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La restauración de ‘Historia de un vecindario’, una puerta de entrada menos obvia al cine de Yasujiro Ozu

Fotograma de 'Historia de un vecindario'.

Las películas de Yasujiro Ozu suelen constar de dos tipos de escenas. Las que tienen personajes y diálogos impulsan la trama y normalmente se desarrollan en interiores, mientras que las otras son sucesiones de planos de la vida urbana o rural de Japón. Paul Schrader, uno de los grandes estudiosos de este cineasta nipón —la filmografía de Ozu era una de las analizadas en su famoso libro El estilo trascendental— denominó al segundo tipo de escenas “codas”. Escenas tranquilas de la vida de Japón que ejercían de punto y aparte en sus películas, y ofrecían un contraste tanto espacial como espiritual: la repentina contextualización de los devenires del ser humano en el marco de algo mucho más grande.

“Las codas no sólo funcionan como expresiones positivas de unidad entre el hombre y el espacio, sino también como comentarios irónicos sobre la ausencia de dicha unidad”, escribe Schrader. Instantes contemplativos, a través de planos generales, que ambienta una música lánguida y evocadora. Irrumpen en la gran mayoría de las películas de Ozu sin disonancias, aunque hay una excepción. Uno de los planos de las múltiples codas que orquestó Ozu muestra una manta tendida secándose al sol. Hasta ahí todo bien, suscribe la habitual calma zen de estos segmentos. El problema es que la manta se está secando porque tiene una gran mancha de orina. Y los diseños del tejido de la manta nos recuerdan a una famosísima insignia. Alguien se ha meado en la bandera de EE.UU.

Es el plano más famoso de Historia de un vecindario. Una película de 1947 que, por otra parte, nunca ha sido considerada como una de las indispensables de Ozu, pero donde este instante destaca a la luz de los precedentes. Era lo primero que el cineasta rodaba concluida la Segunda Guerra Mundial, tras la derrota de Japón y la ocupación que el general Douglas MacArthur había establecido en el país. La película le hablaba a una población humillada, sometida a EE.UU. Esa bandera, en caso de serlo, no podía estar ahí por casualidad.

Películas para después de una guerra

Historia de un vecindario (Nagaya shinshiroku) también ha sido conocida previamente en España como Memorias de un inquilino. El acceso que haya podido tener la cinefilia al film ha sido más bien irregular, aunque esto mostró visos de cambiar cuando en el último Festival de Cannes se proyectó una restauración del film en 4K. Es la que ahora estrena A Contracorriente Films en nuestro país coincidiendo con un doble aniversario: este 12 de diciembre se cumplían tanto 60 años de la muerte de Yasujiro Ozu como 120 años de su nacimiento, en 1903. Ozu vivió exactamente 60 años. Ni un día más, ni un día menos.

Acaso fuera el broche a una carrera marcada por la armonía y la alergia a las disonancias. Ozu, que había empezado trabajando con el cine mudo, mostró una temprana obstinación por fraguar un estilo diferenciado, a caballo entre el minimalismo y la claridad expositiva, que ya se había asentado plenamente una vez su obra empezó a ser conocida en Occidente hacia los años 50. Fue cuando Cuentos de Tokio asentó el fenómeno impulsado por la victoria de Rashomon de Akira Kurosawa en el Festival de Venecia de 1950: toda una nueva cinematografía se abrió paso en el radar occidental, y Ozu fue su primer gran representante junto al mencionado Kurosawa y el Kenji Mizoguchi de Cuentos de la luna pálida.

Pero antes de Cuentos de Tokio, naturalmente, Ozu había dirigido multitud de películas. Casi siempre en el marco de Shôchiku (productora a la que guardaba una lealtad férrea) y teniendo que bregar con los cambios técnicos del medio, a los que Ozu mostraba una renuencia extrema. Su primera película sonora, El hijo único, llegó en 1935. Y no quiso rodar en color hasta finales de la década de los 50, en vísperas de su muerte. “Cuando la guerra acabó hubo quien seguramente pensó que yo habría cambiado, pero al ver la película dijeron que no había cambiado nada: que seguía siendo terco como una mula”.

Así valoraba Ozu la recepción en 1947 de Historia de un vecindario. En efecto era una película marcada por las consecuencias de la experiencia bélica, en varios sentidos. Para empezar, porque la Segunda Guerra Mundial le había forzado a dejar de trabajar durante cinco años —algo inaceptable para sus ultraproductivos estándares—, siendo destinado a Singapur y teniendo la oportunidad de ver allí multitud de films extranjeros: desde Ciudadano Kane hasta Fantasia de Disney, que al parecer le fascinó. La última película que había rodado antes de verse comprometido por los deberes patrióticos había sido Había un padre, esta sí comúnmente considerada una de sus obras maestras. 

