Bajo los adoquines, las alcantarillas

¿Se puede sentir en las presentes circunstancias algún tipo de empatía hacia Íñigo Errejón o eso coloca de manera automática a quien pueda experimentarla en el hipotético bando de los acosadores, maltratadores (psicológicos o físicos) y demás abominable ralea? En estos días se ha escrito muchísimo sobre los episodios que han supuesto la defunción pública de uno de los fundadores de Podemos. Pero se ha hablado menos, infinitamente menos, de quienes le han dado muerte, esto es, de sus verdugos, si se me permite utilizar el término. 

No pretendo aludir con él a las víctimas (unas más presuntas que otras, unas más inocentes que otras) que con su testimonio han terminado desencadenando el escándalo que ha provocado la irreversible caída en desgracia de Errejón. Tampoco pretendo referirme, en un plano muy distinto, a esos verdugos abstractos que vendrían representados por las contradicciones personales a las que el propio Errejón se refería en su carta de despedida de la política. Contradicciones que eran presentadas como las auténticas culpables de su destino final, y que él endosaba, en una pirueta argumentativa marca de la casa, al neoliberalismo y al patriarcado. No hace al caso detenerse ahora en este último aspecto, aunque valdrá la pena constatar que estamos ante un recurso que constituye, sin duda, un signo de los tiempos. A este respecto, lo único que cabe observar es que disponiendo de macroinstancias de semejante magnitud a las que endosar cualquier comportamiento censurable, parece claro que en nuestros días el que no es una víctima es porque no quiere.

Muy mal vamos si nuestra honra está en manos de testimonios anónimos depositados en cualquier red social y administrados por vaya usted a saber quién con no se sabe qué propósito

Pretendo referirme a otro elemento, de muy diferente naturaleza. Se me permitirá que plantee el asunto recurriendo a la vieja imagen que en mayo del 68 del pasado siglo utilizaban los estudiantes pretendidamente revolucionarios para reivindicar las potencialidades transformadoras que, según ellos, contenía la realidad. Pues bien, finalmente y en contra de lo que se decía, hemos constatado que debajo de los adoquines no había ninguna playa. Había alcantarillas por las que circulaban las aguas residuales que la ciudad nunca deja de producir. Resultaría engañoso, por equívoco, afirmar que el hedor de las mismas ha pasado a ser tan intenso que se percibe desde la calle. Se trata más bien de otra cosa, bien distinta. Se trata de que hay quienes han decidido que lo más saludable para la vida en común es que tales aguas circulen a cielo abierto por la superficie, a la vista de todos. 

Dudo que a estas alturas haya nadie que reivindique el secretismo o el derecho a que, en nombre de la salvaguarda de la propia intimidad, personas con responsabilidad pública puedan blindarse del reproche social que recibirían si se conocieran determinados comportamientos personales del todo incompatibles con sus responsabilidades. Ahora bien, entre esto y la obscenidad con la que algunos en redes sociales en los últimos días se deleitaban en el relato de los detalles más íntimos de ciertos episodios media un abismo. Aunque tal vez todavía más preocupante que dicha obscenidad sea otra cosa, ligada a lo anterior, que también se produjo con especial intensidad el fin de semana pasado. 

Fuimos muchos los que, en esos días, recibíamos mensajes anunciando cuál era el próximo personaje público (no solo político, sino también periodista, era el lugar común más reiterado) que iba a ser objeto de denuncia pública en las redes sociales. Habrá quien intente rebajar la importancia de tales anuncios señalando que finalmente todos esos nombres y conductas anunciadas no dieron lugar a denuncia alguna, pero el argumento, a poco que se piense, resulta escasamente tranquilizador. Porque repárese en una de las afirmaciones más reiteradas a raíz de conocerse las denuncias contra Íñigo Errejón. Para criticar el silencio –cuando no la complicidad– de las direcciones de las distintas formaciones políticas por las que pasó el hoy defenestrado eran muchos los que, de manera casi inexorable, empezaban señalando: todo el mundo sabía que…”, y a continuación la crítica en cuestión.

La sin duda loable apelación a estar siempre y sobre todo con las víctimas no debería servir para disimular el hecho de que en muchos momentos de los últimos días a lo que hemos asistido ha sido a un vengativo linchamiento en toda regla

Llegados a este punto, la pregunta que ya no cabe soslayar es ¿y cómo lo sabían? La pregunta, ciertamente, resulta tan insoslayable como retórica porque la evidencia incontrovertible es que buena parte de todas esas personas que decían estar al tanto de las andanzas sexuales de Íñigo Errejón había tenido noticia de las mismas a través de las redes sociales. Sin que pueda servirnos de consuelo el hecho de que el rumor no hubiera adoptado la categoría de escándalo que ha terminado por alcanzar. Porque lo efectivamente preocupante es de quién depende que dicho tránsito se produzca o, si se prefiere, en manos de quién está eso que los clásicos llamaban nuestra honra. Muy mal vamos, ciertamente, si está en manos de testimonios anónimos depositados en cualquier red social y administrados por vaya usted a saber quién con no se sabe qué propósito. 

Solo añadir, para ir finalizando, que otra de las afirmaciones que también se ha repetido hasta la saciedad en estos días ha sido la de que muchas de las propuestas que en su momento defendía Íñigo Errejón y que terminaron por tener forma legal parecen haberse vuelto ahora en su contra. He de decir que mi profundo desacuerdo con muchas de ellas no me lleva a celebrar en modo alguno que le haya tocado tener que probar su propia medicina. Sigo pensando que la máxima de Concepción Arenal “odia al delito y compadece al delincuente” todavía podría servir de guía en el debate público a la hora de abordar cuestiones especialmente sensibles. 

La sin duda loable apelación a estar siempre y sobre todo con las víctimas no debería servir para disimular el hecho de que en muchos momentos de los últimos días a lo que hemos asistido ha sido a un vengativo linchamiento en toda regla (en algunos casos por parte de personas que, de forma poco disimulada, le tenían ganas a él personalmente o al sector político que representaba). Cuando lo que de veras necesitamos ahora es una reflexión crítica colectiva en profundidad que, más allá de las flagrantes contradicciones políticas y personales de Íñigo Errejón, se plantee cuáles han sido los errores cometidos por muchos –o cómo las mejores intenciones han dado lugar a las peores consecuencias– y de qué forma podemos corregir este desatinado rumbo. Pero se ha encanallado demasiado el espacio público como para esperar cosas tales como el ejercicio de la compasión, especialmente con los adversarios (políticos o de género). 

Quizá sea esta una de las más lamentables lecciones que quepa extraer de lo que le ha sucedido a Errejón. En nuestra sociedad la empatía, a la que todo el mundo apela porque parece ser de buen tono, solo se practica de hecho con aquel a quien previamente hemos considerado digno de ser empatizado. Al resto, ni agua. Y así nos va.  

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg), entre otros ensayos.

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