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Crisis en la eurozona

Alemania en y con Europa

Caricatura del ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble.

Helmut Schmidt

Estimados amigos, damas y caballeros, Permítanme comenzar con una observación personal. Cuando Sigmar Gabriel, Frank-Walter Steinmeier y mi partido me solicitaron una nueva contribución, recordé gratamente que hace 65 años me encontraba, junto con mi esposa Loki, pintando de rodillas carteles de convocatoria del SPD en el distrito Neugraben de Hamburgo. Pero debo confesar que debido a mi edad, en lo que se refiere a cualquier política partidaria, me encuentro más allá del bien y del mal.

Desde hace largo rato, mis dos mayores intereses se centran en las tareas que debe enfrentar este país y en el rol de nuestra nación en el marco crucial de la integración europea.

Me alegro también de poder compartir este estrado con nuestro vecino Jens Stoltenberg de Noruega [primer ministro 2005-2013], que en medio de la profunda desgracia que ha sufrido su país, nos ha brindado a nosotros y a todos los europeos un brillante ejemplo de inquebrantable liderazgo constitucional, liberal y democrático.

Siendo ya un hombre bien viejo, uno piensa naturalmente en períodos extensos, tanto hacia atrás en la historia como hacia delante, en el ansiado futuro. No obstante, hace pocos días me encontré sin respuesta frente a una simple pregunta de Wolfgang Thierse [vicepresidente del Parlamento alemán 2005-2013]: ¿cuándo será Alemania por fin un país normal?

Mi respuesta fue que Alemania no será un país normal en el futuro próximo porque tenemos como obstáculo el único y descomunal peso de nuestra historia. Y además tenemos como escollo la posición central dominante, en lo económico y en lo geográfico, que Alemania ocupa en nuestro bien pequeño continente, con su multitud de Estados-nación diferentes.

Y así estoy ya en medio del complejo tema de mi disertación: Alemania en Europa, con Europa y para Europa.

Aun cuando en algunos de los cerca de 40 Estados-nación europeos la identidad nacional actual se desarrolló tardíamente –como en Italia, Grecia y Alemania–, una y otra vez se han producido por doquier guerras sangrientas.

Vista desde Europa central, la historia de este continente puede catalogarse como una infinita secuencia de luchas entre la periferia y el centro, y viceversa, entre el centro y la periferia. No obstante, el campo de batalla decisivo ha sido, siempre, el centro.

Cuando los gobernantes, los Estados o los pueblos de Europa central eran débiles, los vecinos de la periferia avanzaban hacia ese centro debilitado. La mayor destrucción y la mayor pérdida de vidas humanas, en términos relativos, se produjeron durante la primera Guerra de los Treinta Años, de 1618 a 1648, sostenida sobre todo en tierras alemanas.

En aquellos tiempos, Alemania no era más que un término geográfico, vagamente definido como el área de habla alemana. Luego vinieron los franceses bajo Luis XIV, y nuevamente bajo Napoleón. Los suecos no volvieron a aparecer. Los británicos y los rusos llegaron repetidas veces, la última vez bajo Stalin.

Cuando las dinastías o los Estados del centro de Europa eran poderosos –o cuando se sentían fuertes–, eran ellos los que incursionaban en la periferia. Lo mismo se puede decir de las Cruzadas, que también fueron campañas de conquista y no se dirigieron solamente a Asia Menor y Jerusalén, sino también a Prusia Oriental y a los tres actuales países bálticos.

En tiempos modernos se puede aplicar esta situación a la guerra contra Napoleón y a las tres guerras emprendidas por Bismarck en 1864, 1866 y 1870-1871. Y esto es válido sobre todo para la segunda Guerra de los Treinta Años, de 1914 a 1945. Es válido en particular para los avances de Hitler hasta el Polo Norte, el Cáucaso, la isla griega de Creta, el sur de Francia e incluso hasta Tobruk, cerca de la frontera entre Libia y Egipto. La catástrofe europea provocada por Alemania incluyó la catástrofe de los judíos europeos y la catástrofe del Estado nacional alemán.

