Antonio de la Torre: “Una sola vida es infinitamente más valiosa que cualquier frontera, nación o bandera”

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Imagina que no hay países. No es difícil hacerlo. Nada por lo que matar o morir. Tampoco ninguna religión. Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz. Quizás digas que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros. Y el mundo será uno solo.

Tal vez porque se acostumbró a mirar tanto al Mediterráneo que el esperanzador azul del mar se proyecta en sus ojos:” Tengo un sueño: unos Estados Unidos de la humanidad sin fronteras”.

Quizás porque piensa que la igualdad pasa por “la revolución educativa, formativa e informativa: me considero una persona de izquierda internacionalista, en mi ideario no cabe que ningún ser humano tenga menos derechos que otro”.

Acaso porque cree que “el gran desarrollo intelectual, moral y emocional es superar la confrontación y el odio”.

Probablemente porque pertenece a la estirpe de quienes sueñan un mundo mejor, lo proclaman y en su vida cotidiana trabajan para convertirlo en realidad: “Las únicas revoluciones que han perdurado son las que comenzaron de un modo pacífico”.

Sin haber interpretado nunca a John Lennon ni haber tenido la oportunidad de estrechar su mano, si se hubieran visto sin conocerse, se hubieran reconocido. Como el de Liverpool, el malagueño, para imaginar y ver claro, sabe cambiar la dirección de la mirada:” Todo tiene un porqué, una causalidad y creo que ahondar en las raíces de eso nos permitiría tener un mundo con más paz, aunque sea una utopía, pero la humanidad ha avanzado gracias a esos locos que creían en esa utopía”.

Desde crío, Antonio de la Torre trabajó tanto la suya que, de auténtico realista, pasó a ser visionario. Huérfano, con poco más que lo puesto y “el síndrome del pobre” proclive a aceptar cualquier trabajo, se vino a Madrid, estudió, se duchó en la Pensión García por setenta y cinco céntimos diarios y bombardeó a sus amigos para que fueran al cine y lograr así que aguantaran más en cartelera las películas en las que salía. Mientras, se convirtió en periodista deportivo. Y con sobrada inteligencia emocional, aprendió “mucho más del fracaso que del éxito”. Un día se hizo la magia trabajada con esfuerzo y alcanzó “la oportunidad genial para ser otro”. El éxito no le confundió. Escalando la cima se sacudió los prejuicios y comenzó “a juzgar menos y a entender más a las personas”.

Sin disfrazarse nunca delante ni detrás de las cámaras, como el hombre leal a sus principios que nunca baja la mirada y siempre la mantiene con humildad, ha vivido tantas vidas como personajes ha interpretado. Con la sabiduría del malacitano que sabe que el viento puede cambiar de rumbo y que hay muchos fracasos que llegan por no darse cuenta de lo cerca que está el éxito, celebrando su carrera se ha comido la pantalla y todo lo que se pusiera por delante como Caníbal. Ha cogido treinta y tres kilos para convertirse en uno de los Gordos y ha adelgazado diecisiete para meterse en la piel del ex Presidente de Uruguay. Ha transformado su natural campechanía en una venganza aterradora cuando era Tarde para la ira. Ha entonado la Balada triste de trompeta, ha desvelado que él y Raúl Arévalo eran unos particulares Primos que podían convertirse en Amantes pasajeros, en La gran familia española y hasta llevarnos a una Isla Mínima, para que Dios nos perdone diciendo Abracadabra y nos descubra El autor, El invasor y al Grupo 7.

Con su nombre metido ya de lleno en el firmamento del AzulOscuroCasiNegro y en El Reino de los Goyas, el hombre de las mil caras, y de la cabeza siempre bien situada, solo acapara el histórico récord de haber sido nominado catorce veces a los Goya y llevarse a casa dos cabezones. También el máximo reconocimiento del Sindicato de Actores en cinco ocasiones, seis premios de los Escritores Cinematográficos, la Medalla de Andalucía y otra ristra infinita de honores. Sin embargo, la vanidad ni le roza: “La clave es aprender a vivir con poco porque, como apunta Pepe Mujica, ‘cuando tú pagas algo, no lo pagas con dinero sino con el tiempo que invertiste en ganar ese dinero'''. Y eso es irrecuperable.

