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Por el camino verde (II): El lío de El Prat, o cuando hay que cambiar las ruedas con el coche (o el avión) en marcha

Cristina Monge nueva.

No ha hecho falta esperar mucho para que el verano nos mostrara otra de esas “curvas” de la transición ecológica. El proyecto no es nuevo, pero esta semana se ha dado un paso importante —aunque ni mucho menos definitivo— para la ampliación de la tercera pista del aeropuerto de El Prat que, supuestamente, permitiría operar más eficazmente vuelos intercontinentales, haciendo así de Barcelona un hub internacionalhub; es decir, un nudo relevante en las comunicaciones mundiales.

Este proyecto, ampliación de pista incluida, se sustancia en un Plan Director de 2.232 millones de euros, del que ahora se ha comprometido la primera parte, 1700. La iniciativa es una pretensión histórica de Aena, a quien se han unido sectores económicos y empresariales catalanes, y más recientemente el PSC, Junts per Cataluña —que obviamente cataloga la descomunal inversión como un triunfo frente al Estado— y ERC, que pese a las dudas y tensiones internas, no quiere ejercer de aguafiestas ante lo que se vende como un triunfo de los independentistas.

En la oposición, además del movimiento ecologista y los vecinos afectados, se encuentran el Ayuntamiento de El Prat o el de Barcelona, entre otros, sin olvidar el malestar que ha generado en la parte morada del Gobierno de Pedro Sánchez. No deja de ser curioso que a este sentir contrario al proyecto se hayan sumado las juventudes de ERC, como se puede ver aquí, el primer secretario de las juventudes socialistas de Barcelona —aquí—, o la primera secretaria de las juventudes socialistas del Baix Llobregat —aquí—, entre otros. Está claro que los jóvenes saben que son ellos los que van a heredar nuestros desmanes.

Quien quiera conocer de primera mano los argumentos que sustentan la oposición al proyecto les recomiendo que ojeen esta presentación del Ayuntamiento de El Prat, donde se repasan y argumentan, una a una, las inconsistencias de la propuesta. Desde la ausencia de un proyecto como tal, hasta la destrucción de 47 hectáreas de red Natura 2000, pasando por la omisión de las medidas de protección al Delta del Llobregat reclamadas por la Unión Europea en febrero, sin olvidar, por supuesto, la incoherencia que este tipo de políticas supone respecto a la lucha contra el cambio climático y su desajuste con las tendencias actuales de desglobalización y cambio de patrones de movilidad fruto de la pandemia.

Los aspectos ambientales están perfectamente documentados. Tanto, que ha llevado a responsables del proyecto y a la propia vicepresidenta tercera, Teresa Ribera, a afirmar que estarán especialmente vigilantes de que los requisitos ambientales se cumplan. Hay quien opina que, en el fondo, el Gobierno de España sabe que Europa no permitirá esta tropelía, pero políticamente podrán decir que por ellos no queda, y dar así salida además a las pretensiones megalómanas de Aena. Si así fuera, cualquier negociador de la otra parte tendría razón en sentirse engañado, así que vamos a dejar la hipótesis en eso, en mera hipótesis.

Los argumentos sobre la necesidad y su impacto necesitan ser aclarados. Respecto a lo primero, hay datos que indican que en el año 2019, antes de la pandemia, sólo el 7% de los vueltos que llegaron a El Prat fueron intercontinentales, y tan sólo el 1% tuvieron que operar por la pista larga. Algo similar ocurre con las previsiones de creación de empleo, que en tan sólo unos días se han visto reducidas a la mitad, de 365.000 a 185.000, como se explica aquí.

Dos cuestiones llaman la atención en este tema, también aplicables por cierto al proyecto de ampliación de Barajas. En primer lugar, que sigue persistiendo la idea de que cualquier proyecto pintado de verde puede ser sostenible, y no es así. Una gasolinera, por mucha eficiencia energética que tenga, por mucha gestión de residuos excelente que haga, o por un uso ejemplar del agua que consiga, seguirá siendo parte de una movilidad claramente insostenible. De la misma manera, no existen los aeropuertos sostenibles por muy ejemplares que sean en su gestión ambiental. ¿Significa esto que hay que cerrar todos los aeropuertos? Ni mucho menos, la economía mundial colapsaría, como hemos estado a punto de comprobar en la pandemia. Ahora bien, una cosa es ser consciente de que hay que mejorar la gestión ambiental de cualquier infraestructura para hacerla lo menos impactante posible —¡qué menos!—, y otra muy distinta que eso lleve a hablar de aeropuertos verdes.

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La segunda cuestión nos sitúa frente al espejo de la gran dificultad que supone cambiar el modelo, es decir, cambiar las ruedas con el coche en marcha. Porque la economía mundial no va a frenar en seco mientras pensamos qué queremos hacer con ella. La economía mundial se sigue configurando cada día en las decisiones que se toman.

A punto de salir de una pandemia —si nada lo impide—, hoy se puede comprobar cómo la desglobalización ha dejado de ser una especulación teórica para saltar a las grandes previsiones macroeconómicas, y cómo los patrones de movilidad se están transformando, sin muchos visos de volver al modelo anterior. Gran parte de los viajes de negocios se han sustituido por teleconferencias y todas las tendencias apuntan a que en buena medida se mantendrán así; los vuelos domésticos se están prohibiendo en países como Francia —en España se han anunciado medidas similares—; y finalmente, no parece muy difícil prever que el turismo intercontinental será el último en recuperarse, aunque sólo sea porque en buena parte de esos continentes la economía se ha quedado tan tocada o más que en España, y la vacunación va por detrás. No obstante, si sus previsiones son distintas y son sólidas, ¿por qué los promotores de la ampliación de El Prat no cuentan qué grandes compañías se han mostrado dispuestas a operar allí sus enlaces intercontinentales?

Si es cierto que el dinero es conservador y busca inversiones sin riesgo, ¿por qué alguien iba a querer invertir en una infraestructura de este calado con este nivel de incertidumbre y en un contexto tan adverso? Porque no se ha conseguido interiorizar que estamos en un momento de cambio profundo, porque no se acaba de entender que la crisis climática va a hacer inviables muchos de los hábitos instalados en la sociedad, porque en el imaginario siguen instaladas las políticas de grandes inversiones para infraestructuras mamotréticas cuyo impacto real y rentabilidad no se evalúa, porque las políticas “territorialistas” se empeñan en considerar tales infraestructuras y sus elevados costes como una gran conquista aunque su utilidad sea nula o negativa... En definitiva, porque sigue siendo muy difícil hacer comprender que la transición ecológica ya está en marcha y no puede permitirse un paso atrás ni para tomar impulso, porque no hay tiempo.

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