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Aporofobia

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Javier Paniagua

¿Rechazamos al pobre porque es pobre, es decir sin recursos para vivir según el estándar de vida aceptable en una sociedad desarrollada, o lo rechazamos por su aspecto, por sus ropas, por sus caras inexpresivas y sucias y por su actitud petitoria? La llamada aporofobia, neologismo propuesto por Adela Cortina para definir el rechazo al pobre, ¿está referida a la presencia física o a las rentas que dispone para desenvolverse autónomamente? Porque esa animadversión a la pobreza podemos atribuirla a las emociones que motivan al cerebro. Para Cortina hay una base biológica que conecta con la supervivencia de la especie y se enfrenta al extraño porque puede significar la aniquilación de la propia tribu. Y en esa circunstancia las disposiciones morales históricas vienen determinadas por esa fobia, pero no es inmutable porque nuestra estructura cerebral se adapta como la plastilina y podríamos movilizar nuestras emociones hacia otra dimensión, como lo hemos hecho con el reconocimiento de los derechos individuales frente a las etapas de la Antigüedad y el Medievo. Ya Luis Vives propuso en 1526 la intervención de los poderes públicos para solucionar el pauperismo. Desde esa perspectiva debemos asegurar a todos los ciudadanos unos mínimos de sostenibilidad para que las desigualdades sociales no destruyan la democracia, que está basada en la libertad que los pobres no tienen. En este sentido enlaza con la tesis de John Rawls del deber de establecer una sociedad justa de derecho para ser libres e independientes de la beneficencia. Es lo que algunas fuerzas políticas han intentado con la propuesta de la “renta básica”.

El libro de Cortina “Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia” (Paidós, 2017) supone, en ultima instancia, una reflexión sobre el odio al otro (Sartre decía que el infierno son los otros) que centra en la pobreza el elemento clave que convive y alimenta otras patologías como el racismo, la homofobia o la xenofobia. De tal manera que si los que vienen fueran ricos no pondríamos ningún impedimento para admitirlos. Desde este nivel de abstracción estaríamos de acuerdo con su propuesta de progreso moral porque a quién no le va a gustar que desaparezca la pobreza y que la sociedad disponga de recursos para cubrir las necesidades mínimas. El problema se plantea cuando intentamos concretar los conceptos y superar la obviedad de los deseos. Ya decía Nietzsche que nominar las cosas no es explicarlas. ¿Dónde ponemos el límite de la pobreza en una sociedad de libre mercado, en permanente cambio, con crisis periódicas inherentes al sistema?  Los economistas discutirán la frontera y crearán modelos econométricos para diferenciar los niveles de rentas, teniendo en cuenta que en las sociedades abiertas la riqueza y la pobreza no son estables. De ahí el índice Gini para medir el nivel de desigualdad de los Estados. Los historiadores de la Economía saben que, a lo largo del tiempo, quienes eran ricos pasan a pobres y viceversa. El socialismo leninista trató de asegurar una sociedad igualitaria donde todos tuvieran cubiertas sus necesidades básicas, y así el sistema soviético estableció una economía indicativa con resultados sociales inferiores a los de la sociedad capitalista que consensuó el Estado de Bienestar en la segunda mitad del siglo XX. Las llamadas democracias socialistas no consiguieron mantener las libertades políticas porque resultaban incompatibles con una economía planificada. ¿Estamos seguros, entonces, que el rechazo no tiene mayoritariamente un elemento cultural y que, hoy por hoy, es especulativo referirse a nuestras bases biológicas para analizar las motivaciones cerebrales? Al menos en la literatura de la neurociencia no aparece un consenso científico recurrente. No siempre el racismo y la xenofobia acompañan a la pobreza. Los judíos alemanes, soviéticos y de la Europa del Este, perseguidos en los años 30 del siglo XX, no eran generalmente pobres con relación a otros sectores, y muchos afroamericanos en EEUU disponen de rentas altas, pero no son aceptados en barrios de blancos. Existe un rechazo cultural a las costumbres gitanas, pero no necesariamente a su pobreza, y eso es también un elemento para evaluar la xenofobia.

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Javier Paniagua es socio de infoLibre

¿Rechazamos al pobre porque es pobre, es decir sin recursos para vivir según el estándar de vida aceptable en una sociedad desarrollada, o lo rechazamos por su aspecto, por sus ropas, por sus caras inexpresivas y sucias y por su actitud petitoria? La llamada aporofobia, neologismo propuesto por Adela Cortina para definir el rechazo al pobre, ¿está referida a la presencia física o a las rentas que dispone para desenvolverse autónomamente? Porque esa animadversión a la pobreza podemos atribuirla a las emociones que motivan al cerebro. Para Cortina hay una base biológica que conecta con la supervivencia de la especie y se enfrenta al extraño porque puede significar la aniquilación de la propia tribu. Y en esa circunstancia las disposiciones morales históricas vienen determinadas por esa fobia, pero no es inmutable porque nuestra estructura cerebral se adapta como la plastilina y podríamos movilizar nuestras emociones hacia otra dimensión, como lo hemos hecho con el reconocimiento de los derechos individuales frente a las etapas de la Antigüedad y el Medievo. Ya Luis Vives propuso en 1526 la intervención de los poderes públicos para solucionar el pauperismo. Desde esa perspectiva debemos asegurar a todos los ciudadanos unos mínimos de sostenibilidad para que las desigualdades sociales no destruyan la democracia, que está basada en la libertad que los pobres no tienen. En este sentido enlaza con la tesis de John Rawls del deber de establecer una sociedad justa de derecho para ser libres e independientes de la beneficencia. Es lo que algunas fuerzas políticas han intentado con la propuesta de la “renta básica”.

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