La vida en manos del trabajo, nunca del destino

La curiosidad, el riesgo y la sinceridad son las señas de identidad de quien encuentra lo importante en la mirada, no en lo que mira. En veintiocho años de oficio Antonio ha visto mucho. En cincuenta y tres, asomándose a la vida, más.

En un tercer piso del barrio obrero de Ciudad Jardín conoció los primeros planos nada impostados de los afectos, de aquellos que aprendió que “se educa viviendo”, aunque ellos solo tuvieran tiempo para matarse a trabajar. De un padre, administrativo de profesión, que se dejó la vida, demasiado corta, ganándose un jornal desde los doce años hasta los cincuenta y seis; entonces, la muerte, disfrazada de enfermedad, tocó a su puerta y con ella se fue sin haber alcanzado más lujo que su sentida pasión por el Málaga CF. También de una madre, “ama de casa casi analfabeta”, que sabía tan poco de los libros como de vivir sin los miedos de una infancia que le secuestró la posguerra; seis años después de fallecer su marido, la misma dolencia le obligó a seguirle los pasos y al menor de sus hijos ya nadie volvió a llamarle “Antonio Jesús” desde la ventana de la cocina para que subiera a comer. De dos hermanos mayores, a los que dio sus primeros pases con el balón, y de otras dos abuelas viudas, también narradoras de calamidades. “Historias de hambre” que le hacen ser “antifranquista porque vi en ellos una generación perdida: mi padre se quedó huérfano con tres años y siendo un niño tuvo que empezar a trabajar. ¿Quieres cargarte la ideología de la gente? Oblígala a sobrevivir y se acabó la ideología”.

De su familia, en aquella pequeña vivienda de protección oficial malagueña, también aprendió a creer más en el trabajo duro que en el destino: “La vida se anda, no es ningún camino que te pongan ahí”. Con paso fuerte, porque ir de puntillas no garantizaba la supervivencia, antes de soñar con ser actor ya había comenzado a actuar. Primero vaticinó su obsesión “por contar historias” retando a su propia credibilidad con quien le meció la cuna: “En el cole me hice muy amigo de un niño de un curso superior y yo, que estaba en primero, le conté una trola a mi madre diciéndole que podía pasar a segundo. Ella fue a hablar con la profesora y esta le dijo que sí, que yo era muy listo y que estaba preparado. Entonces, fui toda mi infancia un año adelantado, aunque no sé muy bien para qué sirvió”. Después, con doce años, volvió a dar muestra de sus dotes para la interpretación, esta vez pisando un escenario: “En el colegio apareció la compañía Arlequín que hacía actividades con niños. Recuerdo ensayar la obra La historia de Pituchín y Pituchina. No lo podré olvidar. Tuve muy claro qué era lo que me gustaba”. Sin embargo, el peso casi ineludible de las opiniones de los amigos, en plena pubertad, pudieron más que la vocación y se apartó del teatro.

Camufló su vacío con las películas que alquilaba, sin descanso, en el vídeo club de la Sra. Bárbara, enfrente de su casa. Con algunas, Alfredo Landa se convirtió en su ídolo, “el actor que siempre quise ser”. Con otras, también adquirió cultura cinematográfica, y descubrió cintas que vería una y otra vez: “El exorcista, que me aterró cuando era un adolescente y que no ha envejecido en absoluto, y El padrino por las interpretaciones, por el tiempo, por el cine en estado puro”. Al llegar el estío, año tras año, sustituía esos maratones por campeonatos de fútbol, en La Cala del Moral, en los que se dejaba el aliento y la voluntad sin pasar desapercibido: “Tengo recuerdos muy bonitos con todo lo que supone ese deporte. Es difícil explicarlo, pero la pasión que sentimos, la solidaridad, la diversión, el sentimiento de pertenencia a un grupo que gana, que pierde, es muy flipante”. Por encima de la distorsión que genera el tiempo y la memoria que idealiza los recuerdos, guarda en el corazón “tardes gloriosas en La Rosaleda”. También “el olor de las moragas que hacíamos en verano en La Cala, en ese lugar y en ese tiempo en el que fui feliz”.

