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La estética neofascista de los asaltantes del Capitolio, una respuesta a los movimientos feministas, trans y antirracistas

Jake Angeli, en primer plano, junto a otros seguidores de Trump, en el asalto al Capitolio.

Paul B. Preciado (Mediapart)

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No sabemos nada de la democracia. Conocemos la sumisión, la violencia, los secuestros, las violaciones, la exclusión, el control, el silencio, pero no la democracia. Apenas empezamos a sentir cómo podría ser, pero nuestra memoria común no es una memoria de la democracia, es una memoria de su ausencia.

Mi infancia está llena primero de imágenes de la dictadura, de la dificultad de llevar a cabo una Transición democrática y, después, de instituciones y rituales de partidos, de reyes y líderes de las Fuerzas Armadas que no se parecen en nada a la democracia.

Basta con una sola imagen del asalto del 6 de enero al Capitolio en Washington, DC, para desencadenar una cascada de recuerdos en mi cabeza o, para ser más precisos, en mi cuerpo. Los locutores estadounidenses evitan la expresión “intento de golpe de Estado” para describir lo que está sucediendo, pero mi memoria corporal infantil, que trabaja como un algoritmo de reconocimiento de imágenes, ya ha dado su veredicto.

El 23 de febrero de 1981, un grupo de guardias civiles armados, dirigidos por el teniente coronel Tejero, irrumpió en el Palacio de las Cortes de Madrid durante la votación de la investidura del candidato de la Unión de Centro Democrático, Leopoldo Calvo Sotelo. Los miembros del Parlamento y del gobierno fueron secuestrados y amenazados con armas. El golpe de Estado (los gritos, los disparos, el silencio) fue transmitido en directo por la radio durante todo el día y toda la noche. Sólo dos días después, una vez contenida la tentativa golpista, se emitieron en TVE las imágenes del golpe fallido.

Yo tenía 11 años. Comprendí lo que era un Parlamento cuando vi a los diputados tirados en el suelo o escondidos bajo los asientos del hemiciclo, mientras el cuerpo de Tejero, vestido de uniforme y con un brillante tricornio negro en la cabeza, levantaba el brazo con la pistola disparando al techo. Mucho antes de conocer la palabra acontecimiento, comprendí que un golpe de Estado era un acontecimiento terrorífico, en el que parte del éxito de la operación consiste en construir una imagen pública de omnipotencia, un contrarritual capaz de dramatizar la toma del poder. Mediante la violencia, el golpe de Estado desplaza el ritual del voto y dibuja otra imagen del poder, que se condensa en el cuerpo (eufórico, vertical, armado) de los golpistas. Un golpe de Estado no es sólo una toma violenta de las instituciones parlamentarias y de los órganos de gobierno, sino también una representación de la masculinidad. Todavía recuerdo que la mañana siguiente al asalto, cuando los diputados seguían secuestrados en Las Cortes, los golpistas sólo dejaron salir a las cuatro diputadas o secretarias que estaban en la sala. Para los asaltantes, el poder (ya sea democrático o militar) era cosa de hombres: las mujeres no sólo podían sino que debían abandonar la Cámara. Después, la imagen del rey acaparó todo el protagonismo, en la televisión, durante días.

Así crecí, sin saber lo que era o podía ser la democracia, pero sabiendo lo que era un dictador y un golpe de Estado, lo que podía ser un parlamento y un soberano.

Como no sé nada de democracia, no quiero hablar aquí del ataque al Capitolio como un ataque a la democracia estadounidense. El sistema político estadounidense, basado en el exterminio de los pueblos indígenas, en la esclavitud y el racismo, en la opresión de las clases trabajadoras, de las mujeres, de los enfermos, de los homosexuales, de las personas no binarias, de los extranjeros... no puede considerarse en modo alguno un modelo democrático. Lo que me interesa es lo que el estilo hiperbólico de Trump y de sus followers nos enseña sobre la revolución en curso y el cambio de paradigma que estamos viviendo. Me interesa el cuerpo fascista que los atacantes han puesto en escena y su relación con las tecnologías cibernéticas.

