio porque pensaba que era una burla hacia mi nombre y que no significaba nada, pero, unos días más tarde, me enteré de que mis compañeros llamaban así a la puta del pueblo”.

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