Antes de eso, los polacos, las naciones bálticas, los checos, los eslovacos, los austríacos, los húngaros, los eslovenos y los croatas corrieron la misma suerte que los alemanes, en la medida en que todos sufrieron durante siglos por su ubicación geopolítica en el centro de este pequeño continente europeo. O dicho de otra manera: nosotros, los alemanes, hemos hecho sufrir repetidamente a otros debido a nuestra posición de poder en el centro.

Hoy en día, los conflictivos reclamos territoriales, los conflictos de lenguas y fronteras, que constituyeron en la primera mitad del siglo XX una cuestión muy importante para la identidad de las naciones, han perdido de hecho su relevancia, al menos para nosotros los alemanes.

Mientras que el conocimiento y la memoria de las guerras medievales han languidecido hace ya tiempo, tanto en la opinión pública como en las opiniones publicadas en los medios de las naciones europeas, la memoria de las dos guerras mundiales y de la ocupación alemana del siglo XX siguen teniendo una presencia dominante, aunque subyacente.

Para nosotros, alemanes, me parece decisivo que casi todos los vecinos de Alemania –así como prácticamente todos los judíos del mundo– recuerden el Holocausto y los hechos abominables que tuvieron lugar durante la ocupación alemana en los países de la periferia. Todavía no nos queda claro que, en casi todos nuestros países vecinos, existe un recelo latente contra los alemanes que tal vez persista durante generaciones.

También las generaciones venideras deberán vivir con esta carga histórica. Y las actuales no deben olvidar que ha sido la sospecha contra Alemania y su futuro desarrollo lo que allanó el camino hacia el comienzo de la integración europea en 1950.

Churchill tenía en mente dos motivos cuando en su gran discurso de 1946 en Zurich convocó a los franceses a congraciarse con los alemanes y fundar con ellos los Estados Unidos de Europa. El primero era la defensa común frente a la amenaza de la Unión Soviética que se percibía entonces, y el segundo, la integración de Alemania en una amplia alianza occidental. Churchill vio con antelación que Alemania volvería a ser poderosa.

Cuando en 1950, cuatro años después del discurso de Churchill, Robert Schuman y Jean Monnet presentaron el Plan Schuman para una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, lo hicieron por el mismo motivo: para reintegrar a Alemania. Por el mismo motivo Charles de Gaulle, diez años más tarde, le extendió una mano reconciliadora a Konrad Adenauer.

Todos estos hechos se debieron a una toma de conciencia realista que consideraba la temida posibilidad de que Alemania retomara su poderío en el futuro. No fue el idealismo de Víctor Hugo, quien llamó a la unificación de Europa en 1849, ni ningún otro idealismo lo que estuvo detrás de los comienzos de la integración europea, en aquel momento restringida a Europa occidental, entre 1950 y 1952. Los líderes de aquellos tiempos en Europa y América del Norte (menciono a George Marshall, Eisenhower, también a Kennedy, pero por sobre todo a Churchill, Jean Monnet, Adenauer y De Gaulle, y también a De Gasperi y Henri Spaak) no estaban motivados por ningún idealismo, sino por su conocimiento de la historia europea. Obraron con una visión realista, por la necesidad de impedir la continuación de la lucha entre los países de la periferia y Alemania, en el centro. Quien no comprenda este fundamento de la integración europea, que aún hoy es clave, carecerá de un elemento insoslayable para la solución de la extremadamente peligrosa crisis europea actual.

Cuanto más creció la República Federal de Alemania en peso económico, militar y político durante los años 1960, 1970 y 1980, más creció a ojos de los líderes de Europa occidental la necesidad de preservar la integración regional como reaseguro contra la tendencia alemana a dejarse seducir por su propio poder. La resistencia inicial frente a la reunificación de las dos Alemanias de la posguerra manifestada por Margaret Thatcher, Mitterrand y Andreotti en 1989-1990 se basaba sin duda en el temor a una Alemania poderosa, ubicada en el centro de este pequeño continente europeo.

