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Volver a empezar

Ramón Soriano Cebrián

Leemos con asombro, que no con sorpresa, que Bankia intenta exculpar a un buen número de los imputados por el uso fraudulento de las tarjetas negras, entre ellos como no al ínclito Blesa. El argumento esgrimido para ello es de lo más llamativo: que Bankia no se siente perjudicada ya que la mayoría del mal uso se llevo a cabo cuando la entidad no existía todavía por lo que el perjudicado sería Caja Madrid y no su sucesora. Según ellos, desaparecido el daño, decae el delito.

El argumento movería a risa si no estuviésemos hablando de un presunto fraude de 15,25 millones de euros, cometido por los directivos de una entidad que esos mismos sujetos gestionaron tan eficientemente que precisó de más de 46.000 millones de euros en ayudas públicas para sacarla del pozo al que la habían precipitado. Y es ahí donde flaquea el argumento: si hay algún perjudicado en toda esta historia no es Bankia, es la totalidad de la población de este país.

Aquí no se trata de que se pretenda exculpar a quien en lugar de favorecer el crédito, haya preferido gastarse los fondos del banco en locales de alterne, o a quienes hacían la higa a miles de preferentistas arruinados, mientras se iban de safari con su dinero. Aquí lo que se pretende, una vez más, es burlarse impunemente de todo el mundo.

No se pueden convertir estas maquinaciones en un delito privado en el que si el ofendido disculpa, no hay pena. Estamos hablando de un delito público en el que se ha perjudicado a toda la sociedad. Y ello es así por dos razones: la primera por los ya mencionados cuarenta y seis mil millones que han salido del bolsillo de todos, y en segundo, porque se atenta contra el principio de honradez en el manejo de fondos públicos.

No hay que olvidar que los usuarios de las tarjetas negras las tenían por ser miembros de un consejo de administración no por su valía, sino elegidos por partidos, sindicatos o entidades que se financian con fondos públicos, y que hoy es un clamor social la exigencia de que aquellos que son elegidos por los votos ciudadanos sean, ante todo, honrados (no hay que ir muy lejos, basta con ver el castigo que la corrupción ha sufrido en las últimas elecciones). Al otorgar el voto, se establece un contrato tácito entre ciudadano y elegidos basado en la confianza de que quien debe gestionar la vida pública lo va a hacer con integridad, honradez y servicio al interés general. Si esa confianza se defrauda falla uno de los pilares fundamentales del estado democrático, ya que se pone en cuestión un elemento esencial del mismo como es la representatividad.

Si el Código Penal cumple la función de prevenir y castigar los atentados a eso que los teóricos llaman bienes jurídicos de especial relevancia social (la vida, la integridad, la propiedad privada...), urge que entre ellos, y al mismo nivel, se considere la defraudación y el mal uso de fondos públicos obtenidos directa o indirectamente, y sin necesidad de que existan o no perjudicados. Poco camino se habrá andado si se permite que éstas y otras tantas conductas similares que están en los tribunales queden impunes. Tendremos que volver a empezar.

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Ramón Soriano Cebrían es socio de infoLibre

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