El fútbol, el viaje al Periodismo y el poder de la vocación

Cuando echa una ojeada al niño que fue, recuerda varios trenes hasta que pudo subirse al suyo. El primero tuvo como destino Madrid, como fecha 1986, y como asunto estudiar Periodismo.

En la literatura privada de los recuerdos de Antonio hay muchos ligados al deporte que han sobrevivido precisos al tiempo porque en ellos está su padre: su primer partido juntos en el primer estadio de la ciudad, “un Málaga-Burgos en el que ganamos por un gol que no vi porque en ese momento miraba a la grada”, las caras de emoción y los abrazos sentidos celebrando victorias como “cuando el Málaga le ganó al Sporting y se clasificó para Champions”. Nunca ha podido abstraerse de aquellos momentos que envolvieron en papel de regalo su infancia. Mucho menos cuando, poco antes de acabar el instituto, un cáncer en el estómago paterno acabó con la posibilidad de volver a repetirlos.

Del mismo modo que su padre le había acercado al fútbol, el balón lo hizo a los programas de deportes. Escuchando en la radio, noche tras noche, Supergarcía, había soñado “ser de mayor periodista deportivo como Butanito”. Con entrevistar y narrar “historias bonitas” como la de su admirado coterráneo Juanito, “el chaval de barrio que triunfa luego en un gran equipo. Me encantaría hacer una película, un ‘biopic’, sobre él”.

Con una beca de veinte mil pesetas, la mitad de lo que le costaba dormir cada mes en un piso compartido del madrileño barrio de Argüelles, y “un curro en negro por el que cobraba treinta mil”, sobrevivió en la capital los cinco años de carrera universitaria “trabajando por la mañana y estudiando por la tarde”. También leyendo con una avidez que no había tenido nunca. La pluma de Gabo escribiendo los Cien años de Soledad de los Buendía fue la culpable: “Recuerdo que lo leí en la Facultad y estaba deseando llegar a casa, como un novio enamorado, para reencontrarme con el libro y devorarlo”.

Su primer empleo profesional llegó, en 1990, en Canal Sur, como productor de un programa de radio. Dos años más tarde, enfermó su madre, mientras él “tiraba de cualquier conocido para que ella estuviera mejor”, pero nada la salvó. Era 1992. Alberto San Juan, uno de los mejores amigos de Antonio en la facultad, se fue a Madrid a estudiar interpretación en la Escuela de Cristina Rota. Sin nadie ya que le esperara en casa”, y sin saber por dónde tirar”, De la Torre se preguntó: “¿Cuando tenga cuarenta años le voy a perdonar al de veinticuatro no haberlo intentado?” Un billete de ida a Madrid fue su respuesta inmediata.

El Reino de los GoyasEl Reino de los Goyas

“Si alguien me hubiera dicho que años después ganaría algún Goya y me llamaría Almodóvar, me hubiera ahorrado una depresión, pero es verdad que aquello que no hagas, nunca más lo vas a hacer”.

Él se arriesgó y lo hizo. Durante cinco años, hasta casi cumplir los treinta, interpretó papeles “en los que casi no se me veía. Aspiraba a algo más y no tenía cuajo para aguantar eso”. La necesidad le llevó a una prueba de presentadores, de nuevo en Canal Sur, y la casualidad y su desparpajo hicieron que comenzara a trabajar como periodista deportivo en Sevilla. Con las lentejas ya cubiertas, retomó su carrera: “Mis compañeros me ayudaron mucho para poder cambiar turnos e ir a castings”.

Sin rendirse y extrayendo todo lo bueno, incluso aquello que a otros ojos pasaría desapercibido, hizo su primera aparición en una película, en 1994. Interpretando el papel de “periodista 3”, Los peores años de nuestra vida marcó el inicio de los mejores tiempos en su carrera: “Siempre quedará en mi recuerdo como el primer beso, por esa sensación virginal de verte en un rodaje, es inolvidable”. Ocho años después se sintió plenamente actor trabajando en Poniente de Chus Gutiérrez. Pero la cinta que cambió su devenir, “la que hace que deje el periodismo definitivamente”, llegó en 2006 con título en colores presagiando el triunfo, AzulOscuroCasiNegroAzulOscuroCasiNegro. También con la promesa cumplida de su director, Daniel Sánchez Arévalo, con el que ya había trabajado en varios cortos: “Nadie te ha escrito un papel a la altura de tu talento y lo voy a hacer”. En su primer largometraje, el cineasta puso el guion en manos de Antonio. El actor, que nunca repite una escena porque su autoexigencia hace que cada toma sea diferente, acabó levantando su primer Goya en 2007. Tenía cerca de cuarenta años.

