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Trump vuelve a enseñar cómo jugar sucio a sus discípulos hispanohablantes

Javier Valenzuela

A través de sus fundaciones (Heritage y compañía), sus medios de comunicación predilectos (The Wall Street Journal, Fox News y demás), sus gurús a lo Karl Rove y Steve Bannon y sus prácticas partidistas y gubernamentales, los conservadores estadounidenses han influido de modo decisivo en la evolución de las derechas española y latinoamericanas hacia el neoliberalismo económico, el autoritarismo político, el conservadurismo social y el nacionalismo extremo (siempre al servicio este último de los intereses del imperio en el caso de los hispanohablantes). La muestra suprema del influjo de los republicanos estadounidenses en nuestro PP fue la decisión de José María Aznar de involucrar a España en la delirante guerra de Irak en contra de nuestros intereses nacionales.

Las derechas hispanohablantes también han aprendido de la norteamericana a violar el espíritu que exige cautela, moderación y consenso en el nombramiento por el poder político de los altos cargos del poder judicial. En trazo grueso, pero no por ello menos cierto, se trata de bloquear los nuevos nombramientos cuando ese poder judicial es mayoritariamente conservador y un gobierno de centroizquierda pudiera equilibrar la balanza, y de promover a magistrados hoolingans de las derechas cuando son ellas las que detentan los poderes legislativo y ejecutivo. El PP practicó en España el obstruccionismo en tiempos de Zapatero y vuelve a practicarlo ahora con Sánchez en La Moncloa. Pero no se privó nunca de colocar a los muy suyos cuando gobernaba.

El pasado fin de semana, el cuerpo de Ruth Bader Ginsburg, magistrada progresista del Tribunal Supremo de Estados Unidos, aún estaba caliente cuando Donald Trump iniciaba ya las maniobras politiqueras para sustituirla por una figura absolutamente afín. Su objetivo es ampliar la actual mayoría conservadora del Supremo antes de los comicios presidenciales del 3 de noviembre. Just in case. Por si acaso el resultado electoral es corto y discutible y, como hizo George W. Bush frente a Al Gore en el año 2000, necesita la mano amiga de los togados del Supremo.

Ruth Bader Ginsburg falleció el viernes a los 87 años de edad tras casi tres décadas en el Supremo. Sin tan siquiera esperar a su entierro, Trump hizo saber que propondría de inmediato un sustituto o sustituta, puede que incluso esta misma semana. Tal propuesta tendría que ser aprobada por la mayoría del Senado, pero se da la circunstancia de que esta cámara está ahora controlada por los republicanos (53 de sus 100 miembros). Los demócratas están protestando con todas sus fuerzas y con razón. El espíritu de fair play, de juego limpio, exigiría que, a falta de pocas semanas para las presidenciales, Trump se abstuviera de alterar el equilibrio en el Supremo en un sentido aún más conservador. Con independencia de quien los haya propuesto, los jueces del Supremo estadounidense son vitalicios.

Joe Biden, el candidato presidencial demócrata, ha calificado este intento de Trump de “abuso de poder”. Lo es, sin duda, pero sabido es que, a uno u otro lado del Atlántico, las derechas solo exigen fair play a sus adversarios progresistas. Las derechas pueden permitirse el juego sucio, no en vano actúan en nombre de la suprema trinidad constituida por dios, el dinero y la nación. En cuanto a la libertad, palabra que no se les cae de la boca, se refiere a la de hacer lo que les dé la gana.

Trump, según informa la BBC, estaría pensando en proponer a una jueza muy conservadora, la candidata de los que desean volver a ilegalizar el aborto, llamada Amy Coney Barrett. Y el descaro de sus colegas republicanos ante esta maniobra es tan grosero como el del PP en España a la hora de impedir la renovación de la muy derechista cúpula de nuestro poder judicial, caducada desde hace dos años.

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Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado, ha declarado que acelerará los trámites para que esta cámara confirme al candidato o candidata designado por Trump antes de los comicios del 3 de noviembre. Su hipocresía es monumental porque, según recuerda la BBC, él mismo se opuso en febrero de 2016 a que la Cámara Alta ratificara a Merrick Garland, el magistrado propuesto por Barack Obama para sustituir al conservador Anthony Scalia, recién fallecido. McConnell arguyó que los jueces del Supremo no deberían ser escogidos en un año electoral.

En aquel momento faltaban nueve meses para los comicios presidenciales, ahora faltan siete semanas. A un doble rasero tan descomunal se añade la circunstancia de que el mismísimo McConnell impulsó en 2017 un cambio legal para que los jueces del Supremo ya no necesiten ser aprobados por una mayoría ampliada de 60 senadores, sino tan solo de la mayoría simple de 51.

Los republicanos de Estados Unidos predican con el ejemplo a sus discípulos hispanohablantes el lawfare, la guerra judicial, el conseguir en los tribunales lo que las urnas les han negado. Es lo que parece planear Trump ante el 3 de noviembre. Y sin embargo, los padres fundadores de nuestras democracias creían que todos los partidos seguirían unas reglas, escritas o no escritas, de juego limpio. Ni se les pasaba por la cabeza que los más reaccionarios pudieran cambiarlas o interpretarlas torticeramente según sus conveniencias.

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