Sergio Ramírez Luis García Montero
Los bulos no tienen bula
Tengo para mí que el Gobierno se ha metido en un jardín del que no le va a resultar fácil escapar. Me refiero a su campaña en contra de los bulos, los llamados pseudomedios y la desinformación en general. Convendrá apresurarse a advertir, en tiempos de máxima hipersensibilidad por parte de todos ante cualquier mensaje que pueda sonar mínimamente autocrítico, que no pretendo cuestionar en modo alguno lo bienintencionado del propósito (¿acaso hay alguien que se declare a favor de desinformar de forma masiva a la ciudadanía?), sino la idoneidad de las herramientas categoriales que se utilizan para alcanzarlo.
Pensemos, por empezar por la categoría central de la campaña, en el término bulo. Obviamente, si entendemos por tal una mentira de la que el emisor conoce su condición de tal y que pone en circulación precisamente para engañar a la opinión pública debilitando al aludido por dicho bulo, poco hay que añadir a la rotunda condena. Pero el primer problema que se plantea debería resultarnos familiar, porque es el que se viene repitiendo en el debate político desde hace ya demasiado. Consiste en intentar imponer nuestra definición sobre la naturaleza o la conducta del adversario político, pero reclamando que se respete la que nosotros hacemos de nosotros mismos o de nuestras prácticas. Tal ocurre cuando, yendo a lo más exagerado, la izquierda define a la derecha como criptofascista, o esta a aquella como filocomunista, en tanto que se definen a sí mismas bien como progresistas, bien como liberales.
Lo propio sucede si nos referimos a sus prácticas. Es más que probable que si algún periodista –o jefe del gabinete de comunicación de un determinado responsable político, tanto me da a los efectos de lo que se está planteando– recibiera el reproche de haber puesto en circulación lo que luego quedó acreditado que no eran otra cosa que noticias falsas, se defendiera argumentando que lo difundido era un rumor insistente en diversos ámbitos, defensa que muy probablemente complementaría añadiendo a continuación el tópico, tan habitual antaño, de que “el rumor es la antesala de la noticia”. Situados ex post facto, nada más fácil que actualizar el tópico a base de puntualizar que cuando el rumor en cuestión no queda confirmado se le debe rebajar a la categoría de bulo. Solo que, situados ex ante, esto es, ignorando todavía la veracidad de la presunta noticia de la que se trate, probablemente debiéramos parafrasear el precepto evangélico y afirmar que el que esté libre de haber difundido rumores que tire la primera piedra.
Análoga ambigüedad parece contener alguna otra categoría utilizada en este mismo debate, como la de desinformación, sin ir más lejos. La categoría tiene unas resonancias de corte realista ante las que también deberíamos estar prevenidos. Al igual que hace un momento, también ahora hay una dimensión de fondo sobre la que solo cabe estar de acuerdo. Por descontado que se impone reaccionar frente a quienes desprecian los hechos, pero solo con este acuerdo no vamos muy lejos. De nuevo, los árboles no deberían impedirnos ver el bosque. Buena parte de cuanto nos está sucediendo viene de atrás, y presentarlo como una novedad derivada de la irrupción de las redes sociales, los digitales o cualquier variante de pseudomedios puede cumplir en el fondo la función de desplazar el foco de la atención pública, exculpando las prácticas a las que se vienen abandonando los medios más clásicos desde hace ya bastante tiempo.
Dejemos de lado ahora, porque podría enredarnos en una discusión de carácter más bien epistemológico, la constatación de que cualquier hecho, para resultar significativo y, por tanto, comprensible, debe ser inscrito en el marco mayor de una interpretación, a su vez susceptible de ser discutida. Obviamente, no todas las interpretaciones son iguales (son mejores las más respetuosas con los propios hechos), sin que quepa soslayar el dato de que, en ausencia de dicho marco mayor, el mero hecho resulta ininteligible. Ahora bien, si decimos que importa más subrayar otra dimensión del asunto es porque el grueso del denominado periodismo de trinchera, tan activo en nuestros días, no utiliza como munición fundamental la mentira. Eso es, ciertamente, lo que se le reprocha desde la trinchera de enfrente, pero es probable que constituya una exageración para satisfacer a los incondicionales propios.
La distorsión, ni es un fenómeno nuevo, ni parece que los propios medios, incluidos los más clásicos, estén demasiado interesados en corregir
Más adecuado resultaría afirmar que utilizan una herramienta sobre la que no alcanzo a ver la manera en la que los poderes públicos podrían intervenir. Me refiero a la herramienta de lo que se acostumbra a denominar las medias verdades. Sin duda, si pretendiéramos considerarlas toda una categoría teórica nos encontraríamos con que no resulta muy rigurosa desde el punto de vista metodológico, pero puede cumplir la función, necesaria, de llamar la atención sobre el hecho de que tanto o más importante que la desinformación es la distorsión ("¿Dijiste media verdad? / Dirán que mientes dos veces / si dices la otra mitad", ya escribía Antonio Machado). Y la distorsión, ni es un fenómeno nuevo, ni parece que los propios medios, incluidos los más clásicos, estén demasiado interesados en corregir, tal vez porque consideran que pueden extraer un cierto provecho del mismo, aunque seamos muchos los que pensamos que, de existir, dicho provecho es, en el mejor de los casos, pan para hoy y hambre para mañana.
Llegados a este punto, intentemos proyectar los anteriores matices sobre la actualidad. No deja de llamar la atención que la izquierda, siempre tan proclive a buscar las causas de fondo, estructurales, de los problemas concretos que aparecen en la superficie de lo real, haya quedado enredada en esta ocasión en un planteamiento exclusivamente en términos de efectos, por más indeseables que estos puedan llegar a ser. Cuando lo más correcto sería sostener que nos estamos encontrando con la exasperación –por añadidura perversa– de toda una lógica profunda que veníamos arrastrando desde hace mucho, pero que no se ponía en cuestión en la medida en que a las partes implicadas no parecía irles del todo mal con ella. A las grandes empresas periodísticas porque no afectaba a su cuenta de resultados, a los profesionales porque autoatribuirse la condición de garantes de la democracia les permitía funcionar al margen de cualquier regulación (por lo visto, el mito de la autorregulación solo resultaba aceptable para ellos) y a las formaciones políticas porque todas las fuerzas mediáticas en presencia parecían bajo control.
Tomarse en serio que la información es un bien público implica que debería haber una política de Estado que (...) asumiera su gestión como una cuestión casi prepolítica
Este escenario ha saltado por los aires y corresponde una reflexión en profundidad acerca de cómo hemos llegado hasta aquí. Se puede aceptar que determinadas iniciativas políticas, intentando poner coto a los mayores desmanes informativos, siempre serán de utilidad, pero a sabiendas de que no dejarán de constituir parches. Tomarse en serio que la información es un bien público implica que debería haber una política de Estado que, precisamente porque entendiera que aquella no constituye un bien de consumo más, asumiera su gestión como una cuestión casi prepolítica, en el sentido de que entendiera irrenunciable la existencia de unos espacios de conocimiento que proporcionaran a los ciudadanos información veraz y opinión plural, de tal manera que estos dispusieran de los instrumentos para poder participar en la vida pública y tomar sus propias decisiones en las mejores condiciones. Nada tiene esto que ver con censuras, nacionalizaciones ni nada que se le pueda parecer. No estamos aludiendo a lo que los medios de comunicación privados deberían hacer. Nos estamos refiriendo, si acaso, a lo que los medios públicos llevan, escandalosamente, demasiado tiempo sin hacer.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado.
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