Los asesinos de la luna
Martin Scorsese nos sorprendió en 1976 con una memorable película, Taxi Driver. Con ella, inaguraba su manera peculiar y brillante de reflejar a la sociedad estadounidense (*) a través del cine. Nieto de inmigrantes sicilianos, creció influido por la “cultura” de sus vecinos (mafia y catolicismo) y su pasión infantil por el “western” completaron su manera de entender y explicar la violencia que subyace en los 200 años de existencia de un pueblo que no entiende otra manera de estar en el mundo, más que a través de la misma. De ahí su imposibilidad de derogar la medieval, anacrónica y absurda segunda enmienda de su Constitución y la manera de relacionarse con el mundo exterior.
Con Taxi driver obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes y, a partir de entonces, no ha dejado de sorprendernos con memorables títulos como Toro Salvaje, El Irlandés, El color del dinero, El Cabo del miedo, Casino, Gangs of New York, Infiltrados, El lobo de Wall Street…hasta su última entrega, justo cuando acaba de cumplir sus 80 años, “Killers of the flower Moon” (Los asesinos de la luna)
Scorsese no sólo ha querido hacer una película más sobre la violencia, sino que ha querido poner a su país frente al espejo de su historia
Su brillante carrera ha sido reconocida con innumerables premios. Destacar el “León de Oro” a toda su carrera cinematográfica (Venecia 1995); La “Légion d´honneur” (Francia, 2005); Oscar al mejor director y mejor película por “Infiltrados”. En 2018 ganó el Premio Princesa de Asturias de las Artes.
Con Los asesinos de la luna, todo parece indicar que tenía una deuda pendiente. La de denunciar el genocidio que los nuevos amos y señores de aquellas tierras conquistadas a sangre y fuego fueron capaces de infligir sobre poblaciones ya sometidas. Una manera de ajustar cuentas con un país fundado sobre el genocidio de sus habitantes. Película basada en la novela del periodista David Grann, quien, durante un lustro, investigó sobre la desaparición de la Nación Osage. En 1870, Los Osage fueron desplazados de sus tierras a un rincón de Oklahoma y que, por “caprichos del destino”, años más tarde, en dichas tierras, el petróleo hizo acto de presencia, marcando una vez más el destino de la Nación Osage. Nación enriquecida por el oro negro y que llevaría a su destrucción por la ambición sin límites del hombre blanco (interpretada por Robert de Niro)
Scorsese se mantiene fiel al relato histórico. Fiel al relato criminal, investigado por el recién creado FBI, quienes no cejaron hasta destapar la trama que llevó a la muerte por envenenamientos, asesinatos y desapariciones de los Osage. Revelando una de las conspiraciones más terroríficas y abominables de la naciente “God bless América”.
Leonardo DiCaprio, en su mejor versión, en su mejor interpretación (seguro candidato al Oscar) da vida al personaje que mejor representa al estadounidense medio de la “América profunda”. Un pobre hombre sin principios, sin horizontes ciertos, con escasa cultura, que llega a la tierra de los Osage, tras combatir en la Primera Guerra Mundial, a trabajar en lo que sea, bajo la sombra de su tío. Pronto conocerá al único personaje que aporta vida, sensibilidad, ternura y orgullo, la Osage Mollie Burkhart (Lily Gladstone), una mujer que poco a poco va perdiendo a toda su familia, asesinados por quienes desean quedarse con su petróleo y su fortuna. Con su sensibilidad y elegancia, aporta lo mejor de la película; en su mirada, diríase que se esconde toda la grandeza y el sufrimiento de los pueblos indios, no sólo del suyo. Todo lo contrario que representa la gestualidad y la vacuidad de su marido (DiCaprio) que sólo al final de la historia empieza a ser consciente de todo el mal causado. Es el hombre medio estadounidense.
Los asesinos de la luna es la otra cara de Érase una vez en América (Sergio Leone). Scorsese no sólo ha querido hacer una película más sobre la violencia, sino que ha querido poner a su país frente al espejo de su historia. Historia construida sobre marionetas dirigidas por personajes sin escrúpulos al servicio del dinero. Por ello, nos reserva un final magistral, imprevisible, sorprendente en su estructura, con una intervención suya... ¿testamentaria?
Son tres horas y media de metraje que, para un defensor de los 90´(como es mi caso) no se hacen largos, porque los diálogos en esta terrible historia son necesarios. Más que nunca la pedagogía deviene en necesaria.
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Marcelo Noboa Fiallo es socio de infoLibre.