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Zelenski o los caprichos del azar en la historia

Volodímir Zelensky, en un acto telemático durante la inauguración del Festival de Cannes, el pasado 17 de mayo.

Xosé M. Núñez Seixas

En la ciencia histórica, en un principio era la individualidad. Cada época, cada país, cada persona era distinta y única. Y los protagonistas principales eran los grandes personajes (casi siempre hombres) que imprimían giros decisivos al curso de los acontecimientos y cambiaban las normas del juego, desde Alejandro Magno y Julio César hasta Napoleón. Hombres providenciales, pero que ya en su infancia prefiguraban lo que iban a ser. Sus biógrafos, desde Suetonio hasta el conde de Las Cases, acostumbraban a resaltarlo: eran estrategas militares o dirigentes políticos que apuntaban maneras desde jovencitos, y cuyo momento llegaba como fruta madura. Algunos triunfaban, otros fracasaban, pero dejaban el legado de su ejemplo. Los grandes personajes moldeaban el rumbo de una época.

Desde la Ilustración, y más tarde el Romanticismo y el Historicismo, los protagonistas pasaron a ser otros: los colectivos. Las naciones, los reinos, los estamentos. Los grandes personajes lo eran por expresar el sentir de un pueblo. El marxismo añadiría un nuevo matiz: las grandes individualidades poco podían hacer frente a las estructuras sociales y económicas, determinadas a su vez por leyes evolutivas, inexorables y predecibles. Los protagonistas pasaron a ser colectivos frecuentemente invocados, pero pocas veces definidos con precisión: el proletariado, la burguesía… Y los grandes eventos que actuaban de parteaguas de la evolución histórica se podían explicar por las contradicciones estructurales: la Revolución Francesa era el resultado de la crisis financiera del Antiguo Régimen, la victoria de Stalingrado traducía la superioridad material soviética…

Durante décadas, las explicaciones históricas otorgaron primacía a la agencia colectiva de clases y grupos, a las condiciones materiales o infraestructuras, a los movimientos tectónicos que determinaban la evolución de los acontecimientos. Poco importaba qué general comandase a las tropas en Waterloo o en Stalingrado.

No obstante, incluso entre quienes afirmaban que todo se explicaba por el espíritu de los pueblos y las contradicciones del capitalismo resultaba imposible ignorar el papel de los grandes personajes. Karl Marx otorgaba cierto peso a Napoleón Bonaparte en el 18 de Brumario, del mismo modo que Max Weber creía en el liderazgo carismático de individuos excepcionales, capaces de “hipnotizar” a las masas. Otros vieron en el canciller Bismarck el perfecto exponente de los intereses de los grandes propietarios prusianos y los industriales renanos. Pero todos ellos se resistían a creer en el peso de lo contingente, del azar. Habían sido los hombres apropiados en el momento oportuno, el instrumento e intérprete de grupos más amplios que ellos.

Si la historia del mundo algo demuestra, es que no siempre los acontecimientos siguen una lógica sistemática. Eventos imprevistos pueden torcer el rumbo de la historia, desde catástrofes naturales hasta epidemias. La Peste Negra, el terremoto de Lisboa o el Covid-19 son buenos ejemplos de ello. La racionalidad previsible de los actores a menudo fallaba. Nadie preveía en las cancillerías rusa, austrohúngara o francesa en el verano de 1914 que se llegaría a una guerra cuyas consecuencias serían devastadoras y cambiarían la faz de la humanidad. La inteligencia militar alemana pensaba que soltar a Lenin en la retaguardia rusa precipitaría el caos y la rendición del imperio zarista, ya tocado por la revolución de febrero de 1917; pero no esperaba que aquel ratón de biblioteca sería capaz de dar nacimiento a la Unión Soviética, el gran enemigo a batir lustros después.

Dentro de esa influencia del azar en la historia, hubo grandes personajes que surgieron en circunstancias insospechadas, sin que nadie pudiese prever que serían los protagonistas de grandes victorias y de convertirse en líderes carismáticos. A menudo, eran segundones o perdedores hasta entonces. Adolf Hitler era un don nadie en Múnich en 1919, hasta que descubrió que “sabía hablar”. Winston Churchill arrastraba en la política británica una dudosa reputación política: responsable del Almirantazgo cuyos errores estratégicos llevaron al desastre militar de Gallípoli frente a los turcos, gran admirador de Mussolini y del fascismo italiano, y defensor de la superioridad cultural y étnica de los europeos frente a los pueblos colonizados… Su ejecutoria había sido controvertida, pero al rey Jorge no le quedaba otra opción después de Chamberlain. Sin embargo, aquel hombre maduro y rechoncho se reveló como un orador excepcional, capaz de galvanizar la resistencia del pueblo británico en los peores momentos de la guerra contra el III Reich, un estratega hábil y un político pragmático capaz de atraer a los norteamericanos y convivir con los soviéticos para derrotar al enemigo común. Pasó así a la historia como un héroe de la democracia, pese a que sus antecedentes lo harían dudar.

