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Teatro

La ópera y la esperanza resucitan en el Teatro Real con la muerte (por covid) de Violetta

Artur Rucinski (Giorgio Germont), Marina Rebeka (Violetta Valéry) y Michael Fabiano (Alfredo Germont), durante el ensayo general de la 'Traviata'.

Confinada en su casa, prácticamente sin ver a nadie, sin noción del tiempo por el aislamiento y con una grave infección respiratoria. Es imposible no pensar por un momento que Violetta muere por coronavirus en la Traviata que este miércoles estrenó el Teatro Real. La ópera tiene esas cosas. Sin un gran esfuerzo cualquiera puede imaginar que la trama es un telediario. Nadie se acerca a Violetta a más de metro y medio. Nadie se toca. Tampoco el resto de personajes entre sí, aunque sea lo que les pide el cuerpo. La neumonía bilateral de la célebre protagonista es tan intensa que acaba sucumbiendo, asfixiada entre delirios. Su muerte no figuraría en el parte diario que ofrece el Ministerio de Sanidad porque Fernando Simón diría que al no habérsele practicado una PCR, no puede incluirse bajo parámetros de la OMS. Un número más, una estampa trágica en un mundo que tan solo unos meses antes bailaba despreocupado en fiestas burguesas. La consciencia de Violetta es total y por eso el drama humano es demoledor. Se siente frágil, tanto física como psicológicamente, y su sentimiento de desamparo es regado por las lágrimas, de espaldas al mundo. 

Ni a propósito el Teatro Real podría haber programado como última ópera de su temporada un título que encajara mejor con el momento actual. Pero, en realidad, el Teatro Real programó esta obra absolutamente a propósito, con un gran esfuerzo organizativo y una gran inversión en limpieza, cartelería y seguridad. Por momentos, el teatro parecía el metro: locuciones con las normas por megafonía, carteles indicativos por todas partes, señalando el baño correspondiente para evitar aglomeraciones (uno de los instalados para la ocasión ocupó alegóricamente todo el local de la tienda) o el bar en el que tomar algo tras desalojar escalonadamente la sala. Había nervios, pero no fiebre, que se tomaba nada más llegar como si fuera la contraseña para pasar de la puerta. 

La institución se precia de haber sido el primer teatro de ópera del mundo en reabrir sus puertas con un título que requiere una orquesta y coro completos y, en este caso, hasta cuatro elencos de cantantes para las 27 funciones que se ofrecen este mes. Era el último título inicialmente programado en la temporada, pero todo el mundo dio por hecho que no vería la luz. El coronavirus lo congeló todo, hasta el escenario donde permaneció durante semanas la escenografía de Aquiles en Esciros, una obra recuperada tras tres siglos en un cajón, que ahora tendrá que esperar para ser resucitada. 

Mientras otros teatros europeos desempolvaban su archivo online y optaban por ofrecer algún concierto para cuartetos de cuerda (el Liceu organizó la semana pasada un recital exclusivo para plantas que fue un éxito clamoroso, pero fundamentalmente en Instagram), en el Real el ajetreo era total para ensayar sobre las tablas el clásico de Verdi, con cientos de trabajadores y un reparto internacional. Algunos de los cantantes tuvieron que pasar su respectiva cuarentena y otros, como la esperada soprano Lissette Oropesa, está pendiente aún de viajar desde EEUU, que registra decenas de miles de nuevos contagios cada día. Y esto es sólo un anticipo, ya que el Real ha presentado ya su próxima temporada, llena de estrenos y producciones atractivas, como si se tratase de un curso estrictamente normal. Como si nada hubiera pasado. ¿Quién dijo miedo?

Según el director artístico del coliseo madrileño, Joan Matabosch, la nueva normalidad no se espera “con los brazos cruzados” sino que se “conquista”. En ese sentido, la función de este 1 de julio fue más que una representación. Fue un símbolo de la victoria frente al virus que el Real quiso capitalizar como primer teatro de ópera europeo y español de esa dimensión en reabrir. Fue un gesto de rebeldía que terminó con un público en pie (la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, fue de las primeras en levantarse) tras meses encogido, ovillado en el sofá y frente a una pantalla casi como único puente con la cultura. El aplauso fue prolongado, cálido y emocionado. También generoso, ya que la obra prescindió de su puesta en escena original y la sustituyó por una versión semidesconfinada que se parecía a un tablero de ajedrez donde cada pieza tenía su cuadrícula. La soprano protagonista, Marina Rebeka, agitaba los puños en los prolongados saludos, quizás pensando: “Lo hemos logrado. Aquí estamos otra vez, ¿acaso pensaban que no volveríamos?”