Es posible leer lo ocurrido en el Capitolio, el atentado, el cese del poder, la ceremonia de investidura de Joe Biden, no sólo en términos de activación de la memoria de la guerra civil colonial en Estados Unidos, sino también como un episodio de una guerra somatopolítica, corporal y digital en curso; una batalla por la construcción y definición de un nuevo cuerpo soberano en una sociedad altamente digitalizada. No es sólo el retorno traumático de un fantasma histórico colonial, es también, más allá de la historia, la respuesta directa a la revolución transfeminista y antirracista en curso y, por tanto, un proyecto de reforma patriarcal colonial en construcción.

Lo sucedido en el Capitolio con la escritora afroamericana Carol Anderson puede entenderse no como un hecho puntual, sino como el último episodio de la estrategia de “rabia blanca” que recorre la historia de la democracia antidemocrática estadounidense. Señala Anderson: “Desde 1865 y con la aprobación de la Decimotercera Enmienda, cada vez que los afroamericanos han avanzado hacia la plena participación en nuestra democracia, la respuesta blanca ha alimentado un deliberado e implacable retroceso en sus logros. El fin de la guerra civil y de la reconstrucción fue saludado por los Códigos Negros y Jim Crow; la decisión del Tribunal Supremo de 1954 en el caso Brown contra Consejo de Educación le siguió el cierre de escuelas públicas en todo el Sur, mientras que el dinero de los contribuyentes financiaba escuelas privadas separadas para blancos; la Ley de Derechos Civiles (Civil Rights Act) de 1964 y la Ley de Derecho al Voto (Voting Rights Act) de 1965 desencadenaron una respuesta codificada pero poderosa, la llamada Estrategia del Sur y Guerra contra las Drogas (Southern Strategy and War on Drugs), que privaron del derecho al voto a millones de afroamericanos al tiempo que impulsaron a los presidentes Nixon y Reagan a la Casa Blanca, y luego la elección del primer presidente negro de los Estados Unidos, desencadenaron una expresión despiadada y brutal de la rabia blanca”. El asalto al Capitolio es, según este argumento, la respuesta de las tradiciones racistas de la historia colonial estadounidense al levantamiento pacífico protagonizado por los movimientos Black Lives Matter y Black Trans Lives Matter en los últimos meses, al igual que la furia blanca de Trump a partir de 2017 fue una respuesta al mandato de Barack Obama.

Esta dimensión reactiva es claramente visible en la nueva estética fascista que los partidarios de Trump construyeron y difundieron durante el asalto. Pero la estética neofascista no es, como podría pensarse, una reiteración de las tradiciones racistas o fascistas del siglo XX. Al contrario, los neofascistas elaboran una estética en respuesta directa a las actuaciones públicas de los movimientos feministas, queer, trans y antirracistas contemporáneosqueertrans.

La piel es el mensaje

La estética neofascista de los asaltantes del Capitolio combina retazos de historia colonial, referencias de supervivencia, ritos apocalípticos y los nuevos accesorios tribales del capitalismo cibernético: teléfonos móviles, conexiones a internet y redes sociales. El nuevo fascismo reproduce toda la gama de significantes y estilos de vestimenta del fascismo histórico mezclados con símbolos que responden directamente a los movimientos negros, feministas, indígenas, trans y queer en forma de un recorte digital, que combina varios elementos de épocas y culturas totalmente diferentes.

La concentración del asalto al Capitolio es un auténtico caleidoscopio de gorras rojas y chaquetas de cuero, camisas de leñador, tatuajes nórdicos, trajes militares completos tipo Tormenta del desierto con la leyenda Oath keeper (guardián del juramento) en el pecho, costosos conjuntos de parka y botas de montaña The North Face, cascos de bicicleta comunes y chalecos paramilitares. Los colores rojo, azul y blanco, las banderas americanas y confederadas prevalecen sobre un fondo general de lona de camuflaje. En la simbología animal predominan las imágenes de lobos y, sobre todo, del águila, el emblema norteamericano. Destaca una camiseta con el lema Auschwitz Camp. Los Proud Boys, con barba y corte de pelo hipsters, han destronado al histórico skinhead neonazihipstersskinhead.