Me permito hacer una pequeña digresión en este punto. He escuchado a Jean Monnet cuando participé en el trabajo de su comité "Pour les États-Unis d'Europe" (Por los Estados Unidos de Europa). Eso fue en 1955. Para mí Monnet es uno de los franceses con mayor visión de futuro que haya conocido, también por su idea de proceder gradualmente en la cuestión de la integración europea.

Desde entonces devine en partidario, y permanezco como tal, de la integración europea, de la inclusión de Alemania en Europa en función de los intereses estratégicos de la nación alemana y no por idealismo. (Esto me ha llevado a una controversia con Kurt Schumacher, un jefe partidario a quien yo he tenido en gran consideración. Para él esta disputa era insignificante pero para mí, un ex soldado de 30 años que había regresado de la guerra, era una cuestión sumamente seria.) Esta posición me llevó en los años 50 a sostener los planes del entonces ministro polaco de Relaciones Exteriores Adam Rapacki.

A principio de los años 60 escribí un libro contra la estrategia oficial occidental de represalia nuclear con la que la OTAN amenazaba a la poderosa Unión Soviética, y en la cual estábamos y aún permanecemos integrados.

La Unión Europea es necesaria. En los años 60 y principios de los 70, De Gaulle y Pompidou continuaron el proceso de integración europea, pero no porque quisieran integrar a toda costa a su propio Estado, sino para integrar a Alemania. Posteriormente, el buen entendimiento que teníamos con Giscard d'Estaing condujo a un período de cooperación franco-alemana y de continuación de la integración europea, etapa que tras la primavera de 1990 fue exitosamente proseguida por Mitterrand y Kohl.

Entre 1950-1952 y 1991 la Comunidad Europea creció gradualmente y pasó de incluir seis Estados miembros a tener doce. Gracias a un intenso trabajo preparatorio llevado a cabo por Jacques Delors (entonces presidente de la Comisión Europea), Mitterrand y Kohl lanzaron en 1991 en Maastricht la moneda común –el euro–, implementada diez años más tarde, en 2001. Aquí también subyacía la preocupación francesa frente a una Alemania demasiado fuerte, o mejor dicho, frente a un marco alemán demasiado fuerte.

Entre tanto, el euro se ha convertido en la segunda moneda más importante de la economía mundial. Esta moneda europea, tanto interna como externamente, ha sido hasta hoy más estable que el dólar americano y más estable que el marco alemán en los últimos diez años de su existencia. Todo lo dicho y escrito sobre la supuesta "crisis del euro" no es más que insensata palabrería de los medios de comunicación, los periodistas y los políticos. El mundo ha cambiado drásticamente desde Maastricht, en 1991/1992.

Hemos asistido a la liberación de los países de Europa del Este y a la implosión de la Unión Soviética. Presenciamos el fenomenal ascenso de China, India, Brasil y otros "países emergentes", que en el pasado fueran denominados en general "Tercer Mundo". Al mismo tiempo, las economías reales de gran parte del mundo se han "globalizado"; en concreto, casi todos los países del mundo dependen uno del otro. Pero sobre todo, los actores de los mercados financieros globalizados han adquirido un poder que, hoy por hoy, está por completo fuera de control.

Simultáneamente, la población mundial ha crecido vertiginosamente, en forma casi inadvertida, hasta alcanzar los 7.000 millones de personas. Cuando nací, había apenas 2.000 millones de personas. Todos estos enormes cambios han causado un tremendo impacto sobe los pueblos europeos, sus países y su bienestar. Por otro lado, todas las naciones europeas envejecen y su población disminuye. Para la mitad del siglo XXI probablemente vivan 9.000 millones de personas en la Tierra, mientras que las naciones europeas en conjunto comprenderán un 7% de esta cantidad. ¡7% de 9.000 millones! Durante más de dos siglos, hasta el año 1950, los europeos sumaban más del 20% de la población mundial. Pero desde hace 50 años han decrecido, no solo en números absolutos, sino sobre todo en comparación con Asia, África y Latinoamérica.

