Barrios
Más allá de la familia, del colegio, de los viajes a pasar unos días con los familiares, al pueblo, a la ciudad, desde lo que eran nuestros centros vitales, los barrios de entonces, bruñidos de vida y vecindad solícita, alrededor y dentro de los barrios en los que nos criamos.
Barrios muy vivos, barrios singulares, en los que se crecía y se criaba uno, porque se encontraba de todo en aquellos barrios. Desde la barbería en la que me perfilaban el flequillo con tiralíneas, hasta la tienda o colmado al que acudía mi madre o yo por delegación materna, a “por faltas”, a horas intempestivas, una vez que se hubiera acercado mi madre al mercado, de buena mañana, y hubiera llenado la bolsa, desde la farmacia de confianza hasta la librería igualmente de confianza. Desde la bodega que nos servía el vino a granel, desde Tudelilla, hasta la aceitera que hacía lo mismo con el aceite de Elosúa, desde la carbonería que nos suministraba leños y bolas de carbón, sacos arriba por las escaleras, para caldear el invierno, hasta el tapicero que nos renovaba las sillas y sofás del salón. Desde la Academia que nos ofrecía clases particulares, en confianza, frente por frente con nuestro piso, de la Rosarito, hasta la huerta cercada pillada y amenazada por la expansión urbanística, pero que aún era capaz de aprovisionarnos de fruta fresca, de parte del capataz, el señor Matías. Desde la Biblioteca municipal a la vuelta de la esquina hasta la zapatería que hacía precio a mi madre cuando iba a renovar mis zapatos de “material” y sus zapatos para “medias suelas”. Desde el parque, donde vigilaban los guripas, hasta la campa donde ponían los circos, desde la tiendas de confección hasta la droguería, desde el cine de sesión continua hasta la parroquia de misa los domingos, desde el domicilio de la practicanta, temida la Grisaleña, hasta la consulta del médico, don David, tan amable, desde el bar en el que mi padre tomaba su café de sobremesa hasta el de los domingos en que la familia se tomaba su ración de rabas rebozadas. Desde la pastelería Montoya, la de las tardes de los domingos hasta la Caja del Círculo obrero en la esquina de enfrente, desde el convento de monjas de clausura hasta el tabuco, amplio y mundano, de Pinedo, el de los billares y los futbolines… Y así con todos los servicios muy próximos, muy de barrio, muy de comunidad autosuficiente, muy de confianza, comprometido el barrio por la supervivencia de todos, todos a una, lamentando la pérdida de quienes fueran faltando, celebrando la llegada de cada nuevo vecino nuevo. En un microcosmos en el que cabíamos todos.
Porque, seguramente, antes que tarde habremos asistido a la defunción anunciada de los barrios que ya no serán.
En un dédalo entreverado de vida, dependientes unos de otros, sintiendo que pertenecíamos, de alguna manera, a una unidad esencial de vida, en la que todos nos debíamos algo, aunque solo fuera para poder saludarnos a diario y preguntar por la familia.
Ahora auguran algunos que, antes que tarde, bajaremos a la calle y las encontraremos vacías, porque ya no tendrá sentido moverse por entre los edificios y las calles cercanas a nuestro entorno vital. Cuando se eche en falta la ferretería de los apaños o la bodeguilla para el carajillo, Cada quien en su celda, aislado, comunicándose compulsivamente con quien nos pille más a desmano, a distancia, sin necesidad de movernos de nuestros cubículos.
Porque, seguramente, antes que tarde habremos asistido a la defunción anunciada de los barrios que ya no serán.
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Antonio García Gómez es socio de infoLibre