Los asaltantes son predominantemente hombres, aunque no faltan mujeres que defienden el naturalismo y la heterosexualidad normativa. Entre las muchas banderas, es posible distinguir una bandera de la ideología binaria heterosexual, inventada directamente en respuesta a la bandera trans: dos líneas, una rosa y otra azul, con los signos masculino y femenino unidos. Definitivamente, no estamos ante una turba populista de clases trabajadoras o empobrecidas, sino ante un bloque estructurado de activistas racistas y antifeministas. El analista estadounidense Brian Michael Jenkins, de la Rand Corporation, un centro de estudios estratégicos que asesora al ejército de Estados Unidos, no duda en referirse a la revolución feminista y sexual de 1968 y afirma: “Este es el Woodstock de la derecha rabiosa”.

Estamos lejos de la estética de “Ley y Orden” de los años 50 o de los estilos inspirados en la Iglesia y la Inquisición del Ku Klux Klan. La estética neofascista de los asaltantes del Capitolio del siglo XXI es una fusión de signos que provienen de fuentes antagónicas y que en ningún caso puede calificarse de “pura”: los abigarrados significantes de las historias vikingas y nórdicas mezclados con los trastos del fascismo histórico del siglo XX, principalmente europeo, a los que hay que añadir, quizá sorprendentemente, estrategias performativas típicamente feministas, negras o indígenas que, frente a la habitual opacidad del cuerpo militar o burocrático fascista, presentan directamente el cuerpo masculino desnudo.

El teórico inglés Dick Hedbige nos ha enseñado a entender el “estilo” como la inscripción estética en el cuerpo de las tensiones políticas entre grupos dominantes y subordinados. Algunos objetos son elevados a la categoría de iconos, utilizados como lenguaje o blasfemia, o incluso se convierten en señas de identidad prohibidas. La dificultad para describir el estilo específicamente trumpista radica en que los neosupremacistas blancos son representantes de una subcultura que está al mismo tiempo proscrita y sigue siendo ampliamente dominante. Por un lado, la política del cuerpo del fascismo (exaltación del cuerpo nacional, ideología racial, deseo de exterminio de los judíos, misoginia, odio a los homosexuales y transexuales...) parece estar proscrita en la cultura dominante contemporánea. Por otro lado, cierta misoginia, una buena dosis de racismo, transfobia, homofobia, antisemitismo e islamofobia son compartidas por los grupos neofascistas y por la cultura dominante.

En el ataque al Capitolio, el cuerpo de Jake Angeli, actor y líder del movimiento conspirativo QAnon, condensa todos estos significantes performativos. Angeli entra en el corazón del Capitolio con un megáfono en una mano y, en la otra, una lanza en la que ha colocado una bandera estadounidense. Lleva guantes negros, zapatos sucios y un misterioso pantalón de pijama marrón sin cinturón que parece destinado a caerse en cualquier momento. Aunque Angeli pretende mostrar una estudiada representación de la masculinidad heteroblanca supremacista, su dramatización de la acción corporal se parece más a una caricatura machista de las Femen o a la de artistas antirracistas o indigenistas como Guillermo Gómez Peña, o nuestro querido y desaparecido Beau Dick. Tal vez sea eso lo que se siente al ser un chamán digital de extrema derecha hoy en día: Q Shaman sustituyó las flores del pelo de Femen por un cuerno animista y una piel de animal. Al igual que las Femen, Angeli expone su pecho desnudo; la escritura de lemas feministas ha sido sustituida por tatuajes del paganismo nórdico precristiano y de las tradiciones fascistas europeas; un yggdrasil, el árbol de la vida en las tradiciones nórdicas, un martillo de Thor y una nuez, un conjunto de triángulos entrelazados, que simbolizan al padre de Thor, otro dios nórdico, todos ellos símbolos de poder destructivo, pero también de fertilidad viril en las tradiciones paganas indoeuropeas. Lo único verdaderamente norteamericano es la pintura tribal de la bandera en su cara. La piel (blanca, masculina, tatuada, pintada) es el mensaje.