También disminuye la participación de los europeos en el producto bruto mundial, es decir que el valor agregado se está achicando. Este caerá para 2050 al 10%; en 1950 alcanzaba alrededor del 30%. Cada una de las naciones europeas será para 2050 apenas una fracción del 1% de la población mundial. En otras palabras, si nosotros, los europeos, queremos tener la esperanza de mantener alguna relevancia en el mundo, solamente podremos hacerlo juntos. Porque como Estados individuales –ya sea Francia, Italia, Alemania, Polonia, Holanda, Dinamarca o Grecia–, finalmente ni siquiera seremos medidos en porcentajes, sino en partes de por mil.

Es por esto que las naciones europeas tienen interés en lograr una estrategia a largo plazo para una mutua integración. Ese interés estratégico en la integración europea tendrá una importancia creciente. Hasta el momento, las naciones no han tomado gran conciencia de este factor; sus gobiernos no las han concienciado.

Si la Unión Europea, en las décadas por venir, no se asegura una capacidad para obrar en conjunto –aunque sea limitada–, no se puede descartar la automarginación de los países europeos y de la civilización europea. Si esto ocurre, tampoco puede descartarse un resurgimiento de la competencia y de las luchas por el prestigio entre los países de Europa. En semejante situación, la integración de Alemania difícilmente podría funcionar. El viejo juego entre centro y periferia podría volverse nuevamente realidad.

El proceso global de ilustración, de difusión de los derechos y la dignidad de los individuos, de la constitucionalidad y la democratización, dejaría de recibir un impulso efectivo por parte de Europa. Desde este punto de vista, la Comunidad Europea se convierte en una necesidad vital para los Estados-nación de nuestro viejo continente. Esta necesidad va más allá de los motivos de Churchill y De Gaulle. Va también más allá de los motivos de Monnet y de Adenauer. Traza hoy en día un arco por sobre los motivos de Ernst Reuter, Fritz Erler, Willy Brandt y también Helmut Kohl. Y agrego: aquí ciertamente se trata aún de la integración de Alemania. Por eso es que nosotros, los alemanes, debemos tener en claro cuál es nuestra tarea, nuestro rol en el marco de la integración europea.

Alemania necesita continuidad y confiabilidad. Si, a fines de 2011, observamos a Alemania desde la distancia, con los ojos de nuestros vecinos cercanos y más lejanos, vemos que desde hace una década el país genera malestar y, más recientemente, preocupación política. En los últimos años han surgido considerables dudas sobre la constancia de la política alemana. La confianza depositada en la confiabilidad de la política alemana se ha deteriorado. Estas dudas y preocupaciones son resultado de errores en la política exterior de nuestros políticos y gobiernos. Por otra parte, se deben al poderío económico de la Alemania reunificada, que tomó al mundo por sorpresa.

A partir de los años 70, cuando Alemania estaba aún dividida, nuestra economía se convirtió en la mayor de Europa. Es hoy en día, en términos tecnológicos, financieros y sociales, una de las economías más productivas del mundo. Nuestro poderío económico y una paz social que se ha mantenido comparativamente muy estable durante décadas, han provocado envidia, sobre todo debido a que nuestro índice de desempleo y nuestra tasa de endeudamiento están muy por debajo de la norma internacional.

Sin embargo, no nos queda suficientemente claro que nuestra economía no sólo está integrada en gran medida al Mercado Común Europeo, sino que está globalizada en alto grado y depende, en consecuencia, de las condiciones del mercado internacional. Veremos que en el próximo año las exportaciones alemanas no crecerán particularmente.

Al mismo tiempo, se ha producido un desarrollo no deseado, concretamente un enorme y persistente superávit de la balanza comercial y de la balanza de pagos. Desde hace años, estos superávits representan alrededor de 5% de nuestro producto bruto nacional. Son similares a los superávits de China. No somos conscientes de este hecho debido a que los superávits ya no se expresan en marcos alemanes sino en euros. Pero es necesario que nuestros políticos tomen conciencia de esta situación.

