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El federalismo no es sexi

Finalmente, el federalismo en cuanto tal no tuvo en el 41 Congreso Federal del PSOE celebrado en Sevilla la semana pasada el protagonismo que algunos habían anunciado que tendría. De hecho, en la Ponencia-Marco apenas se iba más allá de constatar la necesidad de “ahondar en el proceso de federalización del Estado”. Incluso el propio Pedro Sánchez, en su intervención de clausura, no mencionó este asunto en ningún momento, como tampoco hizo referencia alguna a la cuestión territorial (al margen de una fugaz alusión a la normalización política en Cataluña). A poco que se piense, la cosa no tiene nada de rara, por muy diversas razones. En un contexto político como el que estamos viviendo, agitar la bandera federal no parecía, desde luego, lo más aconsejable. Es más, corría el riesgo de resultar directamente contraproducente.

En efecto, la última ocasión en la que se reivindicó explícitamente el federalismo desde las más altas instancias gubernamentales fue con ocasión del acuerdo firmado por el PSC con ERC para alcanzar lo que en términos oficiales se ha denominado una “financiación singular” para la comunidad autónoma catalana. Un tipo de financiación que, por cierto, fue considerada desde el primer momento por voces extremadamente autorizadas –como es el caso de Josep Borrell, del federalista vasco Alberto López Basaguren o del economista Ángel de la Fuente, por citar unas pocas de entre las más destacadas– no como federal, sino como confederal, lo que en gran parte justificaría el rechazo inicial que dicho acuerdo provocó en sectores de izquierdas de otras comunidades autónomas, preocupadas por el perjuicio económico que les podría acarrear, amén de por el hipotético daño a la cohesión territorial que implicaría un modelo de signo confederal. 

Cuando lo que importan no son las próximas elecciones, sino las próximas generaciones, la perspectiva debe cambiar

No se trata ahora, quede claro, de entrar en el análisis detallado del acuerdo en cuestión sino de destacar en qué medida nos encontramos ante un debate, el de la necesidad de la reforma federal de nuestro ordenamiento constitucional, tan ineludible como inexplicablemente pospuesto (y de manera reiterada además). Como ya ha sido señalado por diversos analistas, se dejó pasar una magnífica oportunidad de hacer pedagogía federal con ocasión de la pandemia, cuando se descentralizó la gestión de la crisis sanitaria y las comunidades autónomas se hicieron cargo de esa responsabilidad en su territorio. Lo que entonces se denominó cogobernanza era, de hecho, cogobernanza federal, pero, de manera incomprensible, quienes la promovieron renunciaron a explicitar la profunda naturaleza de su modelo. 

En contrapartida, como apuntábamos, decidieron sacar a pasear el recurso federal en uno de los peores momentos posibles, identificando con el federalismo precisamente una propuesta de pacto fiscal de dudoso signo y acerca de cuyos mecanismos de concreción apenas se han proporcionado en ningún momento las mínimas explicaciones exigibles (la experiencia invita a pensar que las motivaciones para esta falta de explicación casi seguro que habrán sido de carácter meramente táctico). Es probable que nos encontremos ante las consecuencias de la valoración que del federalismo llevan a cabo algunos de nuestros responsables políticos, como si fuera un mero discurso de usar-y-tirar, muy útil en tiempos de extremada volatilidad pero que se convierte en un auténtico estorbo en el instante en el que alguien pretende que pueda ser de utilidad como fundamento de unas auténticas políticas de Estado. 

De ahí la solo aparente paradoja de que en una circunstancia como la actual, en la que el discurso independentista en Cataluña está retrocediendo políticamente, el terreno abandonado por este no se vea ocupado de manera abierta, en el espacio público, por el federalismo. La clave del asunto es probable que se encuentre en su transversalidad, dimensión que lo convierte en susceptible de ser asumido tanto por sectores progresistas como conservadores, más allá de resistencias ocasionales que no afectan al fondo del asunto. Conviene reparar en la importancia de dicha dimensión transversal. En la medida en que la sustancia de la propuesta federalista refiere a la organización del Estado (y, de manera derivada, a los valores que deben regir la vida pública, como la lealtad), el espíritu que la inspira solo puede ser el del acuerdo y la cooperación, en ningún caso el de la confrontación. 

A partir de aquí nada tiene de extraño el escaso atractivo (lo poco sexi) del federalismo para quienes no son capaces de concebir la política más que en términos de polarización. Así, a los polarizadores de izquierda solo les podría resultar de utilidad dicha propuesta si pudieran endosarle a la derecha una inequívoca y declarada voluntad recentralizadora o de liquidación completa del Estado de las Autonomías, posición que en el espectro conservador solo defiende Vox, y no sin contradicciones (en ningún momento ha renunciado a ocupar el poder autonómico), pero tienden a considerarla, como mucho, de rentabilidad meramente táctica o instrumental si no pasa por ella la línea de demarcación entre derechas e izquierdas. A los polarizadores de derechas, por su parte, les basta, para no entrar a debatir la propuesta federalista, con agitar las connotaciones negativas que, por razones históricas, arrastra la categoría (por resumirlo abruptamente, como si ella nombrara una exasperación de la descentralización que solo puede terminar dañando a la cohesión política del país).

En realidad, los enemigos declarados del federalismo se encuentran tanto en los extremos del arco parlamentario como en los nacionalismos de uno u otro signo. O sea, en la extrema derecha, obviamente por lo que acabamos de señalar, pero también en unos socios del gobierno partidarios, en el mejor de los casos, del confederalismo (Sumar y Podemos) y, en el peor, de la independencia (puesto que no hay categoría que más repugne a un nacionalista que la de nación sin Estado). Lo que convierte la actual situación en un callejón sin una salida a la vista es que las dos grandes formaciones que objetivamente podrían estar interesadas en una reforma de signo federal no parecen dispuestas a dar ni un solo paso en esa dirección, en gran parte porque, además de encontrarse tironeadas por sus aliados y socios, tampoco alcanzan a ver el beneficio inmediato que podrían obtener de la iniciativa. No es un cálculo del todo equivocado, ciertamente, cuando se asume que no hay más horizonte que el de las próximas elecciones. 

Pero cuando lo que importan no son las próximas elecciones, sino las próximas generaciones –como ya dijera Bismarck para distinguir entre políticos y estadistas–, la perspectiva debe cambiar. Si pensamos en lo ocurrido en Cataluña en el transcurso de la década pasada, tal vez el asunto quede algo más clarificado: el federalismo no sirve para ganar elecciones (porque bajo su bandera tanto las pueden ganar unos como otros) sino para estar algo más seguros de que no las ganarán los peores (esto es, los que son incapaces de ofrecer un proyecto bajo cuya bandera quepan todos).  

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Fue el primer presidente de la asociación Federalistes d´Esquerres.

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