Zelenski no era un político profesional, era joven, sabía hablar, además apuntaba a la integración entre ucrainófonos y rusófonos

Un hombre que sabía hablar

Todo indica que Volodímir Zelenski obedece en parte a ese patrón. Fue un candidato inesperado que insuflaba aire fresco en una clase política, la ucraniana, minada por las disputas entre pro-nacionalistas y pro-rusos y los bandazos entre unos y otros (Revolución Naranja de 2003-04,Euromaidán de 2014). Su popularidad derivaba de su trayectoria como actor, en particular en una serie que reflejaba los dilemas de un profesor de enseñanza media que deconstruye los mitos elaborados por la historiografía nacionalista ucraniana ante sus alumnos, pero también en espectáculos televisivos de entretenimiento, con números como cómico que en algún caso rozaban el mal gusto. Era joven y no era un político profesional, pero sabía hablar, era además un candidato que apuntaba a una cierta integración en un país dividido entre ucrainófonos y rusófonos: de origen hebreo y rusófono, neohablante de ucraniano, su rival en las elecciones de abril de 2019, el nacionalista pro-occidental Petró Poroshenko, promotor de la Ley de Descomunización, lo acusó de ser agente encubierto del Kremlin. La contundente victoria electoral de Zelenski (70% de los votos) parecía inaugurar un nuevo período, aunque las promesas y perfil político del nuevo candidato eran más bien vagas.

El nuevo presidente protagonizó gestos de reconciliación hacia Polonia —a causa de las disputas memorialísticas sobre las matanzas perpetradas por los nacionalistas ucranianos pro-fascistas en Volinia y Galitzia en 1942-43—, y abanderó la iniciativa de convertir en un símbolo de reconciliación nacional el memorial del barranco de Babi Yar, donde en 1941 los alemanes habían asesinado a más de 33.000 personas, tanto judías como romaníes, prisioneros soviéticos y algunos nacionalistas ucranianos. No obstante, su popularidad cayó en picado un año después. Las repercusiones de la pandemia del Covid-19, pero también las malas expectativas económicas, hacían prever que Zelenski caería en las elecciones de 2023. Una vez más, un político no profesional que fracasa como presidente.

La invasión rusa de febrero de 2022 cambió de pronto el escenario. Zelenski, como la gran mayoría de los estadistas mundiales, no creyó quelas amenazas de Putin fuesen en serio. La sorpresa no lo sumió en la inacción, sino todo lo contrario. El actor desempeñó un nuevo papel: representante de un país invadido que abanderaba la resistencia, que decretaba una movilización de reservistas y se enfundaba un atuendo paramilitar discreto, que daba la imagen de Allende en el Palacio de La Moneda. En vez de casco, camiseta caqui y pantalón de camuflaje. Al tiempo, Zelenski utilizaba las redes sociales con inteligencia para insuflar moral a su población, y dirigirse a la opinión pública internacional, en poses sobrias y con mensajes claros: su mensaje del aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, el 8 de mayo, fue modélico en ese aspecto, frente a la acartonada celebración de Putin al día siguiente. Zelenski utilizaba el ucraniano y el ruso, y mandaba mensajes a la opinión rusa, intentando en todo momento diferenciar pueblos y dirigentes. Se beneficiaba de un hecho: frente a lo que probablemente pensaba Vladímir Putin, los ucranianos rusófonos (fuera de Crimea y del Donbas) no acogieron a las tropas rusas como liberadores, sino que los vieron como lo que eran. Invasores. Pues, de modo paradójico, la guerra ha cohesionado a los ucranianos, hablen ruso o ucraniano, gracias a compartir un enemigo.

La trama heroica

La trama heroica

El personaje singular, Zelenski, es sin duda un hábil intérprete de los intereses de la mayoría de los ucranianos en una hora difícil. Juega su papel: el de víctima de una invasión, que sabe que Occidente no irá a la guerra por Ucrania, pero que puede conseguir metas intermedias explotando la mala conciencia de la opinión pública y de las élites europeas. Podíamos presuponer que como actor estaba dotado para interpretar ese nuevo papel. Pero también podríamos aventurar que, simplemente, el traje le habría venido grande. En otros casos, como el del presidente georgiano Mijeíl Saakashvili durante la corta guerra de Osetia del Sur (2008), el intérprete no fue el adecuado, y la evolución de los acontecimientos fue muy distinta para el agresor ruso. Pero Zelenski no es Saakashvili. Y es que en la historia no todo está escrito. Las personas hacen la historia, tienen opciones, y toman decisiones, en contextos de oportunidades limitadas. Algunas aciertan, otras no. Tan simple como eso.

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Xosé M. Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de de Santiago de Compostela.

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