El impacto emocional del discurso político y el apego a una ideología

Vanessa Vilas-Riotorto

Las emociones preceden al pensamiento, y a menudo lo moldean. Leí hace poco a la siempre lúcida Siri Hustvedt: “Las palabras importan. Excitan las emociones y serán cruciales para influir en el rumbo de la política”. 

Antes de convencer, el discurso conmueve. En tiempos de ruido y polarización, la política no habla solo a la razón. Hoy, más que nunca, apela a la emoción. ¿Por qué nos aferramos con tanta intensidad a ciertas ideologías, incluso en contra de la evidencia o del diálogo? 

Sapolsky subraya que nuestras decisiones están profundamente influenciadas por factores biológicos, emocionales y contextuales que muchas veces escapan a nuestra voluntad. La política, como parte de nuestras vidas, tampoco se libra de esa complejidad. Votar no es únicamente una acción racional; es también una experiencia profundamente emocional como se refleja en nuestras conversaciones cotidianas, en un café con nuestros amigos o en la sobremesa de las comidas familiares. 

No se trata solo de ideas, sino de cómo interpretamos el mundo. Por eso el discurso político es una herramienta poderosa que, cuando se construye desde el miedo o la desconfianza, puede bloquear el pensamiento crítico. 

En contextos de incertidumbre —económica, social o vital— el apego ideológico funciona como un mecanismo de regulación emocional, un ancla identitaria

Alicia Valdés, en Política del malestar, propone que el sufrimiento colectivo no es solo una experiencia íntima. Si se reconoce como fenómeno compartido, es un punto de partida para nuevas formas de participación y confianza. No llega con explicar lo irracional del voto, sino de entender que la razón no puede ser el único baremo.

Las ideologías, más allá de las ideas, son vínculos afectivos

Aquí es donde el pensamiento utópico resurge como horizonte necesario. Hannah Arendt planteó que todo cambio real implica una “imposibilidad” que primero sacude el espíritu. Las ideologías, más allá de las ideas, son vínculos afectivos. Por eso no basta con desmontarlas con datos: necesitamos otros relatos, otras formas de imaginar el mundo. Si no generamos narrativas alternativas —como plantea Valdés— que proyecten bienestar, equidad y sostenibilidad, seguiremos atrapados en respuestas reactivas. La clave está en presentar esas alternativas no como promesas lejanas, sino como posibilidades reales ya en marcha. 

En España, marcada por desigualdades estructurales y desafección política, urge una cultura democrática que reconozca la emoción como parte esencial de la vida cívica. El peligro no está solo en el regreso del fascismo "disfrazado de libertad", sino en el desgaste emocional de una ciudadanía sin cauce, sin propósito compartido, sin refugio. 

Comprender cómo sentimos políticamente es vital para recuperar el vínculo entre ciudadanía, esperanza y acción. No se trata de eliminar la emoción de la política, eso sería irreal e indeseable, sino de aprender a canalizarla. Si no sabemos cómo sentimos, difícilmente podremos pensar cómo construir algo mejor. 

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Vanessa Vilas-Riotorto es socia de infoLibre.

Vanessa Vilas-Riotorto

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