Verso Libre
Los premios literarios
A Pedro Zerolo
Me lo contó un amigo sacerdote. Ocurrió en la capilla del tanatorio de Motril. Oficiaba un funeral solitario. La muerte había sorprendido en el sur de España a un hombre del norte mientras viajaba con su mujer por la costa de Andalucía. En la capilla sólo estaban la viuda, el féretro y el sacerdote. Sin el ropaje de la familia, los amigos y la cercanía de la tierra propia, la tristeza del funeral duplicaba el peso de la desolación sobre los bancos vacíos. Era un trámite solitario camino del crematorio, las cenizas, la carretera y el desamparo.
Antes de la última oración, el sacerdote pensó en hacer partícipe de la ceremonia a la viuda y le preguntó si quería decir algo. La mujer se levantó, se acercó al féretro y murmuró: “Aquí / no es diaria ni justa la existencia. / Bésame y resucita si es posible”. El nombre del poeta y las explicaciones de la cita literaria sorprendieron a mi amigo. Escribió para contármelo. Unos versos míos escritos en 1981 servían en el 2013 para que alguien habitase con sus recuerdos una capilla vacía y una oscuridad demasiado llena.
Hace algunos años, en la feria del libro de El Retiro, se acercaron a la caseta en la que firmaba un hombre moreno y un hombre rubio. Me pidieron que no escribiese la dedicatoria en la portada, sino en un poema titulado Aunque tú no lo sepas. Pregunté el motivo y me contaron su historia. Habían mantenido durante meses una relación de amistad sin que ninguno de los dos se atreviese a hablar de amor. El hombre moreno decidió un día dar el paso. Aprovechando que el hombre rubio salía de viaje hacia Alicante, lo acompañó a la estación de Atocha y le dio un sobre, pidiendo que no lo abriese hasta que el tren estuviera en marcha. Dentro del sobre había un poema que hablaba del amor callado, silencioso, el deseo que vive de un modo cotidiano encerrado en la imaginación por miedo a que la realidad se llene cristales rotos.
El hombre rubio se bajó en la primera estación, compró un billete de vuelta a Madrid y fue en busca de su amor. Pedro Zerolo casó a la pareja años más tarde. Unos versos de 1994 interrumpieron un viaje en 2001, sirvieron para cambiar las vías de una historia y fueron recitados en una boda en 2005. Las palabras de un libro pertenecen a los lectores tanto como a los autores. Los sueños de los luchadores se hacen realidad al convertirse en un patrimonio común de la gente.
Estoy ahora en Quito, en un festival de poesía. Un joven poeta ecuatoriano me confiesa una deuda. Mientras leía un poema mío en la biblioteca de la Universidad, una muchacha se sentó a su lado. Al cabo de unos minutos iniciaron una conversación tímida, ella preguntó qué estaba leyendo y él recitó el poema. Unas semanas después ella volvió a recitarle el poema, ahora en el oído, justo antes de darle el primer beso: “…date por muerto, amor; / es un atraco, / tus labios o la vida”.
Los amigos
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El único premio literario importante lo recibe un escritor cuando tiene la suerte de comprobar que forma parte de la educación sentimental, la memoria y la vida de sus lectores.
Uno escribe versos y hace ficción por amor a la verdad. No hay belleza poética que no responda a la verdad. No me refiero, claro está, a la Verdad de los dogmas y las afirmaciones absolutas. Se trata de una versión más modesta: el respeto a uno mismo, la necesidad de no mentir, de no mentirnos, de definir un lugar más allá del cinismo, un espacio en el que no tenga sentido el juego de la relatividad.
El verdadero premio literario acontece cuando esa verdad deja de ser sólo nuestra para configurarse en la vida de los otros, allí donde se cumplen los destinos personales del amor y la muerte. El tiempo pasa de forma irremediable y las palabras con las que intentamos contener la vida también están llamadas a arder. Es así y es triste. Pero todo se da por bien empleado si el fuego encendido sirve para dar calor.