Plaza Pública
Los reservados
A mí, que casi ignoro hasta las reglas más básicas de los deportes de equipo, me conviene para el caso la metáfora del jugador que permanece en espera perenne en el banquillo. En esa alegoría, asimilo al deportista imperturbable con el conjunto de las personas con diversidad funcional que ha visto y sentido, junto a todos los demás espectadores del estadio, cómo la sombra ominosa de la covid-19, el desconcierto y el miedo, ascendían por las gradas, derribaban a miles, asolaban ciudades e imponían un silencio gris donde poco antes sólo se escuchaba la algarabía discorde de lo cotidiano. Hasta entonces las personas con diversidad funcional atendíamos al partido, tratábamos de mantener un tono y anhelo apropiados para nosotros y aptos para la dinámica del juego propuesto, el de la inclusión, por si se nos llamaba a participar en él. Aunque nunca antes había sucedido tal cosa, perseverábamos en permanecer alerta.
Inesperadamente, en tromba, la sociedad “normalizada”, la que crea y establece todos los juegos, incluido el árbitro prevaricador que participa en todos aun burlando las reglas si lo entiende necesario, ha irrumpido atemorizada, asombrada del rigor y la penalidad del “confinamiento” ineludible, buscando amparo bajo nuestra marquesina y descanso en este banquillo de los reservas en el que permanecemos desde tiempo inmemorial, por indicación suya.
Se detenía de golpe el juego y todos quedábamos obligados a quedar frente a frente. No era la primera vez. Viejos conocidos, sí, pero en esta ocasión más asombrados por mirarnos a los ojos tan de cerca. Faltaban los que sólo fueron en algún momento nombres identificados en la morgue. Efectos colaterales de la sociedad en estampida, dicen. Sin embargo, ante la desbandada del miedo no cabe cesar de recordar que en la larga contienda por nuestros derechos humanos y civiles básicos, abstenerse de dar cobertura hospitalaria a ancianos y personas con diversidad funcional en esta pandemia, nos ha catapultado violentamente al pasado. Ha desbrozado de humanismo el camino para que del interior de las vísceras oscuras del poder emergiese de nuevo la brutalidad de los juicios sumarios de los tribunales de la prescindencia de unas personas ante otras. Hemos vuelto a transigir con acatar la sentencia inapelable, clara e inequívoca: en la balanza de la ética del poder, nuestras vidas son más prescindibles, menos valiosas, menos dignas de ser vividas. Y sobre todo, hemos de permanecer impávidos ante los que subieron al cadalso, olvidarlos.
Y así, en esta sucia carambola del destino nos encontramos unos al lado de los otros, nuevos reclusos en viejas prisiones junto a reos veteranos que aún hemos de sufrir el fastidio de ver y oír el lamento de los recién llegados. Claman a los cuatro vientos al ver cómo su vida limitada se reduce a la mezquindad de consumir todas sus energías en el simple acceso a los elementos básicos de humanidad, el techo, la manutención, la convivencia tolerada, la salud y los cuidados mínimos. Parecen querer recordarnos que, por el contrario, para nosotros emplear nuestras vidas en la carrera desigual para adaptarnos a estos fines o estar confinados permanentemente, es parte de nuestra naturaleza tullida, inadmisible en la suya si no es por la fuerza. ¿En qué momento se fijó en su ética que para nosotros el “suplicio” amable, histórico, es algo natural y tolerable sin más? Repiten que para ellos, una sociedad que valora ante todo la libertad, esta prisión aséptica es un mal transitorio que se gradúa con la variable “tiempo”, y por eso se fijan metas y cronometran la llegada a ellas, en las que no nos esperan, pese a vernos a su lado. Entienden que el tiempo para las personas con diversidad funcional es una magnitud que discurre en bucle, una cinta sin fin, intrínseca a nuestra naturaleza y por tanto determinar objetivos para nosotros, fijar principio y fin a nuestro apartamiento, hacerlo mensurable, carece de sentido.