En realidad, todos nuestros superávit son déficits de otros países. Nuestras exigencias a los demás son sus deudas. Se trata de una enojosa violación del "equilibrio del comercio exterior" que alguna vez elevamos al estatus de ideal legal. Es una violación que debe intranquilizar a nuestros socios.

Recientemente se han elevado voces, en su mayoría estadounidenses –aunque han llegado de muchas otras partes–, para exigir a Alemania que asuma un liderazgo europeo. Todos estos factores provocan en nuestros vecinos un enojo adicional y, además, despiertan malos recuerdos.

Este desarrollo económico y la simultánea crisis de la capacidad operativa de las instituciones de la Unión Europea han arrastrado a Alemania nuevamente a desempeñar un rol central. La canciller (Angela Merkel) ha aceptado de buena gana este rol, junto con el presidente francés. En varias capitales europeas y en los medios de algunos de nuestros países vecinos existe una creciente y renovada preocupación por la dominación alemana. Esta vez, la cuestión no pasa por que Alemania tenga un poder militar o político excesivamente fuerte, sino por haberse convertido en un centro económico excesivamente poderoso.

En este punto, es necesario hacer una advertencia seria pero cuidadosa y considerada a los políticos alemanes, a los medios y a la opinión pública. Si los alemanes nos dejamos tentar, sustentados por nuestro poderío económico, por el reclamo de asumir un rol de liderazgo en Europa, o al menos jugar un rol de primus inter pares, una mayoría creciente de nuestros vecinos se opondrá efectivamente. El recelo de los países de la periferia hacia un centro europeo fuerte regresará muy rápido. Las posibles consecuencias de semejante desarrollo paralizarían a la Unión Europea, y Alemania caería en el aislamiento.

La República Federal de Alemania es un país muy grande, con una economía muy competitiva, que precisa estar integrada a Europa –entre otras cosas, para protegerse de sí misma. Es por eso que desde 1992 –desde los tiempos de Helmut Kohl– el artículo 23 de la Constitución alemana nos obliga a colaborar "...en el desarrollo de la Unión Europea". El artículo 23 también nos obliga, como parte de esta colaboración, a prestar atención al "principio de subsidiariedad". La actual crisis de capacidad operativa de las instituciones de la Unión Europea no cambia estos principios de ninguna manera.

Nuestra posición geopolítica central, el desdichado rol que hemos protagonizado en la historia europea hasta la mitad del siglo XX y la poderosa economía que hoy poseemos requieren, por parte de todo gobierno alemán, de un alto grado de sensibilidad en cuanto a los intereses de nuestros socios de la Unión Europea. Y nuestra disposición a ayudar es indispensable.

El gran trabajo de reconstrucción que nosotros, los alemanes, hemos llevado a cabo en las últimas seis décadas no lo hubiéramos podido realizar solos y con nuestro propio esfuerzo. No hubiera sido posible sin la ayuda de las victoriosas potencias occidentales, sin nuestra integración en la Comunidad Europea y en la Alianza Atlántica, sin la asistencia de nuestros vecinos, sin el despertar político en el este de Europa Central y sin el fin de la dictadura comunista. Los alemanes tenemos razones para estar agradecidos. Al mismo tiempo, tenemos precisamente la obligación de honrar la solidaridad recibida ejerciendo solidaridad con nuestros vecinos.

Por el contrario, aspirar a desempeñar un papel propio en la arena política internacional y a poseer un prestigio político global sería bastante improductivo, y probablemente hasta dañino. En todo caso, es insoslayable sostener la estrecha colaboración con Francia y Polonia y con todos nuestros vecinos y socios en Europa.

Estoy convencido de que es de capital importancia para nuestros intereses estratégicos de largo plazo que Alemania no caiga en el aislamiento, ni se deje llevar a él. Un aislamiento dentro de Occidente sería peligroso. Un aislamiento dentro de la Unión Europea o de la Eurozona sería extremadamente peligroso. Para mí, este interés de Alemania ocupa un lugar de mucha más importancia que cualquier interés táctico de los partidos políticos. Los políticos y los medios alemanes tienen la obligación y el deber de transmitir persistentemente este mensaje a la opinión pública.