La cuestión es que, cuando la guerra acabó y el ejército estadounidense se aposentó en su país, Shôchiku le pidió a Ozu que dirigiera cuanto antes una película. El director escribió el guion en tiempo récord junto a Takao Ikeda, y el resultado fue algo que se antojaba conscientemente “un Ozu menor”. De historia sencillísima, que apenas necesitaba 70 minutos para desarrollarse: un hombre (Chishu Ryu, actor fetiche de Ozu) encuentra a un niño abandonado en la calle, y este le sigue hacia su bloque de apartamentos. Como nadie en la vivienda quiere hacerse cargo del chaval (interpretado por Hohi Aoki), los vecinos logran encasquetárselo a una viuda de malas pulgas, Otane (Choko Iida). 

Como no podía ser de otra forma, lo que empieza siendo una relación forzada y desagradable se acaba convirtiendo en un afecto sincero, con la viuda formando una nueva familia contra la posibilidad de que, en algún momento, reaparezca el padre del chico. Historia de un vecindario es tan sencilla como suena, y la grandeza de su propuesta está vertebrada por las mismas tensiones que extraemos de otros films más celebrados: las ambivalencias de Otane con respecto al chico, primero resistiéndose a quererle y luego a que le aparten de su lado, corresponden al interés de Ozu por la dialéctica pasado/futuro en sintonía a una final resignación por las cosas que no están en nuestra mano cambiar. Cosas que normalmente subrayaba con sus amplias e irónicas codas. Lo que nos devuelve a la bandera meada.

De banderas y samuráis

Ozu casi nunca le habló a nadie de sus experiencias en la guerra. Mucho menos llegó a dirigir una película sobre la contienda. La derrota de Japón —humillante por lo que suponía para los afanes imperialistas e infinitamente dolorosa por los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki que habían forzado la rendición— fue algo que el director se tomó con la misma filosofía con la que se tomó a posteriori los cambios de su país. La industrialización, la expansión de los núcleos urbanos, el encaje japonés en una nueva sociedad global: fueron nociones que, vaga pero elocuentemente, se hicieron notar en su cine una vez había dominado su estilo y pretendía someterlo a una depuración cada vez más extrema.

Pero Historia de un vecindario llegó antes de Cuentos de Tokio. También poco antes de Primavera tardía, que en 1949 y mediando su primera colaboración con Setsuko Hara suele considerarse el inicio de su época canónica. Con lo que Historia de un vecindario es una película de mayor aspereza, y pegada por imperativo industrial a una realidad a la que Ozu no podía dar la espalda. Quizá, por una vez, tampoco quiso. Por eso sorprenden tanto, siendo una obra tan entrañable como no deja de ser, la agresividad de sus diálogos y la picaresca fatalista de los personajes. Historia de un vecindario tiene numerosos elementos cómicos, y la mitad de ellos aluden a los vecinos titulares manipulando a la viuda. 

La otra mitad está integrada por las pullas que esta viuda intercambia con una amiga, y por la difícil comunicación que entabla con el niño. Otra cosa llamativa de Historia de un vecindario es el desinterés con el que el personaje de Aoki se hace querer: es un chaval callado e inexpresivo, que suele reaccionar de forma arbitraria y al que le cuesta expresar gratitud. Su incontinencia urinaria, garante de la icónica manta-bandera, es una expresión de tantas de lo terriblemente que le ha afectado la guerra, dejándole traumatizado e incapaz de comunicarse. Al igual que esta misma guerra ha provocado que los vecinos estén totalmente amargados, por más que otra gran escena les presente cantando juntos durante una cena.

En sintonía, Historia de un vecindario muestra una ciudad visiblemente arrasada por los bombardeos, llena de ruinas y escombros por donde transitan personajes desamparados. Nadie menciona la guerra como tal, pero es visible en cada rincón. Casi como si Ozu, de forma contemporánea al neorrealismo en Italia, buscara reflejar abiertamente un malestar social. Incluso una rabia patriótica que se deja entrever en los últimos minutos de la película, cuando multitud de niños (la mayoría huérfanos) se congregan en torno a la estatua del samurái Takamori Saigo: un monumento que el general MacArthur había querido derribar por considerarlo un peligroso símbolo nacionalista, ante la feroz oposición del pueblo.

Quizá la manta con la orina no fuera un insulto a EEUU. Ozu era más elegante que eso, y a lo mejor solo fue una casualidad. Aún así la angustia de la posguerra es indivisible de Historia de un vecindario como una muestra inédita de la rabia que Ozu, desafiando su habitual estoicismo, llegó a ser capaz de mostrar. Por eso es una película fundamental en su trayectoria, y una forma socorrida de seguir tratando de entender a un cineasta inagotable. Quizá nunca lo logremos, pero con Historia de un vecindario estamos más cerca.

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