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La democracia española no es apta para el consumo humano

Andrés Herrero

Cada vez son más numerosos los españoles que se ven abocados a votar a una derecha o una izquierda que no les gusta.

Desde tiempo inmemorial, la derecha se ha venido decantando por el modelo organizativo de mafia, y la izquierda, por el de secta, según haya predominado más el culto al negocio o al líder.

La Transición ha sido la gran fiesta de la corrupción, hasta el punto de convertirse en el auténtico eje vertebrador del país y pieza clave del sistema “democrático” para amasar fidelidades y mantenerlo bien engrasado, razón por la que no se la castiga más que de boquilla, ni pasa factura en las urnas. Aún recordamos a Jesús Gil, cacique de Marbella y probablemente el alcalde más corrupto de España y casi del mundo, que cuando se presentaba candidato, ganaba por mayoría absoluta aplastante. Nadie le hacía sombra inmobiliaria, y si un juez se atrevía a molestarle, se lo quitaba de en medio sin pestañear. Algo que nos suena familiar por estos lares, donde los exmagistrados Baltasar Garzón y Elpidio Silva, expulsados de la carrera, mantienen viva la tradicional impunidad del político, pues se supone que la corrupción va incluida en la vocación de servicio y que basta un buen lavado judicial para blanquearla.

Pero vayamos al modus operandi de la derecha española.

Nuestra derecha patria, digna sucesora y heredera del franquismo, no puede disimular su afición a reprimir como ha demostrado con la ley mordaza (de "seguridad ciudadana”), la ley de censura de internet, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la reforma del Código Penal, o implantando la cadena perpetua revisable, desactivando el control judicial para dejarlo en control discrecional gubernativo e instaurando, de facto, un “estado de excepción democrático”. Y es que después de 40 años de dictadura, el autoritarismo constituye una de sus principales señas de identidad, con sus consabidas recetas de multa, leña y cárcel, para el que se atreve a cantearse.

Pero además de mano dura, el modelo de la derecha propicia desigualdad.

Cada vez que hay elecciones las clases acomodadas demandan por encima de todo “orden”, aceptando pagar a cambio un peaje de sinvergonzonería que, aunque les desagrade, no les importa demasiado, porque pueden permitírselo (disponen de patrimonio de sobra), y consideran que la inversión vale la pena. Rápidamente cierran filas y votan miedo, para impedir que se cuestione su estatus, se modifique el injusto reparto de riqueza y poder, o se toque un céntimo de su fortuna. Son personas que no quieren sobresaltos, convencidas de que la desigualdad y los privilegios forman parte del orden natural de las cosas, y que es una pena que los pobres no sepan ganarse la vida y vivir tan ricamente como ellas.

Cuentan con la colaboración extra de su parroquia de estrato social bajo, de derechas, que se posiciona a su lado, porque piensa que quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. Proletas con alma de patronos, que aspiran a ser como sus amos.

Nuestra derecha patriótica no tiene más programa económico que privatizar todo lo que se le pone a tiro para regalárselo a sus amiguitos del alma, beneficiar con suculentos contratos a sus afines, y dejar indefensos a los trabajadores, entregándoselos en bandeja a los empresarios para que se lucren a su costa. Una derecha que cree más en el testaferro que en el talento, en la recalificación que en el mérito, en el pelotazo, la mordida, el tráfico de influencias y la información privilegiada que en el I+D. Que inventen otros, que aquí a espabilados no nos gana nadie.

Enfrente suyo, en la esquina opuesta del ring hispano, tenemos a la izquierda doméstica, con no menos de una facción por comunidad, comarca o región. Izquierda cuya mayor preocupación es territorial, no social, que ha sustituido la igualdad por el “hecho diferencial”, la lucha contra el capital por la nacional, la defensa de todos por la de unos pocos, y que se manifiesta con más vigor frente a la “opresión autonómica” que contra la salarial.

Una izquierda que ha logrado separar a los buenos catalanes (los independentistas) de los que no lo son (los españoles), y que apoya con firmeza que la lengua vasca o la fabla aragonesa se estudien en lugares donde no se han conocido siquiera. Una izquierda que encuentra lógico que si un ciudadano o un territorio, paga más, reciba más, y que apuesta porque cada rincón pueda plantear un referéndum de independencia si le apetece y discuta su encaje con el resto, haciendo de España el primer país del mundo a la carta. Una izquierda que confunde democracia con levantar fronteras y que, en el salto de lo internacional a lo local, se ha roto el espinazo.

Resulta alucinante que, en una época de ofensiva neoliberal, de globalización capitalista y de corporaciones más poderosas que los estados, que han forzado a éstos a agruparse en bloques y ceder soberanía, la izquierda se dedique a convertir España en un país de países que recuerda a las 12 tribus de Judea, con autonomías de primera, de segunda, de tercera, con estado federal, confederal, asociado, simétrico, asimétrico, confesional… y tantas fórmulas magistrales como izquierdas. La disgregación al poder.

Pero que nadie se engañe. Lo que se persigue, es que, por vía capitalista de derechas, o por vía nacionalista de izquierdas, unos ciudadanos sean “más iguales” que otros, aunque hasta en eso la derecha lleve ventaja a la izquierda, porque da la bienvenida a todo el que posee capital en abundancia, sin exigirle pureza de sangre.

Y de ahí no salimos. Con unos barriendo para su bolsillo y otros para su terruño, pero todos disputando por llevarse el mejor bocado del pastel.

¿Estamos los españoles predestinados a perder la democracia, como antes la guerra y después la Transición?

Parece que sí.

La derecha no va a cambiar nada porque con el actual estado de cosas le va de maravilla.

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Y la izquierda, mientras no se quite de encima la pesada mochila del nacionalismo, se centre en lo común y se una, seguirá teniendo un papel testimonial, absolutamente irrelevante.

Más no hay de qué alarmarse, porque la oferta política no sólo no decae, sino que se multiplica, se agiganta y ha entrado en una fase de ebullición permanente casi revolucionaria. Pactos. Nuevas elecciones. Consultas a las bases. Conspiraciones de notables. Hasta el centro, desubicado, se ha salido de órbita. El mercadillo electoral se ha roto y está de rebajas, pero que nadie espere ninguna ganga.

Andrés Herrero es socio de infoLibre

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