Los diablos azules
La intimidad como cactus
El asesinato de Federico García Lorca. Oscar Wilde escondiéndose tras la máscara de Sebastian Melmoth. Anna Ajmátova frente a la prisión de San Petersburgo donde estaba encarcelado su hijo. La locura de Hölderlin. El alcoholismo de Raymond Carver. La relación incestuosa de Georg Trakl con su hermana Grete. Rimbaud y Verlaine, pájaros en la noche. Ezra Pound recluido en el hospital psiquiátrico de St. Elizabeth. El suicidio de Anne Sexton. También el de Sylvia Plath. O el de Alejandra Pizarnik… No sé hasta qué punto somos dueños de nuestra biografía. Pero es evidente que ninguno de estos datos tendría relevancia alguna si no se acompañara de libros como Poeta en Nueva York, Réquiem, Una temporada en el infierno o Ariel.
Maryann Burk fue la primera esposa de Carver. Así son las cosas relata aquellos años. Más de dos décadas. En noviembre de 1977, durante un congreso en Dallas, una mujer le regaló al autor del por entonces reciente ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? una rosa amarilla en mitad de su lectura. Y eso que aún no había escrito su extraordinario relato sobre Chéjov. Fue en aquel congreso donde conoció a Richard Ford, y también a Tess Gallagher. Ella ya había publicado el memorable poema que le dedica a Anna Ajmátova: “Tú que viviste en tu dolor hasta que le creció / su propio rostro (…) Siéntate conmigo. / Nadie se ha ido; nadie regresa”. Quiero decir con esto que, si bien es cierto que Tess Gallagher iba a terminar casándose con Carver, no es menos cierto que ella ya era una destacada poeta antes de conocerle. Y lo continuaría siendo después.
Por eso no me parece del todo justo que la primera de sus obras que llegó traducida a las librerías españolas fuese El puente que cruza la luna, escrita tras el fallecimiento de su marido. Y que después viniera un volumen en torno a su relación con él: Carver y yo. Y en tercer lugar un libro de relatos –El amante de los caballos– en cuya contracubierta se destaca no sólo su vínculo con Ray, así le llamaba ella, sino incluso que fuese este quien “la animó a escribir ficción en prosa”. Cosas del marketing, supongo. Lo que no quita que el poemario publicado por la editorial Bartleby sea un libro muy recomendable, con textos como “Habitación infinita”: “Dime otra vez que esto sólo va a durar / lo que dure. Quiero ser / frágil y verdadera, como quien prolonga / el momento con su muerte intacta, / con su corazón, demasiado sabio, / limpio de los desechos que llamamos esperanza”.
Por todo ello, celebro que la editorial Trea –que en su catálogo incluye a otros autores norteamericanos realmente interesantes, como Theodore Roethke o Robert Hass– haya publicado Amplitud, una selección que abarca cuatro de sus libros: Instructions to the Double, Under Stars, Willingly, New Poems. Los dos primeros, anteriores a Carver. Y en los que ya empezaba a definir ese estilo que varios críticos han etiquetado de “lirismo narrativo”. No en vano llama la atención su capacidad para contar historias dentro de un poema. Por ejemplo: la de aquella anciana que, valiéndose de su andador, entra en el jardín de la casa alquilada en la que vive la protagonista de “Unos con alas, otros con crines”. Es la nueva vecina: “Se llama Dolly, como una yegua de carga / que conocí en Missouri, y ha sobrevivido / a una hermana muerta de la misma enfermedad”. Y unos versos más tarde “me entero de la muerte / de su única hija, conozco a su marido, / al que le gustan los huevos y los dulces, y habla poco. / Soy la última de mi familia, dice”. Es un cuento que supera al propio cuento. O, quizá mejor, un poema que paradójicamente va más allá de la anécdota a través de la anécdota y de los detalles que la conforman.
Quizá mi texto preferido sea aquel en el que una pareja de amantes se detiene a escuchar a una mujer que recita un poema en público. Y se abrazan. El abrazo es “como una estrella variable que despide / luz para sentirse cómoda, luego / se apaga”. De repente un extraño se acerca y le pregunta a él si puede recibir también un abrazo de ella: “¿Me puede dar a mí uno de esos?”. Él dice que sí. Ella se sorprende de que no le diga “que soy tuya, sólo / tuya, etc. (…) Amor –de esos estamos hablando–, amor / que te sujeta con un sólo / para mí y resiste”. Y entonces ella abraza al extraño y él le devuelve el abrazo “de forma tan tierna, tan verdadera” que se quedan así, detenidos en el tiempo. Hasta el punto de que ella empieza a pensar en “la huella / de planeta que el botón de su abrigo / dejará sobre mi mejilla”. Detalles, sí. Pero es a través de esos detalles sencillos, cotidianos, auténticos que sus historias y personajes se cargan de fuerza expresiva. A la manera de Bruce Davidson, maestro entre los maestros de la fotografía íntima.
