La gente se casa más con su trabajo que con su pareja

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Andrés Herrero

Al capitalismo, la jugada de la liberación de la mujer le ha salido redonda.

Con la incorporación de ella al mercado laboral los empresarios han logrado duplicar la mano de obra por la cara y el resultado no ha podido ser peor: el empleo fijo ha desaparecido, las jornadas de trabajo se han alargado, al tiempo que los salarios se desplomaban, los derechos laborales se iban por el desagüe y la cola del paro daba la vuelta a la manzana.

En vez de avanzar, hemos retrocedido a situaciones de esclavitud ya superadas. Si antes el sueldo del hombre le permitía a la familia comprarse una vivienda y un coche, ahora los ingresos combinados de la pareja apenas les bastan para pagar un alquiler y llegar a fin de mes.

Como nadie dice que la mujer no tenga que trabajar fuera de casa, igual que el hombre dentro, lo lógico hubiera sido que, tanto el hombre como la mujer, trabajasen 4 horas cada uno, con lo que el panorama laboral y doméstico hubiera sido bien distinto.

Por desgracia, la mujer no se ha liberado, sino que sólo ha cambiado la dependencia económica del varón (su marido), por la de la empresa. Y ahora ambos están equiparados en la explotación.

La liberación de la mujer no ha sido una maniobra inocente, sino perfectamente dirigida desde los centros de poder, que ha socavado los cimientos más profundos de la sociedad. Nicholas Rockefeller, uno de los promotores de la campaña, se felicitaba por el éxito de la misma, enorgulleciéndose de que “haber logrado cobrarle impuestos a la mitad de la sociedad que hasta ahora estaba exenta de ellos: la mujer, de paso que hemos roto la familia”.

Dos objetivos por el precio de uno.

Si no destruida del todo, la convivencia familiar se ha deteriorado y visto reducida a la mínima expresión. La dedicación que antes exigía el cuidado del hogar, de los niños y mayores, ha corrido la misma suerte, a la vez que se producía un distanciamiento y un debilitamiento paulatino de los vínculos familiares, cuando no la ruptura absoluta de los mismos: pérdida de autoridad de los padres frente a los hijos, matrimonios en crisis, divorcios a mansalva, menores involucrados en conflictos conyugales, ancianos abandonados a su suerte y vistos como una carga, etc.

Aunque habiten bajo el mismo techo, los miembros de la familia se han vuelto, en buena medida, extraños los unos para los otros. En el mejor de los casos, cada cual va por su lado, a su bola, y todos con prisa y estresados. El trabajo ha invadido la esfera del hogar y el tiempo de ocio de sus miembros. El sueño lo acusa. A los jóvenes y adolescentes les faltan horas de estudio y de juego y les sobran de botellón y drogas. Los niños prolongan su jornada escolar con actividades extraescolares para igualar la de sus mayores, refugiándose en relaciones virtuales y redes sociales a falta de otras mejores.

Servicios que antes se ejercían gratuitamente como limpiar la vivienda, llevar y recoger a los hijos del colegio u ocuparse de los ancianos, se han vuelto de pago. Nadie guisa. Cocinar se ha convertido en una pérdida de tiempo, una rémora del pasado, un arte de abuelas. Se come en el trabajo, en el colegio, y para el hogar se compra comida industrial, precocinada. A nadie puede extrañar que la obesidad infantil y la juvenil se hayan disparado y convertido en una plaga, porque aunque resulte mucho más sano comer comida hecha en casa que ir al gimnasio, eso no se lleva.

En esta época de precariedad, vital y laboral, las relaciones estables y el trabajo estable, gozan de mala prensa. Precariedad es libertad. Cuantas más veces te divorcies, menos te aburrirás. Cuantas más veces te despidan, más oportunidades tendrás de reinventarte. Lo guay es ser hoy bombero, mañana torero. Y la mentalidad positiva que no falte, que buena falta nos hace.

“Se lleva el cambio constante: mudar de ropa, de imagen, de coche, de residencia, de pareja y hasta de sexo. Uno puede divorciarse de su esposa pero no del coche, y antes dejará de ver a sus hijos que la televisión, o a su familia que el móvil.

El que no se consuela es porque no tiene.

En esta era de mudanzas el puesto de trabajo se ha convertido en el bien más valioso y codiciado para el ser humano, lo que le obliga a consagrar más esfuerzos, interés y sacrificios a la empresa que a la familia. Cada vez son más numerosos los casos de parejas que trabajan y viven en ciudades diferentes, y todavía más frecuentes las ocasiones en las que la empresa le sugiere a la mujer cuando ser madre: sea congelando óvulos o recurriendo a vientres de alquiler, sea cortando su carrera profesional en seco o amenazándola con el despido si no se muestra receptiva.

El capitalismo ha transformado a los trabajadores en individuos sin ataduras, compromisos, ni raíces, dispuestos a ir allí donde la empresa y el mercado los lleven. Seres multiusos, flexibles y móviles, listos para ser utilizados como convenga, que reservan todo su cariño para sus jefes. Que si tú me dices ven, por ti lo dejo todo.

Gracias a ello la soledad humana se ha convertido en un filón. En Japón ya se paga por tener la compañía de un amigo por horas. El negocio de la prostitución, de los muñecos y juguetes sexuales marcha viento en popa. Que en el piso que antes compartían varias personas, viva ahora una sola gastando alquiler, agua, luz, internet, muebles, etc., constituye la mejor manera de incentivar el consumo y hacer crecer la economía. A ver quien se resiste a eso.

Tendremos que aprender a combatir la soledad y orfandad de afectos, a base de mascotas y reuniones de empresa.

Andrés Herrero es socio de infoLibre

 

Al capitalismo, la jugada de la liberación de la mujer le ha salido redonda.

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