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Los caminos del exilio de una España suicida

Diego Castrejón

Hace unos días tomé un tren. Iba cargado de desesperanza y miedo. Mi vida es una sucesión de desastres que se encadenan. Tengo una incapacidad manifiesta de relacionarme con el mundo y una necesidad vital de escaparme de él.

He sufrido y sufro aún el daño que otras personas me causaron. Pero sufro de una manera, que me sitúa en las puertas del suicido, por el daño que yo puedo llegar a causar. He llegado a pensar en la muerte, no para liberarme del sufrimiento que en mí han dejado las acciones de otros, he pensado en el suicidio, no como algo lejano, para calmar el sufrimiento que me provoca hacer daño a las personas que quiero.

Hace tiempo vengo dedicándome al estudio y la investigación de la Filosofía y el Derecho, en particular la filosofía de los derechos humanos y más concretamente el papel de la memoria en la creación de escenarios de justicia en las sociedades que han sufrido violencia, sociedades como la nuestra. En este camino me cruzo con la figura de Walter Benjamín. El filósofo alemán, una de las mentes más atrayentes a las que me he acercado, encontró su muerte en Portbou, un pequeño pueblo del Pirineo gerundés. Portbou fue el destino de la primera etapa de mi viaje.

En la vida hay valles y riscos, hay ríos de aguas bravas y remansos donde dejarte llevar por una corriente suave. Hay amores incomprensibles para las lógicas comunes y otros que te dan poco más que aprobado en la nota media, pero que te permiten querer como todo lo mundo dice que hay que querer. En la vida hay encrucijadas de caminos y senderos amables. Hay estaciones de tránsito y estaciones de término.

La tarde de Portbou huele a algo que no alcanzo a identificar, creo que podría ser jara, pero también podría ser el olor a una desesperanza calmada como el Mediterráneo que muere en su bahía. Desesperanza calmada, arrítmica, sincopada como el vagar de su gente por las calles medio vacías.

Portbou es un lugar pequeño, apenas un poco más que nada. Un lugar al costado de ninguna parte. Portbou es una estación de término que huele a desesperanza y que tiene un atardecer sincopado y hermoso. Portbou es un buen no lugar para morir.

Pronto me di cuenta de que Portbou solo era el inicio, pero que no aportaría más que el primer paso, allí no está Benjamín, Portbou es un punto anecdótico en su muerte y también lo sería en mi viaje. Lo verdaderamente importante en su muerte y en mi viaje es la desesperanza y el miedo, lo único que permanece en esta estación de tránsito. El miedo y la desesperanza que permanece aquí y que dejaron las más de trescientas cincuenta mil personas que, como yo, buscaban escapar de una vida imposible de ser habitada. Desesperanza y miedo que es compartida con Benjamín y que nos había reunido allí.

Entre Portbou y Argelès-sur-Mer, en Francia, hay poco más de 35 kilómetros. En la playa norte de Argelès, se consumó una de las mayores vilezas de la historia de Francia. En la playa norte de Argelès encontraron la prisión, el olvido, la negación del ser absoluta, la violencia extrema contra la dignidad más de quinientas mil personas exiliadas de la República española que fiaron su libertad a una Francia que, aunque los trató como a animales, años después ayudaron a liberar del nacismo.

Desde Portbou nace la ruta Lister. Un camino de contrabandistas que fue utilizado por personas que pasaban clandestinamente de España a Francia durante la Guerra Civil. Ese es el camino que Walter Benjamín y otras personas utilizaron para escapar del nacismo a través de Francia.

No se tarda más de diez minutos en subir la calle San Jordi de Portbou desde la playa. Al final de la calle, arriba de la montaña, comienza un camino revestido de la romantización de la resistencia. Un camino que, en realidad, no era el mío. El mío estaba por la carretera, la carretera que une Portbou y el pueblo francés de Cerbère, la carretera por la que familias enteras cruzaron a Francia en el éxodo republicano.

Hay una energía muy presente en este primer tramo del camino entre Portbou y Argelès, los primeros pasos de esos 35 kilómetros están cargados de la presencia permanente de todas las personas que pasaron por allí. De su incertidumbre, de sus esperanzas, de su miedo, de su hambre, hasta el olor parece percibirse. Hay una pequeña bajada, aunque sensible, antes de llegar a la zona dónde estaban las garitas y los edificios aduaneros. Es muy fácil imaginar la escena de las columnas de personas avanzando por la carretera. De padres con sus hijos de la mano, de las madres en las cunetas atendiendo a los bebés, de los ancianos tirando de toda una vida a cada uno de sus pasos. Para mí son percibibles los gritos en francés de un gendarme tratado de poner orden en el grupo que rodea las ventanas del puesto. Desde ese momento siento que no ando solo. Son como yo soy y están ahí, como yo llevan su desesperanza y su miedo a cuestas.