Ahora, podría darse el caso de que alguien diera a entender, tal como ha ocurrido recientemente, que de ahora en adelante en Europa se hablará en alemán; que un ministro de Relaciones Exteriores alemán opine que lucidas apariciones televisivas en Trípoli, El Cairo o Kabul son más importantes que los contactos políticos con Lisboa, Madrid, Varsovia o Praga, o con Dublín, La Haya, Copenhague y Helsinki; o que otro opine que se debe evitar una transferencia de la Union europea. Todas estas no son más que bravuconadas perniciosas.

Es un hecho que Alemania es, desde hace décadas, un contribuyente neto. Nos lo podemos permitir y lo hemos hecho desde los tiempos de Adenauer. Y por supuesto que Grecia, Portugal o Irlanda han sido siempre receptores netos. Puede que hoy en día la clase política alemana no tenga suficiente conciencia de esta solidaridad. Antaño era algo sobrentendido. Igualmente sobrentendido -porque además figura en el Tratado de Lisboa como obligación- es el principio de subsidiariedad: la Unión Europea debe hacerse cargo de lo que un Estado no puede regular o manejar por sí mismo.

A partir del Plan Schuman, Konrad Adenauer, siguiendo su correcto instinto político y contra la resistencia de Kurt Schumacher y luego de Ludwig Erhard, accedió a las ofertas de los franceses. Adenauer evaluó correctamente los intereses estratégicos alemanes a largo plazo, a pesar de que en aquel entonces Alemania todavía estaba dividida. Todos los sucesores de Adenauer, Brandt, Schmidt, Kohl y Schröder han continuado con su política de integración.

Ninguna táctica política, sea de corto plazo, de política interna o de política exterior, ha puesto en duda jamás los intereses estratégicos a largo plazo de los alemanes. Por eso, desde hace décadas nuestros vecinos y socios han confiado en la continuidad de la política europea alemana, al margen de todos los cambios de gobierno. Esta continuidad debe necesariamente sostenerse en el futuro.

La situación actual de la Unión Europea reclama una acción vigorosa

. La existencia de aportes conceptuales alemanes es algo que siempre se dio por sentado, y en el futuro debería permanecer igual. Sin embargo, no deberíamos anticiparnos al futuro distante. Los hechos, errores y omisiones del Tratado de Maastricht firmado hace veinte años se pudieron ajustar solo parcialmente mediante correcciones al acuerdo. Las propuestas actuales para introducir cambios en el Tratado de Lisboa serán a mi juicio de poca ayuda en el futuro inmediato, considerando las dificultades experimentadas en el momento de la ratificación por parte de los Estados asociados y los resultados negativos de los referendos.

En consecuencia, coincido con el presidente italiano, Giorgio Napolitano, cuando en su destacado discurso del pasado mes de octubre nos solicitó concentrarnos en lo que es preciso hacer ahora mismo. Y debemos agotar las posibilidades brindadas por el actual Tratado de la Unión Europea, particularmente en lo relativo al ajuste del presupuesto y el fortalecimiento de la política económica en la Eurozona.

La actual crisis que está afectando a la capacidad de acción de los organismos de la Unión Europea creados en Lisboa no debe prolongarse por años. A excepción del Banco Central Europeo, las instituciones –el Parlamento Europeo, el Consejo Europeo, la Comisión Europea en Bruselas y el Consejo de Ministros– han provisto muy poca asistencia efectiva desde la superación de la severa crisis bancaria de 2008, y especialmente en la subsiguiente crisis de deuda soberana.