Antes de todo eso, un ambiente denso se respiraba en la sala, a medio gas con sólo 864 de las 1746 localidades del aforo. La voz de Iñaki Gabilondo retumbó, sin él en escena, recordó los meses vividos y trató de inocular épica y patriotismo al momento (algo que pudiera haberse evitado, el teatro habla por sí mismo) y pidió un minuto de silencio por los fallecidos. Hacía calor y algunos de los asistentes lo pasaban mal con la mascarilla, que les hacía sudar. Pero, de repente, el director Nicola Luisotti comenzó a guiar a la orquesta empezando por el delicado acorde de si menor que presagia la tragedia del tercer acto. Y, de alguna manera, una cierta normalidad se volvió a adueñar de la sala, nunca antes tantos meses parada desde su reapertura en 1997. La ópera volvió a sonar y la vida se abrió paso.

Luisotti fue, probablemente, el mejor anticuerpo de la velada. Su dirección de la orquesta es sensible y segura, destacando con elegantes gestos líneas musicales que de otra forma pasarían desapercibidas, y acompañando a los cantantes con una mezcla de estímulo para que la obra avance y sagrado respeto a la cadencia personal de los solistas. Pura fluidez. El foso, ampliado para que los músicos no se apelotonen, se convierte en un espectáculo en sí mismo ante el estatismo de un concepto escénico firmado por Leo Castaldi para la ocasión que va más allá de una versión en concierto de la obra pero que se queda corto. Apenas unas mascarillas en los cantantes del coro hicieron un guiño a los rigores del momento, a los que se les podría haber sacado algo más de partido. Con todo, la sobriedad sobrecogía y la cuadrícula recordaba la excepcionalidad del momento, con un coro y personajes confinados dentro del propio espectáculo. Cada vez que un cantante se salía de su casilla, forzado por la emotividad de la partitura, el teatro revivía un poquito sin miedo a un contagio de consecuencias fatales. 

Reparto excelente

El reparto del estreno es vocalmente excelente. La soprano Marina Rebeka, de voz refinada y excelente técnica, es una dignísima primera Violetta, aunque hace extrañar a la de hace unos años, Ermonela Jaho, todo un derroche actoral que hubiera venido de perlas en medio de las obligadas restricciones. Rebeka se crece en el último acto, el anunciado final, pero confina en exceso sus emociones. El tenor Michael Fabiano aporta más gravedad, una sonoridad excelente y algunos destellos de brillantez que lo confirman como una apuesta segura. El bajo Artur Rucinski, el más aplaudido, es muy creíble como padre torturado por la obligación de la convención. El reparto era de primera y la ocasión, excepcional y obligadamente precaria, por lo que resulta imposible juzgar el desempeño con severidad, porque el hecho mismo de que la función fuese una realidad se movió entre los parámetros del éxito y el milagro

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No se perdieron la ocasión, además de Calvo, la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, el alcalde de la capital, José Luis Martínez-Almeida o la consejera de Cultura, Marta Rivera de la Cruz, entre otros. La ausencia más sonada fue la del ministro de Cultura, a pesar de que en su agenda oficial no figuraba acto alguno en toda la jornada. 

Hay muchas óperas sobre la enfermedad, aunque muy pocas que relaten de este forma un cuadro respiratorio como el de la tuberculosis, tan cercana sobre las tablas al coronavirus (quizás con excepción de La Bohème). La enfermedad aterraba en el siglo XIX a buena parte de la burguesía como el coronavirus hoy a parte de la alta sociedad, que es la que en 2020 acude con sus mejores galas al estreno. El drama de Verdi fue un sonoro fracaso en su primera representación, en 1853 en Venecia, en parte porque retrataba a una sociedad hipócrita, entregada al lujo y el hedonismo y que despreciaba como a un juguete roto a mujeres como Violetta, que se atrevían a salir de su cuadrícula social. Su mensaje sigue vigente, sin que nadie pudiera anticipar que una nueva pandemia completaría el realismo de la obra con tal intensidad a ojos de un espectador actual. 

La paradoja final fue bestial: un público con mascarilla, con la mitad del teatro vacío (como si las butacas vacías perteneciesen a caídos en la pandemia), en pie aplaudiendo la tragedia de Violetta, víctima de la sociedad, de sí misma y sus deseos de cambio, abandonada a su suerte y consumida por el patógeno. Pero mientras Violetta moría, el Teatro Real resucitaba y, con él, mucho más que la vuelta de unas funciones de ópera. Lo que volvía a la vida era la ilusión de los asistentes y el consuelo de la música, eterna, más fuerte y perdurable que cualquier virus. 

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