De hecho, al leer el artículo de Carlos Gollonet sobre Bruce Davidson que se incluye en el catálogo publicado por la Fundación Mapfre –alguien debería reconocer ya su importante labor de impulso a la fotografía en nuestro país– he pensado inmediatamente en Tess Gallagher. Destaca el comisario de la exposición, que hasta no hace mucho podía verse primero en Barcelona y luego en Madrid, la “atención al detalle y su mirada poética, que no cae nunca en excesos sentimentales moralistas o compasivos, su obra empieza a ser reflejo de un compromiso ético ante las duras realidades y los entornos precarios y vulnerables en los que se desenvuelve la existencia cotidiana de las personas fotografiadas”. Y ya no sé si Gollonet está hablando de la vecina con andador, del poema “Mi madre recuerda que fue hermosa” o de la icónica serie de imágenes que Bruce Davidson realizó de Jimmy Armstrong, el enano payaso que además de arrancar sonrisas a los niños era el chico para todo del circo Clyde Beatty. Imágenes como aquella en la que Jimmy está sentado en una cafetería, comiéndose un sándwich, mientras las personas que están en la mesa de al lado le observan con la misma curiosidad que le observamos nosotros. Aunque él no se da cuenta. Su expresión es triste. A veces me parece que tiene la mirada perdida. Otras, que está contemplando el jarrón y las flores que hay en su mesa, consciente de que la belleza no está al alcance de todos.
Cabe señalar que Davidson se ganó la confianza y el acceso a la vida de cada una de las personas que retrató. Ya fuese su amigo Jimmy Armstrong o el líder de una banda callejera de Brooklyn que inmortalizó para Esquire, o cualquiera de las personas del Spanish Harlem de Nueva York, donde se mezcló con la gente, hizo y repartió fotografías de forma gratuita entre los vecinos e incluso asistió a varias reuniones de la comunidad. Los niños de East 100th Street le llamaban “el hombre de las fotos”. Era uno más. Consiguiendo acceder a la médula de lo que retrataba. La fotografía se convirtió en una ética. Exactamente igual que la poesía para Tess Gallagher. Qué reveladora, en este sentido, la cita de Jean Cocteau que encabeza uno de sus textos: “Posiblemente no me habría dedicado a la poesía en este mundo que sigue siendo insensible a ella, si la poesía no fuera una ética”.
Y ahora cito de ese poema en concreto: “Si el corazón pudiera ser tan simple. La foto / de las últimas pertenencias de Ghandi pegada al lado de / mi máquina de escribir: gafas, sandalias, papel / y pluma, escritorio portátil y algo blanco / al fondo como un colchón enrollado. / A menudo la miro, sólo un papel arrancado / de un libro, y desearía poder reducirme a / eso, unos pocos elementos esenciales, no / más”. Y así, gracias a esos elementos esenciales, a esos detalles, Tess Gallagher y Bruce Davidson se cuelan en la intimidad de lo que quieren retratar. De forma no invasiva. La imagen de la niña que juega al lado de una tumba, en un cementerio de Gales, o la de aquel muchacho semidesnudo apoyado en una reja, detrás de él los edificios de la calle 100 Este –en lo que parece una revisión de la iconografía de San Sebastián–, o la serie del Metro de Nueva York… Sirven de correlato para los versos “El amor es la única deuda”. “Recordar no es más que otra manera de estar solo”. “Está visitando / a su hija, que nunca está cerca / ni lo bastante lejos para ir a verla”. O “la empatía, triste delantal, me lo / pongo y me lo quito”.
Con la naturalidad de un vecino que nos encontramos en el ascensor o del dependiente de la tienda de la esquina, Tess Gallagher y Bruce Davidson nos ofrecen una sólida obra alrededor de los límites de la intimidad. Y lo hacen mediante imágenes y versos que se nos quedan clavados sin que nos demos cuenta, como un cactus secreto esperando emerger.
- Tess Gallagher. Amplitud / Amplitude, traducción de Eli Tolaretxipi, Trea, 2015.
- Bruce Davidson. Bruce Davidson, catálogo coordinado por Victoria del Val Hernández, Fundación Mapfre, 2016.
*Josep M. Rodríguez es poeta, su último libro se titula Sangre seca (Hiperión, 2017).