Sumergiéndose de nuevo en la complejidad del ser humano, el reconocimiento como mejor actor protagonista lo celebró en 2019 entrando en El Reino de nuestro cine. En esta ocasión se guio por la dirección de Rodrigo Sorogoyen, pero también por sus conversaciones con Rubalcaba, con Eduardo Madina y con varios políticos en activo, con imputados, con El Bigotes, con Francisco Correa y con Cristina Cifuentes El Bigotes, con jueces e incluso asistiendo al juicio de la GürtelGürtel. Escuchándolos abrió oídos y mente. Sin dejar que nada humano le fuera ajeno, se metió en el impecable traje de un político de provincias envuelto en una trama de corrupción casi tan real como el triunfo que dedicó “a los que se levantan cada mañana queriendo cambiar el mundo” y al orgullo de sus raíces: “Este Goya se queda en esta tierra de pasión y talento que se llama Andalucía, pueblo multicultural que abraza siempre al que viene de fuera. Si ha sido así, seguirá siendo así”.

El hombre que cuando hace un papel aspira “a ser otro” y siempre lo consigue, que no reconocemos de una a otra de sus películas, obras de teatro y series de televisión, arropado solo por la curiosidad y el talento, honra la memoria de sus padres y de sus semejantes: “El miedo mata la vida. La verdadera revolución es cuando no necesitas el poder para relacionarte con los demás. La manera en que Europa ha tratado la crisis de los refugiados ha reflejado nuestro fracaso como modelo de civilización. Una sola vida es infinitamente más valiosa que cualquier frontera, nación o bandera. Y una vida con todos los recursos básicos que una vida decente requiere y precisa”.

Como el niño curioso que lleva dentro y la tenacidad de quien siempre encuentra una forma y evita excusas si quiere algo, Antonio Jesús de la Torre Martín, a ritmo de El trato que tiene con Mala Rodríguez, despide su Playlist poniendo música a su convencimiento de que, “cuanto más crezcamos como seres humanos, de una manera más universal y generosa, más nos acercaremos a un tiempo nuevo”. Persuadido por un sueño “que es posible”, vuelve a imaginar y sonríe esperanzado como el beatle más rebelde.

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Imagina que no hay posesiones. Deseo que puedas hacerlo. Que no hay necesidad de codicia ni hambre. Una hermandad humana. Imagina a toda la gente compartiendo todo el mundo. Quizás digas que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros y el mundo será uno solo.

LA PLAYLIST DE ANTONIO DE LA TORRE::

  • Un libro: Cien años de soledad (Gabriel García Márquez)
  • Un disco: Tengo un trato (Mala Rodríguez)
  • Una película: El exorcista (William Friedkin) y El padrino (F. Ford Coppola)
  • Uno de sus largometrajes: AzulOscuroCasiNegro
  • Una serie: A dos metros bajo tierra
  • Un aroma: “El de las moragas que hacíamos en La Cala del Moral”
  • ¿Qué quería ser de mayor? “Periodista”
  • Un Tuit// WhatsApp que le gustaría recibir: “La humanidad ha logrado detener el cambio climático”
  • ¿Cómo titularía la actualidad? “Una sola vida es infinitamente más valiosa que cualquier frontera, nación o bandera”
  • Una cita: “Quien quiere algo siempre encuentra una forma. Quien no lo quiere siempre encuentra una excusa”

 

Imagina que no hay países. No es difícil hacerlo. Nada por lo que matar o morir. Tampoco ninguna religión. Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz. Quizás digas que soy un soñador, pero no soy el único. Espero que algún día te unas a nosotros. Y el mundo será uno solo.

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