El juramento
El juramento
Cuando contraje la enfermedad que iba a acabar conmigo, mi padre juró que no volvería a verme nunca más. De nada sirvió que mi madre derramara las pocas lágrimas que aún le quedaban. Mi vida, hasta entonces, había transitado a conciencia por caminos equivocados, pero mamá creía que el perdón era la única medicina capaz de aliviar mi pena. En cambio, papá, sintiéndose ofendido, ya no quiso saber nada de "la niña de sus ojos", como solía llamarme. Ni siquiera el cura del barrio, amigo de la familia, le hizo entrar en razón. Porque mi padre, como buen cristiano, había ayudado en la colecta de la parroquia para adquirir la nueva imagen de la Virgen, destinada al altar mayor. Un encargo que estaba en manos de un joven escultor que me apreciaba y que –a diferencia de mí– había dejado a tiempo el infierno de las drogas. Él supo estar a mi lado en todo momento, dibujando con esmero el desolado perfil de un trance sin retorno. Mi padre, después de todo, ni siquiera me habría reconocido al final. Por eso ahora, cuando viene a la iglesia los domingos y reza frente a la nueva imagen del altar mayor, no sabe –ni sospecha– que el perdón y el alivio los busca en mi rostro desolado.
Envenenamiento
El catador del rey era un esclavo al que el hecho de probar (tres veces al día) platos exquisitamente elaborados había borrado de su cara la triste expresión con la que inicialmente llegó a palacio. Hasta el punto de que, por su aspecto, parecía uno más de los invitados en la corte del soberano. Además, incapaz de ocultar su entusiasmo al degustar aquellos manjares, no sólo asumía de buen grado que podían estar envenenados, sino que exteriorizaba sin pudor el goce supremo de saborear la excelencia culinaria reservada a su amo y señor.
Al principio, el rey quedaba satisfecho con semejante despliegue de eficiencia. Pero, alertado por sus allegados de que aquel miserable disfrutaba de la comida más allá de lo debido, acabó ordenando que lo envenenaran, sólo por darse el gusto de ver cómo desaparecía de golpe el aura de felicidad y moría entre convulsiones.
El nuevo catador, en cambio, prueba cada plato con una expresión de pánico que complace a los demás comensales. Pero el rey ha perdido el apetito porque, acostumbrado a ver la dicha en el rostro de su siervo como preludio de un gran banquete, ahora sólo espera el día en que sus peores temores se hagan realidad.
Libro de visitas
"Nuestro más sentido pésame, de parte de la comunidad de propietarios".
"Un emocionado recuerdo de la 22ª promoción de antiguos alumnos".
"Afectados por esta desgracia, tus colegas del centro excursionista".
"El comité de empresa, en representación de toda la plantilla, da el pésame a la familia".
"Te echaremos de menos en el equipo de dobles, campeón".
"Consternados por la pérdida de un gran hombre de empresa y mejor amigo".
"Siempre en nuestro corazón, tus amigos del casino".
"Mis condolencias en nombre propio y de todo el consistorio municipal".
Ficción
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"Un abrazo a la esposa y demás familia de tan destacado benefactor de la parroquia".
"Adiós amor mío. Siempre seré tu puta. Tuya y de nadie más".
* Pedro Herrero (Badalona, 1953) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Escribe microrrelatos desde 2006. Ha publicado textos en varias antologías del género, entre ellas 'Velas al viento. Los microrrelatos de la nave de los locos' (Cuadernos del Vigía, 2010). Ha publicado 'Los días hábiles' (SERIAL Ediciones, 2016), con fotografías de Josep Vilaplana. 'Caracteres con espacios' es su segundo libro de microrrelatos. En internet mantiene la bitácora 'Humor mío' (https://humormio.blogspot.com/) dedicada a este género literario.