No existe panacea alguna para superar la actual crisis de liderazgo de la Unión Europea. Será necesario dar varios pasos, algunos simultáneos, otros consecutivos. Esto requerirá no solo capacidad de criterio y de acción, sino también paciencia. Los aportes conceptuales alemanes no deben restringirse a ser meros eslóganes. No deberían ventilarse en la televisión, sino ser discutidos en el ámbito confidencial de los comités de las instituciones de la Unión Europea. En esta discusión, nosotros, los alemanes, no debemos permitirnos presentar nuestro sistema económico o social, nuestro sistema federal y tampoco nuestros sistemas financieros y presupuestarios como la norma o el modelo por seguir para nuestros socios europeos. En cambio, deberían presentarse apenas como una posibilidad más entre muchas otras propuestas.

La responsabilidad por lo que Alemania haga o no haga hoy nos atañe a todos, por las consecuencias que tendrá para Europa a futuro. Para esto precisamos de sentido común europeo. Pero no precisamos sólo sentido común, sino también un corazón solidario hacia nuestros vecinos y socios. En un punto importante estoy de acuerdo con Jürgen Habermas, quien recientemente dijo –y cito–: "Por primera vez en la historia de la Unión Europea, estamos experimentando realmente una desarticulación de la democracia".

Ciertamente, no solo el Consejo Europeo sino también su presidente y la Comisión Europea, así como los diversos Consejos de Ministros de toda la burocracia de Bruselas han dejado de lado la democracia. Cuando se realizaron por primera vez las elecciones generales en el Parlamento Europeo, sucumbí a la ilusión de pensar que el Parlamento se transformaría en una institución de peso por sí misma. En realidad, hasta aquí no ha ejercido ninguna influencia perceptible en el manejo de la crisis, dado que sus consultas y decisiones no han tenido impacto público alguno.

Por lo tanto, permítanme hacer un llamamiento a Martin Schulz: ya es hora de que usted y sus colegas parlamentarios –demócrata-cristianos, socialdemócratas, liberales y verdes– actúen en conjunto para hacer oír sus voces en público y sin medias tintas. Probablemente el mejor campo para que el Parlamento Europeo haga este precalentamiento sea el del control de los bancos, las bolsas y sus instrumentos financieros, que ha sido totalmente inadecuado desde la reunión del G-20 en 2008.

De hecho, varios miles de financistas en Estados Unidos y en Europa, más una gran cantidad de agencias de medición de rating, han tomado como rehenes a los gobiernos políticamente responsables de Europa. Es poco probable que Barack Obama haga algo al respecto. Lo mismo se puede decir del gobierno británico. Efectivamente, en 2008-2009, gobiernos del mundo entero han rescatado a los bancos con garantías y con el dinero de sus contribuyentes. Sin embargo, desde 2010 este rebaño de gerentes financieros, muy inteligentes y con tendencia a la psicosis, ha retomado su juego habitual de ganancias y bonificaciones. Este es un juego de azar que va en detrimento de todos aquellos que no juegan y que, ya en los 90, Marion Dönhoff y yo criticamos como algo extremadamente peligroso.

Si nadie está dispuesto a actuar, entonces deben hacerlo los miembros de la Eurozona. Para eso pueden respaldarse en el artículo 20 del Tratado de Lisboa de la Unión Europea, donde está expresamente previsto que Estados-miembros individuales de la Unión Europea o varios Estados juntos pueden "instaurar entre sí una cooperación reforzada". En todo caso, los países miembros de la unión monetaria del euro deberían trabajar juntos para imponer una regulación radical sobre el funcionamiento del mercado financiero común en la Eurozona. Estas reglamentaciones deberían abarcar, por un lado, una división de los bancos entre los comerciales normales y los de inversión y la banca en las sombras; por otro lado, la prohibición de venta a corto plazo de títulos a futuro, la prohibición de operar con derivados si no son aprobados por la respectiva autoridad bursátil, e incluso la efectiva restricción de las operaciones, al momento no supervisadas, de las agencias de medición de rating en la Eurozona.

