Un problema de los actuales sistemas democráticos es la necesidad que tienen los partidos de planificar políticas a corto plazo –a cuatro años vista–, con las futuras elecciones como meta. Sin embargo, cuando hablamos de grandes figuras de la política, cuando hablamos de grandes estadistas, nos referimos a quienes han tenido la capacidad de tener una visión de Estado y de futuro por encima de sus intereses individuales o de partido.
No es fácil combinar ambas perspectivas. Las cuestiones fundamentales y profundas no se resuelven en breves períodos de tiempo, las soluciones a problemas estructurales no dan sus frutos en unos pocos meses o años. Por ello, resolver estos retos exige el consenso al menos de quienes van a tener en su mano el poder durante varias legislaturas, aunque su procedencia ideológica sea diversa.
Si no es fácil combinar la perspectiva a cuatro años con la perspectiva a medio o largo plazo, tampoco lo es encontrar gestores públicos con las aptitudes necesarias para alcanzar el consenso.
Ideas claras y precisas, capacidad para escuchar y para renunciar a parte de su discurso, disposición a anteponer el interés general a su propio afán de protagonismo, carisma para convocar al resto de fuerzas políticas, honradez para generar confianza y poder de convicción para trasmitir la necesidad del consenso son características necesarias en esos políticos que necesitamos.
No podemos consensuar si no somos capaces de poner sobre la mesa propuestas realistas, bien perfiladas, un punto de partida fiable sobre el que comenzar a trabajar. No podemos llegar al acuerdo si no somos capaces de escuchar las críticas y las propuestas del resto, si no somos capaces de renunciar a parte de nuestras ideas para hacerlas compatibles con las de los demás. No podemos asentar una base firme si queremos aparecer como salvadores o remedios imprescindibles. No tenemos poder de convocatoria si no hemos tenido una trayectoria intachable que genere confianza, que consiga que nuestras intenciones sean consideradas sinceras.
La antítesis del consenso la constituyen quienes no tienen una idea clara de su proyecto, quienes se cierran en sus planteamientos haciendo oídos sordos a cualquier propuesta que no concuerde con la suya, quienes no están dispuestos a dejar sitio en la foto a otros que junto a él sean capaces de establecer una estructura estable, quienes no inspiran confianza sino la sospecha de que bajo la propuesta, bajo la piel de cordero, se esconde el lobo.
Dice la canción que “andamos justos de genios” –Eugenio Salvador Dalí, de Mecano-, pero bien podía decir que andamos huérfanos de personas sabias, de políticos de Estado: en el Gobierno, en la oposición y en el resto de partidos.
¿De qué sirve no ceder un ápice en la redacción de una ley si eso supone que en cuanto se pierda la mayoría la ley cambiará? ¿No sería más inteligente ceder en algunos aspectos para que otros se perpetúen a lo largo de los años?
Las reglas que regulan los grandes asuntos que estructuran un país no pueden variar cada dos por tres. No pueden depender de situaciones circunstanciales o de intereses concretos, particulares o partidistas. No podemos pensar en un futuro firme desde una base inestable y cambiante que sólo nos ofrece la seguridad de que pronto volverá a cambiar.
Organización territorial, justicia, separación de poderes, alcance del estado del bienestar o educación no pueden bailar al son de la musiquilla de cada partido y de los socios de Gobierno que en cada momento necesite.
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José M. Marco Ojer es socio de infoLibre
Un problema de los actuales sistemas democráticos es la necesidad que tienen los partidos de planificar políticas a corto plazo –a cuatro años vista–, con las futuras elecciones como meta. Sin embargo, cuando hablamos de grandes figuras de la política, cuando hablamos de grandes estadistas, nos referimos a quienes han tenido la capacidad de tener una visión de Estado y de futuro por encima de sus intereses individuales o de partido.