Aire de París, conservas de 'mierda de artista' o las Cajas Brillo de Andy Warhol: pasión por los envases

Las famosas Cajas Brillo de Andy Warhol.

Al artista contemporáneo le pirra el packaging. ¿No me creen? ¡Atiendan! En 1919, Marcel Duchamp (nuestro santo patrón) tenía un problema morrocotudo: su principal coleccionista, Walter Conrad Arensberg, celebraba su cumpleaños. Imagínese: ¿qué le regalas a un señor que "tenía todo lo que la fortuna podía comprar"? Movido por esta inquietud tan pedestre, Duchamp se encaminó a una botica parisina y pidió al farmacéutico una ampolla de suero fisiológico. Después, le dijo al dependiente que la vaciase y, tras ello, volviese a sellarla. Sobre el vidrio soplado, el artista detalló el contenido con su mejor caligrafía: aire de París. Si buscan la imagen, tendrán que reconocérmelo: la idea es buena, pero, además, el objeto es precioso.

Con un propósito menos dadivoso y un trasunto menos poético, Piero Manzoni se dijo un día: el mercado del arte es una filfa. La idea estará manida, pero razón no le falta. Para reírse de los avariciosos coleccionistas y de los marchantes especuladores, el señor don Pedro produjo noventa conservas de mierda de artista. Primorosamente numeradas y escrupulosamente cerradas (¡gracias a Dios!), cada latita aseguraba contener treinta gramos del genial zurullo y podía adquirirse a precio de oro (según la cotización de ese día). Las existencias, claro, se agotaron rápidamente. En 2007, Agostino Bonalumi, amigo y compañero de Manzoni, confesó al Corriere della Sera que dentro solo llevaban yeso. Creo que nadie se ha atrevido a averiguarlo: a ver quién es el guapo que rompe una obra que, según las últimas subastas, sale por un cuarto de millón.

Más allá de la chanza y del cansino intento de epatar a los burgueses (que, dicho sea de paso, no tiene ningún mérito, porque es la cosa más fácil del mundo), estas obras no son tan marcianas como podría pensarse. Es más, entroncan en una fecunda tradición del arte occidental: son reliquias en sus relicarios, objetos vulgares dotados de cualidades especiales gracias a su contacto con personas excepcionales.

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Un año después de que Manzoni hiciese lo suyo, Yves Klein dejó junto al relicario de santa Rita de Casia un exvoto: una cajita de metacrilato con tres compartimentos rellenos de colores. Azul, rosa y oro. Junto a ellos, el artista incluyó una extensa oración: "Haz que mis enemigos se conviertan en mis amigos, y, si eso es posible, haz cualquier intento para que nunca me dañen. Hazme a mí y a todas mis obras invulnerables. Santa Rita de Casia, santa de las causas imposibles y desesperadas, gracias por toda tu poderosa, decisiva y maravillosa ayuda […] y protege siempre todo lo que he creado para que incluso, a pesar de mí, sea siempre de una gran belleza".

Andy Warhol iba a misa con frecuencia. Aunque algunos teóricos han explorado la vinculación del catolicismo (por ejemplo, en la exposición Andy Warhol: Revelation en el Museo de Brooklyn, inaugurada en 2021), dudo que sus famosísimas Cajas Brillo tengan parentesco con la transubstanciación. Construidas en madera, pintada y serigrafiada, la obra no solo retoma la discusión sobre qué es el arte y qué objetos (materiales, temas, etcétera) pueden serlo, sino que torpedea la noción de autoría. Vamos, que Warhol fusiló el diseño del propio al que la empresa de estropajos había contratado.

Para terminar, les contaré una intimidad: en el salón de casa tengo una tablita primorosamente pintada que reproduce, al óleo, una lata de mejillones. No es ninguna antigualla: la obra tendrá tres o cuatro años. ¿Cómo se quedan? Lo dicho: las cajas y los envases son súpercontemporáneos.

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