Quizá por estas referencias contradictorias, las cuentas de redes sociales pro-Trump, como las de la portavoz republicana Sarah Palin, la abogada pro-Trump Lin Wood (ahora expulsada por Twitter por incitar a la violencia) o el representante de la extrema derecha de Florida Matt Gaetz, se apresuraron a decir que Jake Angeli era la prueba de que la “protesta” del Capitolio (como ellos llaman a la tentativa golpista) se habían infiltrado activistas “antifa”. Declaraciones a las que Angeli reaccionó inmediatamente: “Soy un soldado de QAnon & digital. Me llamo Jake y desfilé con la Policía y luché contra los BLM y los Antifa en PHX [Phoenix]”.

La actuación de Angeli, posiblemente la imagen más fotografiada del asalto al Capitolio, expuso la política del cuerpo nacionalista neofascista. Los supremacistas blancos tienen envidia del feminismo y de las tradiciones negras y de los amerindios. Antes, cuando hablábamos de feminismo, decíamos: “Lo privado es política”. Ahora tenemos que entender que esta consigna feminista también es crucial para el neofascismo: el cuerpo masculino blanco heterosexual también es (violentamente) político y luchará por mantener su estatus soberano.

“La mascarilla representa la sumisión”

En un contexto semióticamente saturado, las mascarillas contra el covid han acentuado la teatralidad de los últimos acontecimientos, funcionando como atrezzo para reconocer a las partes enfrentadas. La ausencia de mascarillas desenmascara a los trumpistastrumpistas. Su negativa a llevar la mascarilla no es sólo una posición en relación con las normas vigentes para la prevención de la infección vírica, sino que también denota una política del cuerpo y del género, una concepción de la comunidad y de la inmunidad, y en última instancia funciona como una afirmación de la autonomía y la virilidad, independientemente del sexo de la persona desenmascarada. Las armas y no las máscaras son las técnicas de protección inmunitaria en el neofascismo: hay que protegerse del otro femenino, trans, homosexual o no blanco (ese cuerpo extraño que se considera una amenaza para la pureza de la comunidad hetero-blanca), y no del virus.

El rechazo de la mascarilla por parte de casi todos los partidarios de Trump y los asaltantes del Capitolio es un ejemplo más de la relación entre cuerpo y soberanía en la política patriarcal-colonial. “La mascarilla representa la sumisión”, dijo hace unos meses un partidario de Trump a la periodista Brie Anna Frank. “Llevar una mascarilla es ponerse una mordaza, es mostrar debilidad, especialmente para los hombres”. La soberanía del cuerpo blanco hetero se define por el uso irrestricto de la boca, la mano y el pene, y los dispositivos protésicos de la masculinidad: las armas y la cibertecnología. Los neopatriarcalistas y neocolonialistas no pueden cubrir su piel blanca, al igual que no pueden negociar o alcanzar acuerdos consensuados sobre la emisión y circulación de sus flujos corporales (saliva, semen) y subjetivos (discurso). De nuevo, la piel es el mensaje.

De la misma manera que ni Trump ni sus partidarios pueden aceptar perder las elecciones, los neofascistas no pueden aceptar un no como respuesta a un avance sexual, ni pueden aceptar usar un condón o una mascarilla, porque todas estas restricciones significarían una reducción de su soberanía blanca y masculina y una caída en lo que ellos ven como el lodazal de la feminidad, la infancia, la homosexualidad, los pueblos semitas y las “razas” inferiores.

Judith Butler analizó la incapacidad de Trump y sus partidarios para aceptar la cesión del poder a Biden como un síntoma de la negativa masculina a llorar, no sólo la derrota en las elecciones de 2021, sino más generalmente el fin de la supremacía blanca en Estados Unidos. En Phantasmâlgories, el historiador cultural alemán Klaus Theweleit explica cómo los perdedores de las guerras nacionalistas alemanas de principios del siglo XX que no pudieron enfrentarse a la derrota fueron los que formarían el núcleo no sólo de las fuerzas militares sino también de las civiles que llevarían a Hitler al poder y que, más tarde, integrarían la cúpula de las SS y las SA y pondrían en marcha el exterminio industrial de judíos, gitanos, homosexuales, enfermos mentales, discapacitados y comunistas. La misma imposibilidad de aceptar la derrota (colonial y patriarcal) puede ser el germen del futuro fascismo estadounidense.

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Traducción: Mariola Moreno

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