Apartando muertos y responsables, evalúan ahora las debilidades de su sistema de internamiento sin poner nunca en tela de juicio la idoneidad del sistema en sí. En realidad, es un afán de exhibir la mejor fórmula que el Estado de bienestar nos aporta como solución, el amable archipiélago Gulag del sistema de residencias. Se trata también de demostrar a propios y ajenos que la calidad y beneficios que obtienen los usuarios está sólo disponible en el interior, no fuera, donde dicen que es insoportable. Es el esfuerzo tangible que hará el Estado porque todo es cuantificable y programable en la vida intramuros y el observador contemplará así el orden protector con el que se atienden, al menos, las necesidades diarias básicas de los internos. Pero siempre dentro, en la vida encapsulada. Quienes entre nosotros pretendan invertir las reglas para obtener fuera y de manera autodirigida algo similar a la cobertura de esas necesidades, cierta calidad en las relaciones personales o alcanzar objetivos o vivencias semejantes a las de la sociedad benéfica, se encontrará en soledad en el campo de juego mantenido por esta mayoría egoísta y malcriada, que sólo ha aprendido a cortar el césped sin mirar quién está sobre él. Somos nosotros, los anormales, entre otros.
Y ahora que han experimentado el giro prodigioso que en un chasquido de dedos puede llevarlos desde la meseta que no abarcaban con la vista a nuestro angosto cobijo saturado, y de allí hasta donde nuestros muertos les interrogan; ahora que todo está dicho tras montañas de papel y normas de juego, tras las puertas de los despachos, las aulas o la tribuna del paraninfo, ¿qué constataciones más necesitan para que la empatía les lleve a actuar y salir, salgamos, juntos, del barro de este cataclismo del siglo?
Quizás es el momento de subrayar con trazo rojo y grueso que desde hace meses, aun bajo este aguacero de la pandemia que todo lo anega, un grupo de activistas, usuarios del sistema de “dependencia”, tratan de mostrar a la clase política una propuesta legislativa que enriquezca de “independencia” a la sociedad y que contribuya a horadar el muro del internamiento forzado por las circunstancias, la inercia administrativa de los servicios sociales o la ausencia de alternativas y apoyos familiares.
No sólo es una propuesta liberadora para el aquí y el ahora, sino una herramienta para desincrustar del casco de la nave colectiva los arquetipos culturales adheridos, seculares, que corroen su superficie y normalizan con comedido escándalo que sucesos como dejar al borde del precipicio y la muerte a los más vulnerables quede en el anecdotario de unos meses de desorden en los intestinos de un Estado que alardea de fundarse en la justicia social y la igualdad ante la ley.
Es ilusorio y cómodo emplazar todo cambio a una reconstrucción generalizada como si fuera una actitud social emergente, incontenible, deseosa de intervenir en la crítica positiva y reconstructiva de todo cuanto se ha evidenciado degenerado y corrupto. En realidad, la tónica general es la de dejarse llevar nuevamente por la inercia perdida. Toda reconstrucción es lo que encierra, el deseo de volver a ver la construcción que nos era familiar, el regreso al estado inicial de usos y costumbres previos, aun a sabiendas de que esa reedificación incluirá también la tolerancia al pecado que nos ha llevado al borde del abismo. Por eso parece necesario tener presente que si hay un resquicio para el progreso este sólo puede verse entre los obstáculos retirados a las leyes, las justas, las que nos salvan.
A pesar de todo, a esos que entienden esta prueba ácida como una tirada de dados del azar, una crisis en la que sumergirse en el juego de fabular distopías de un orden nuevo, sólo nos cabe volver a recordarles que seguimos aquí, esperando entrar en juego. Si las crisis son nuevas oportunidades, la comunidad tullida está aguardando por ellas en la eternidad del momento adecuado.
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Juan José Maraña es autor de distintas obras relacionadas con la diversidad funcional y es miembro del Movimiento de Vida Independiente.