Damas y caballeros: no les quiero agobiar con más detalles. Obviamente, el lobby globalizado de los bancos removerá nuevamente cielo y tierra para impedir esta situación. No en vano ha desarticulado todos los intentos de regulación efectiva. Ha hecho posible deliberadamente una situación en la que su rebaño de operadores ha llevado a los gobiernos europeos al aprieto de tener que inventar constantemente nuevos "paquetes de rescate" –y a extenderlos mediante "apalancamientos"–. Ya es tiempo de oponerse a esto. Si los europeos tienen el valor y la fuerza para implementar una regulación radical del sistema financiero, entonces tendremos la posibilidad de convertirnos en una zona de estabilidad en el mediano plazo.

Si fallamos, lo que sucederá es que la influencia de Europa continuará declinando, y el mundo se dirigirá hacia un duunvirato entre Washington y Beijing.

Todos estos pasos pensados y enunciados más arriba serán indudablemente necesarios para la Eurozona en el futuro inmediato. E incluyen el fondo de rescate, el coeficiente de apalancamiento y su control, una política común económica y fiscal, así como también una serie de reformas impositivas, del gasto, sociales y del mercado laboral en los respectivos países. También es inevitable asumir una deuda común. Nosotros, los alemanes, no debemos oponernos a esto por razones nacionales egoístas.

Asimismo debemos evitar propagar una política deflacionaria extrema hacia toda Europa. Por el contrario: Jacques Delors está en lo cierto al insistir en que, al equilibrar los presupuestos, se deben introducir y financiar proyectos para promover el crecimiento. Ningún país puede consolidar su presupuesto sin crecimiento y sin crear nuevos puestos de trabajo. Aquellos que creen que Europa se puede recuperar solo por medio de ahorros presupuestarios deberían estudiar los nefastos efectos de la política deflacionaria de Heinrich Brüning en 1930-1932. Provocó una depresión y niveles intolerables de desempleo, y allanó así el camino hacia la caída de la primera democracia alemana.

A mis amigos. Para terminar, queridos amigos, permítanme decir que realmente no hace falta predicar la solidaridad internacional a los socialdemócratas. Los socialdemócratas alemanes son internacionalistas desde hace un siglo y medio; y lo han sido en mayor medida que generaciones de liberales, conservadores o nacionalistas alemanes.

Nosotros, los socialdemócratas, hemos sostenido la causa de la libertad y de la dignidad humana. Hemos sostenido la democracia parlamentaria representativa. Estos valores fundamentales nos obligan hoy a ejercer activamente la solidaridad europea. Indudablemente, en este siglo XXI, Europa seguirá estando conformada por Estados-nación, cada uno con su propia lengua e historia. Es por esto que, en última instancia, Europa nunca se convertirá en un Estado federal.

Sin embargo, no debe simplemente rebajarse al estatus de mera confederación. La Unión Europea debe seguir siendo una alianza de desarrollo dinámico, como no hay parangón en toda la historia de la humanidad.

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Nosotros, los socialdemócratas, debemos contribuir a la conformación y evolución gradual de esta alianza. A medida que envejecemos, crece nuestra predisposición a pensar en períodos de largo alcance. Como hombre ya viejo, aún adscribo a los tres valores fundamentales del Programa de Godesberg: libertad, justicia y solidaridad.

Pienso que hoy en día, la justicia también requiere, por encima de todo, de la igualdad de oportunidades para los niños, para los escolares y para la gente joven en general. Cuando miro hacia atrás, hacia 1945 o hacia 1933 –cuando apenas había cumplido 14 años–, el progreso alcanzado desde entonces se me presenta como algo casi increíble. El progreso que los europeos alcanzaron desde el Plan Marshall de 1948 y el Plan Schuman de 1950; el progreso alcanzado gracias a Lech Walesa y a Solidaridad, a Vaclav Havel y la Carta 77, a aquellos alemanes de Leipzig y de Berlín a partir de los grandes cambios políticos de 1989-1991.

Casi toda Europa goza, hoy en día, de derechos humanos y de paz. Es algo que nunca hubiéramos imaginado en 1918, en 1933 o en 1945. Trabajemos y luchemos, por lo tanto, para que esta Unión Europea –históricamente única– resurja de su actual debilidad inalterable y segura de sí misma.

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