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No, no es rusofobia

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Marcelo Noboa Fiallo

En 1721, el zar Pedro I se proclamó a sí mismo emperador del imperio ruso. Cambiando así los destinos de lo que hasta entonces era conocido como el Zarato Ruso (El país del Pueblo Ruso) y designó como capital del nuevo imperio a la ciudad de San Petersburgo.

En aquellos tiempos, las configuraciones territoriales duraban lo que un “un caramelo a la salida de la escuela” en los vastos territorios de Europa y Asia que cambiaban de “propietario”, en virtud de las anexiones guerreras o matrimonios de conveniencias dinásticos. El nuevo imperio ruso se caracterizó entre otras cosas, por definir una saga hereditaria que duraría desde 1721 hasta 1917. Largo periodo regido por 14 emperadores, desde Pedro I, hasta Nicolás II. El periodo de regencia más longevo de la historia del antiguo imperio zarista, lo ostenta Catalina La Grande con 34 años (1762 a 1796).

En aquellos tiempos, en el mundo, no había nada que se pareciera a las democracias parlamentarias de hoy, ni ciudadanos dignos de tal nombre, ni instituciones que velaran por los derechos civiles y sociales de los que hoy gozamos en Europa y en gran parte del mundo. Eran otros tiempos, otras mentalidades y otra concepción del poder.

Sin embargo, si nadie lo remedia, el mundo está siendo testigo (delante de nuestras narices y a las puertas de la Europa democrática) de la consolidación del nuevo zar de todas las Rusias, Putin I. Este personaje nacido, crecido y amamantado en los resortes de las cloacas del extinto Estado Soviético (KGB), lleva en el poder desde el año 2000, es decir 21 años y una vez aprobada la nueva Constitución diseñada a su imagen y semejanza, “un traje a la medida”, podrá gozar de todos los poderes hasta 2036. Es decir, como mínimo 36 años. Superando en longevidad de poder absoluto a la mismísima Catalina La Grande y, por supuesto, a cualquier secretario general del Politburó del Partido Comunista de la ex Unión Soviética y jefe de Estado de la misma (Mijaíl Kalinin, el más longevo de todos que detentó el poder durante 24 años).

Vladimir Vladimirovich Putin, nació en plena Guerra Fría (1952), en San Petersburgo, meses antes de que muriera uno de los mayores genocidas de la historia, Jósef Stalin. Creció en uno de los barrios más pobres de la ciudad y en la escuela fue un auténtico macarra, violento y abusón con los más débiles. El magnífico documental/serie, dirigido por Nick Green y producida por la BBC revela al gran público, datos inquietantes del que, para sorpresa de todos, se ha convertido en uno de los amos del mundo, gracias a su padrino y protector Boris Yeltsin y a lo aprendido en la KGB: “Putin está haciendo lo que le enseñaron a hacer: manipular, mentir, reclutar, reprimir… y se le da bastante bien” (Vladimir Kara).

Gracias a su afición y práctica del judo, no cayó en la delincuencia callejera y a los 19 años ingresó en el KGB. Pronto lo destinaron a Alemania Oriental (Dresde). Con la caída del Muro de Berlín, regresó a su ciudad natal a trabajar bajo las órdenes del alcalde más corrupto que ha tenido esa ciudad, Anatoly Sobchak. Fue su segunda escuela de aprendizaje de los resortes y mecanismos del poder que pasaban por llevarse bien con la mafia, en una ciudad donde la pobreza de los 90, junto al poder absoluto de las mafias, la convirtieron en “el Chicago de los años 30”. Sin ningún pudor, el guardaespaldas y hombre de confianza de Sobchak, aconsejaba a los funcionarios llevarse bien con los capos de la mafia y aceptar sus sobornos.

En 1996, su maestro y protector, el alcalde de San Petersburgo, pierde las elecciones. De ello, Putin, saca una conclusión, “no se puede perder el poder por unas elecciones”. Le ofrecen trasladarse a Moscú a trabajar en los servicios de seguridad del Kremlin, en unos momentos en los que la economía de la Federación Rusa y el prestigio de Boris Yeltsin están por suelos. El ascenso del admirador de Sherling (el 007 ruso) es espectacular, en un año se convierte en el jefe de Seguridad del Estado, en el jefe de la SFB (antigua KGB), en los momentos en los que un decrépito y enfermo alcoholizado Boris Yeltsin atraviesa por sus peores momentos, está a punto de ser procesado. La Fiscalía General del Estado había reunido suficientes pruebas para su procesamiento y destitución. Putin conseguiría, mediante grabaciones clandestinas, socavar el prestigio del Fiscal General y apartarlo de la causa. Yeltsin se salvaría, gracias a Putin. Desde ese mismo momento Putin ya olía el poder y pondría en marcha todos sus recursos para no soltarlo. Es elegido Primer Ministro, ante el asombro de todo el mundo, menos para él.

