El blog del Foro Milicia y Democracia quiere ser un blog colectivo donde se planteen los temas de seguridad y defensa desde distintas perspectivas y abrirlos así a la participación y debate de los lectores. Está coordinado por Miguel López.
Bajas desiguales
La historia nos enseña que, desde la antigüedad, las guerras, de una forma u otra, atañen a los pueblos afectados por la contienda, a sus ciudadanos que son, en definitiva, voluntaria u obligatoriamente, quienes se dotan de elementos necesarios para afrontar dichos conflictos. Aunque existen matices en la forma en que los pueblos afrontaban las guerras a lo largo de la historia, en función de la forma de organización social, lo que es inherente a todas ellas es la destrucción y la muerte que conllevan.
Las guerras se plantean sopesando las capacidades que los contendientes tienen para imponerse al adversario mediante una superioridad que puede ser de medios (materiales y humanos), de ingenio, de estrategia y táctica o de una mezcla de estos en distintas proporciones, sin olvidarnos de otros factores como el económico o el político (la diplomacia) que pueden actuar en otro plano paralelo. Palos, piedras, caballos, lanzas, flechas, pólvora, arcabuces o carros de combate, son elementos materiales —herramientas— que han de ser utilizados por el componente principal y común en todos los conflictos: el combatiente; persona que en este contexto se convierte también en un mero medio en la ecuación contable. Y así es como las personas combatientes, los militares, son vistos y tratados durante la contienda.
Cuando se habla de las víctimas inocentes de una guerra, a continuación se cifran los muertos y heridos “civiles” mencionando en apartado distinto a los combatientes, estos ya no constan como víctimas inocentes. Solo hay que fijarse en los medios de comunicación y ver cómo dan las noticias y se aportan los datos diarios de una guerra. Pero, también, las disertaciones de los políticos o, incluso, estudios sociales o históricos marcan diferencias y en muchos casos mantienen la separación entre víctimas civiles (como daños colaterales) y bajas militares.
Cuando estalla una guerra entre naciones, los ejércitos son solo una parte más del entramado ofensivo/defensivo; la guerra no es un conflicto entre ejércitos, lo es entre pueblos. Un entramado defensivo tiene como punta de lanza al ejército, pero detrás se encuentra el entramado logístico de apoyo, fábricas, empresas, instituciones, administración, sociedad en general brindando medios, organización y apoyo moral, pero, sobre todo, con la firme determinación de un pueblo que desde su soberanía toma la decisión a través de sus representantes políticos. En la actualidad la población no puede abstraerse ni desentenderse intentando no ser parte de un conflicto llevado a las armas, por el mero hecho de tratarse de un acto cruento y despreciable. En todo caso la población puede ser tan víctima de otra nación agresora como de los propios dirigentes nacionales que la llevan al conflicto.
Podemos ver que a lo largo de la historia esta situación no siempre ha sido así. Aunque han existido diferentes periodos y distintas formas de darse estos conflictos, podemos generalizar que ha habido épocas donde los ejércitos no lo eran de los pueblos o naciones, sino de los jefes tribales o de los reyes, siendo el resto de la población ajena a los intereses y a las decisiones de quienes les gobernaban. En este contexto, han surgido voces que sí han puesto de manifiesto la humanidad y el respeto por la población no beligerante. Sun Tzu, en El arte de la Guerra, dice que un comandante procurará obtener la victoria sin hacer daño a los civiles enemigos y evitará utilizar la violencia sin necesidad. También, en otros pueblos, ya en épocas antes de Cristo, hay referencias a la protección de las “víctimas de la guerra”. Con la edad moderna y finalmente con el romanticismo, a los códigos antiguos de los enfrentamientos bélicos se les fueron sumando nuevas formas en función de las organizaciones sociales e influenciadas por las ideas de las corrientes de pensamiento. Muchos de los combates de los conflictos entre los estados emergentes de entonces se realizaron como si se tratara de meras competiciones entre ejércitos, dejando más al margen al resto de la población. Prácticamente se elegía el día, el lugar y la hora para la confrontación, y de su resultado llegaban las acciones políticas.
Hasta la actualidad se ha venido trasladando esa idea de dirimir un conflicto mediante el encuentro bélico de las distintas maquinarias defensivas/ofensivas intentando mantener al margen al resto de la población. Los Convenios de Ginebra y sus Protocolos han intentado establecer una regulación de la guerra manteniendo una protección para la población civil, en general, y para heridos civiles y militares (todo ello escrito en términos generales). Podríamos decir que se trata de un intento de humanizar la guerra; una entelequia; la única forma de humanizar la guerra es impedir su existencia.
La guerra no tiene encaje posible en un mundo donde queramos primar, por encima de todo, los derechos humanos, por eso es difícil introducir la razón en su siempre fallida regulación.
Desde los distintos enfoques con los que se abordan las guerras, en el tratamiento a las personas actualmente se mantiene esa dicotomía civil o militar, categorizándolas con distinto grado de importancia.
La guerra no tiene encaje posible en un mundo donde queramos primar, por encima de todo, los derechos humanos, por eso es difícil introducir la razón en su siempre fallida regulación.
Los militares, como parte de la población, tienen el cometido de interponer ante el resto de esa población su esfuerzo y su vida para evitar los males que acarrea una guerra; para defender por la fuerza los intereses del pueblo del que forman parte. Pero los militares, hombres y mujeres, son automáticamente reconvertidos de personas a meros instrumentos —cosas— para la consecución de un fin. En el ámbito de la guerra, los ejércitos se convierten en mecanismos de destrucción pues hay que acabar con todo aquello que se opone al objetivo consistente en dejar a una potencia —una nación— a merced de otra, y para que una persona pueda ser parte de ese mecanismo hay que atribuirle una categoría deshumanizada, pudiendo así legitimar, de alguna manera, el empleo y la actuación que de él se exige.
Es con esta forma de encasillar a las personas (militares) con la que políticos, instituciones, periodistas y, por tanto, opinión pública, muestran dos tipos distintos de bajas (muertos y heridos) durante el desarrollo de la guerra: civiles y militares. Las bajas de “civiles” se ven como daños colaterales, como víctimas indiscutibles, daños que hay que tratar de evitar pues se muestran como parte ajena a la contienda; las bajas de militares son lógicas pues se dispone que la guerra se realiza entre ejércitos, es más, que son los ejércitos quienes comienzan las hostilidades. Y así, el combatiente se convierte en material fungible que se puede reponer, pero solo las muertes de “civiles” son pérdidas irreemplazables de personas. La muerte de hombres y mujeres militares en la guerra de alguna forma se admite como algo irremediable y admisible; no entra en el cómputo de víctimas inocentes de la guerra.
Con esta situación deshumanizadora de un personal que, a la postre, realiza un gran sacrificio por la defensa de la sociedad a la que pertenece, se traza una terrible división desigualitaria de personas, “civiles y militares”, y con ello se perpetúa el tratamiento social y el régimen de reconocimiento y derechos que se les da.