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España se merecía a Napoleón, pero se tuvo que conformar con Espartero

Paquete de libros antiguos.

Nicolás Bas Martín

Con esas palabras lamentaba el novelista Víctor Hugo en su Voyage aux Pyrénées el destino del pueblo español. Dos siglos después, y en medio de las conmemoraciones del Bicentenario de Napoleón y del Abate Marchena, insigne afrancesado español, y uno de los intelectuales más comprometidos políticamente con la causa de la Revolución Francesa, no está de más recordar lo que nos perdimos.

Le faltó a España la herencia intelectual de la Revolución Francesa, de la que la Francia napoleónica era fiel continuadora, y que hizo de la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert el motor de transformación cultural y social de la Europa del siglo XVIII. Por entonces, y como señalara Marc Fumaroli, Europa hablaba francés, y París se convirtió en la moderna Atenas. Todo el mundo quería conocer de primera mano lo que allí acontecía, codearse con los principales filósofos, asistir a sus salones, a sus tertulias, a sus gabinetes científicos. Pero no todos comulgaron con aquel París culturalmente efervescente. El edén de unos se convirtió en él infierno de otros, caso de España, que vio en la ciudad de las Luces un peligro ideológico en potencia.

De ello fue testigo José Marchena y Ruiz de Cueto, afrancesado y ateo convencido, quien, víctima de la Inquisición y del despotismo religioso y civil de su país, huyó a Francia buscando la libertad. La publicación ahora de su Obra francesa (Pamplona, ed. Laetoli, 2021) nos permite entender un poco más la historia de España, incapaz de hacer de la cultura el elemento transformador del país. El caso de Marchena no fue una excepción; los Olavide, Meléndez Valdés, Goya, o la condesa de Gálvez, sufrieron en sus propias carnes el delito de ser afrancesados, y, por ende, modernos, lo que les convirtió en una amenaza más que en una oportunidad.

Y es que sin Filosofía, la mejor arma para acabar con la superstición y la ignorancia, era imposible cambiar el rumbo de nuestra historia. Marchena predicó con el ejemplo, dejándonos escritos filosófico-políticos publicados en los principales periódicos franceses, como Le Spectateur français. Se codeó con lo más granado de la política francesa –Condorcet, Brissot y Mirabeau, el mejor orador de la Asamblea Nacional–. Leyó y tradujo a los mejores filósofos –Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Helvetius– y adoptó el pensamiento religioso de Spinoza. Y de todo ello salieron escritos que tuvieron un enorme eco en la opinión pública del momento, siendo una de las voces más autorizadas del republicanismo demócrata. Mientras tanto, su país, España, se permitía el lujo de prescindir de él, pensando que con ello avanzaba en la senda de la modernidad, con la connivencia de la Santa Inquisición, y lo que es peor, con la complicidad de instituciones que debían velar por la libertad de pensamiento, como la Real Academia Española o la Real Academia de la Historia.

Así, mientras la Ilustración hacía de Francia el país de las Luces, España se convertía en un país a medias luces, como lo calificó el hispanista francés François López. Aquí se instrumentalizó la cultura para ponerla al servicio de la fe, pero no se quiso hacer de ella una razón de Estado. Miopía de muchas dioptrías que todavía estamos pagando. De ahí que genere sana envidia escuchar al ministro francés de Finanzas, Bruno Le Maire, hacer de la lectura un instrumento al servicio de la libertad, vital para la adquisición de un espíritu crítico cada vez más necesario en un entorno progresivamente más digitalizado. O que haya logrado formar una extraordinaria biblioteca de libros napoleónicos un ex ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Dominique de Villepin, cuyo discurso en Naciones Unidas en contra de la guerra de Irak marcó un hito en las intervenciones en el seno de la Organización.

Pero todo eso no nace por generación espontánea; es la fiel herencia de un pasado, el de la Revolución Francesa y la Francia napoleónica, que hizo de la cultura el leitmotiv de la nación. Mientras tanto, en la España de fines del XVIII y comienzos del XIX, el vecino del norte seguía viéndose como una amenaza cultural. Es muy posible que pensaran eso también muchos de nuestros mejores ilustrados, que jamás pusieron un pie en París. Algo que sí hicieron personajes como Hume, Adam Smith, Sterne, Beccaria, Jefferson, Franklin, o Humboldt, entre otros, lo que redundó en beneficio de sus propios países. Nuestra ceguera, sin embargo, fue más allá y una de nuestras glorias nacionales, don Marcelino Menéndez y Pelayo, se encargó en su Historia de los heterodoxos españoles de incluir a todos los afrancesados en tan honrosa lista, entre ellos, ¡cómo no!, a Marchena, que merecía, en palabras del sabio santanderino, la damnatio memoriae, es decir, el olvido.

Napoleón no fue, desde luego, un gobernante modélico, pero supo difundir el legado intelectual de la Revolución Francesa. Sus campañas militares en Egipto, en las que siempre iba acompañado de una biblioteca portátil de centenares de títulos, no le impidieron llevarse consigo a casi doscientos científicos que descubrieron culturalmente el país, y nos dejaron algunos de los mejores libros de viajes sobre ese territorio. Valgan los Voyages en Basse et Haute Egypte de Vivant Denon o la fabulosa Description de l’Egypte, obra cumbre de la egiptología moderna y del orientalismo francés. Tal pasión por la cultura se puso de manifiesto durante sus últimos años de exilio en Santa Elena, donde alimentó su alma gracias a los muchos libros que desde Londres le envió una entusiasta hispanista inglesa, Lady Holland, quien, junto a su marido, hizo de Holland House su residencia, el centro de acogida de los liberales españoles.

Mientras tanto en España el felón Fernando VII, que jamás debió de leer un libro, expulsaba del país a todos aquellos que pensaban “a la francesa”. Esta circunstancia lamentablemente nos alejó una vez más de Europa, y nos encerró en nosotros mismos, alimentando así los tópicos y estereotipos de los viajeros que nos visitaban. Eran los inicios de un largo siglo XIX atestado de guerras, pronunciamientos y batallas políticas, en el que la cultura oficial seguía marcada por la ortodoxia y cualquier disidencia llevaba implícito el olvido o el exilio.

Vacunación y mascarillas

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Cuando ha transcurrido ya casi un cuarto del siglo XXI, y la pandemia del coronavirus que nos azota de manera inmisericorde afecta especialmente al sector cultural, es un buen momento para echar la vista atrás y revisitar los valores intelectuales de la Revolución Francesa, de la Francia napoleónica, y de personajes como Marchena. No podemos demorar más el hacer de la cultura el eje de nuestro progreso como país. Y qué mejor manera que volver de nuevo a Víctor Hugo para retomar su discurso de 1848 ante la Asamblea constituyente, cuando criticó duramente los recortes a la financiación cultural, y afirmó que es precisamente en épocas de crisis cuando es más necesario duplicar los fondos destinados a la cultura con el fin de evitar que la sociedad caiga en el abismo de la ignorancia. Tomemos buena nota de ello y hagamos de esta crisis que nos asola una oportunidad.

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Nicolás Bas Martín es profesor titular del Departamento de Historia de la Ciencia y Documentación de la Universidad de Valencia

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