Ocupa el cargo de primer ministro en uno de los peores momentos por los que atraviesa la Federación Rusa, el hambre, la economía, el desprestigio de su presidente, sume a sus ciudadanos en la frustración y el decaimiento. Su nuevo primer ministro (un desconocido para el gran público) necesitaba buscar un revulsivo. Chechenia fue ese revulsivo. Se producen una serie de brutales atentados que convulsionan a una sociedad sin rumbo, sin liderazgo. Los atentados son atribuidos a milicias chechenas (hasta hoy no se han encontrado pruebas contundentes para su incriminación). Pero el azar sí quiso que se descubriera a tres agentes de la SFB con las “manos en la masa”: con un cargamento entero de explosivos y material terrorista escondiéndolo en un local. Los tres agentes fueron liberados por orden de Putin.

Putin ordenó la invasión de Chechenia para castigar a los “terroristas que tanto daño habían causado el pueblo ruso”. El sufrido pueblo ruso, a su vez había encontrado al héroe que necesitaba la nueva Rusia, para recuperar la dignidad perdida con Yeltsin: nacía el mito, el defensor de la patria, el defensor de la Nueva Rusia.

Hay una escena real en el documental/serie de la BBC, en la que Yeltsin y su familia siguen desde su casa el resultado electoral a la presidencia de la Federación Rusa. Se proclama vencedor a Putin y todos lo celebran eufóricos. Yeltsin llama a su pupilo Putin para felicitarlo y le dicen que luego le devolverá la llamada. La familia espera ilusionada hasta que sus rostros se van apagando según pasa el tiempo y se van a dormir. La llamada jamás se produjo. Ya no necesitaba a Yeltsin, ya no necesitaba a nadie. Podía volar sólo.

Yeltsin le había preparado todo el terreno. En 1998: “Si queremos avanzar en la construcción del capitalismo ruso, tenemos que lanzar un ambicioso programa de privatizaciones masivas”. Un pequeño grupo de oligarcas a la sombra de Yeltsin se lo quedaron todo y se enriquecieron de manera espectacular en pocos años. A ellos se dirigirá el “nuevo zar”: “Ustedes podrán seguir enriqueciéndose, pero con la condición de que no entren en política… las reglas han cambiado en Rusia”. Muchos agacharon la cerviz, unos pocos no, entre ellos estaba el hombre más rico, Jorobkoski. No le hizo caso y se convirtió en su opositor político. Duró poco, Putin lo mandó a detener y le dio a elegir: “exilio o cárcel”. Eligió cárcel, sin saber que con ello también elegía la muerte. Murió a palos.

Ana Politoskaya, la periodista más lúcida y valiente, cometió el “pecado” de destapar los horrores de la guerra de Chechenia cometidos por las fuerzas especiales del Kremlin. Fue asesinada a sangre fría el mismo día en que Putin cumplía años. El rosario de víctimas del amigo de Trump y Berlusconi son incontables y no ha terminado: empresarios, periodistas, opositores, jueces… todo aquel que se le ponga por delante, “el pescado huele mal desde la cabeza a los pies” (Putin). El envenenamiento es su método preferido porque le entronca con la época zarista. La Justicia británica dictaminó que el envenenamiento y muerte de Litvinenko se diseñó desde el Kremlin. Preguntado por los periodistas sobre el tema, Putin señaló: “Livitnenko era un traidor, no sé quién lo mató, pero los perros mueren como perros”. El mensaje iba dirigido a todos los que se habían refugiado en Londres. No hay lugar seguro para los perros.

Para el exjefe de la KGB y la iglesia ortodoxa rusa, “Europa se precipita hacia la decadencia y la perversión y, por ello, Rusia enseña al mundo la verdadera fe y la verdadera cultura que hunde sus raíces en el siglo XIX”. No se puede ser más claro. No, no es rusofobia.

El escritor y crítico de cine, Carlos Boyero, lo explica mejor que yo: “Es probable que Borges le hubiera elegido como uno de los personajes de Historia universal de la infamia si siguiera vivo y decidiera actualizarla. Los nazis intentaron ocultar el Holocausto y Stalin mantener secretas las exterminadoras purgas y el Gulag. Al actual Dios de Rusia le importa una mierda lo que el universo piense de sus transparentes crímenes. Mata a sus reales o presuntos enemigos con la arrogancia y la ferocidad del que se sabe impune ante la ley (él es su única ley) o la condena de los líderes del mundo. En realidad, se lleva muy bien con la mayoría de ellos. Como los Borgia, siente debilidad por la utilización del simbólico y degradante veneno. Asesina a cualquiera que cuestione su poder absoluto: oligarcas que pretenden olvidar quién es el jefe supremo de todos ellos, moscas cojoneras del periodismo, políticos opositores, todos aquellos que se atrevan a disentir, supuestos traidores. Y conoce como nadie la maquinaria de la propaganda y la autopromoción. Podría competir con Goebbels”.

Marcelo Noboa Fiallo es socio de infoLibre

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