La carretera entre Portbou y Argelès serpentea en las laderas de los Pirineos que vienen a morir al Mediterráneo. Las viñas trenzan las faldas de unas montañas que, sin mucha necesidad de mostrarse, te pone rápidamente en tu lugar, eres un hombre, un hombre pequeño ante todo aquello. El camino avanza y la potencia de la energía inicial que se siente en la frontera se suaviza a medida que los kilómetros se suceden, pesan las piernas, las subidas y bajadas son continuas. Soy un gato callejero, pienso, estoy acostumbrado a andar. El diálogo con uno mismo es constante, piensas cada vez con más intensidad en las historias que habrán vivido cada una de las personas que han caminado antes que tú estos mismos pasos, pasos que hacen el camino al andar, camino que es el mismo, aunque ellos vinieron buscando la vida y yo aún siento que voy al encuentro con la muerte.

España es un país suicida pienso en un segundo. Cualquiera de los que esta mañana ocupe un lugar en el Congreso debería hacer este camino. Me salta una alarma en el teléfono: El emérito volverá a España a ver unas regatas en Sanxenxo. Definitivamente España es un país suicida concluyo.

Después de pasar por Banyuls el siguiente pueblo es Port-Vendres. Apenas subes un poco por la carretera la costa de esta parte del Mediterraneo te deja ver Colliure. De nuevo la carga energética aumenta. Collioure es un lugar icónico. Aquí está el polvo del país vecino que cubre a Antonio Machado y al que le cantó Serrat. Machado supo escribirle a España y a los españoles como nadie más lo ha hecho, pero lo importante de Machado es que supo leer a España como nadie más lo ha hecho. No puedo aguantar el llanto al entrar en el pequeño cementerio viejo, estoy solo poco después de las dos de la tarde. Delante de la tumba del maestro hay un banco, me siento un rato ahí con él, le pregunto si España es un país suicida, pero Machado está muerto, murió aquí huyendo de los españoles que querían suicidar a España.

El último tramo se hace duro, mis piernas casi no responden, me consuela pensar que solo quedan 5 km hasta llegar a Argelès. Es la primera vez que voy a estar ahí, no conozco el pueblo, desde la carretera se ve una playa partida por un espigón. Mi razonamiento simplón me hace que pensar que la playa sur será la que está a un lado del espigón, con lo que la norte será la del otro lado. Ya he llegado pienso, aquí termina todo. He venido aquí dónde murieron muchos de los que considero míos, he cubierto su camino compartiendo desesperanza y miedo. Voy a presentar mis respetos por todo lo que sufrieron por querer habitar sus propias vidas. Me salta otra alarma en el móvil: el rey se verá con su padre cuando esté en España. Salta otra noticia, en Los Cerralbos, el pueblo de la provincia de Toledo, la Asociación para la recuperación de la memoria histórica busca a cinco personas asesinadas por los falangistas.

Estoy llegando al lugar dónde se situaba la entrada del campo de concentración de Argèles, no estaba al otro lado del espigón, sino casi a cinco kilómetros del centro del pueblo, alejado de la mirada de todos. Un grupo de estudiantes de Sabadell, con los que me había cruzado en Collioure están alineados de cara a la playa, no escucho que dicen mientras me acerco. Cuando llego a su altura rompen la fila y aplauden, me miran y me saludan. Una de las profesoras que acompaña al grupo me pregunta que de dónde soy, digo que andaluz y que vengo andando desde Portbou, le agradezco que haya traído a la clase hasta aquí.

Me siento en la arena y escucho dos canciones mientas hundo mis manos en esa arena, miro la playa. Siento que estoy con ellos, sentados entre todos los que vivieron allí. Andan a mi alrededor, hacen sus cosas, nadie repara en mí. Terminan las canciones y me quito la ropa, me pongo de pie y entro en el agua, me sumerjo, buceo un poco y me giro. Vuelvo a la superficie de cara a la playa. Abro los ojos y ya no hay nada, solo unos apartamentos, algunas palmeras y una caseta. Ya no hay nadie, pero tampoco estoy yo. Me ido con ellos, me he quedado con ellos.

Todo lo que la gente que anduvo el camino que yo he andado, todo lo que la gente que vivió y murió aquí, todo aquello por lo que murieron tantas y tantas personas en tantas y tantas cunetas o tapias de cementerios debió servir para ganar el derecho a tener una España mejor. En cambio, el pacto vergonzante sellado con una ley de amnistía que mantiene impunes a todos los que asesinaron y al estado que les amparó, sostiene un sistema en el que se permite poner horario de visitas a las familias, en las exhumaciones de los cuerpos de sus familiares asesinados. España está hecha contra su vida, la vida que vive en su memoria.

Ya de regreso la radio anuncia ola de calor para el fin de semana. Entre Portbou y Argelès hay 35 kilómetros. Entre las regatas de Sanxenxo, donde estará el emérito, símbolo del pacto por la impunidad y el campo de Los Cerralbos dónde la ARMH busca los cuerpos de cinco personas, hay 730. Una distancia en la que cabe una España que se suicida.

Diego Castrejón es socio de infoLibre

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