La palabra

5

Antoni Cisteró

Hay dos acontecimientos, el proceso independentista en Cataluña y el Brexit, sobre los cuales se ha dicho casi todo, incluso se habla demasiado de ellos. Pero pensándolo bien, hay una palabra que no aparece casi nunca y que, a mi entender, serviría para encontrarles una salida. Y esta palabra es: irreversible.

En efecto, uno y otro tienen varios factores en común, tratados hasta la saciedad, a veces la náusea: orgullo de pertenecer a un colectivo, desprecio de los no adscritos a él, promesas hinchadas con poco rigor y menos base y un callejón sin salida que deja perpleja la ciudadanía. En el Reino Unido los lamentos han empezado al percibirse que el tema iba en serio, que la desconexión con Europa sería un hecho en poco tiempo y que las consecuencias previstas no eran favorables y me permito insistir, cosa que no han hecho sus políticos, que el día después no habrá marcha atrás ni rectificación posible. Poco importa que el imprevisible Trump se haya apresurado a ofrecer a su clon británico un acuerdo comercial con aroma de colonialismo. Queda pendiente un debate, que tampoco se ha llevado a cabo, sobre qué significa hoy en día ser independiente, ser libre, tanto para las personas como para las naciones, con la economía globalizada, el conocimiento secuestrado y los cerebros empachados de redes sociales.

Todo el mundo habla de los acantilados, ve fotografías y piensa que sería encantador recorrerlos, pero cuando le llevan a ellos, a veces con los ojos vendados, cuando los abre y se acerca al borde del precipicio, empiezan a temblar las piernas. Y una de las causas, hasta ahora poco explicitada, es la irreversibilidad del hecho. Si caes, no podrás volver a tu vida anterior. Y aún peor si no quieres dar el paso y otros de tu alrededor te arrastran a ello. ¿Qué mayoría puede justificar un salto irreversible?

En Cataluña, por ahora, no se ha llegado a la situación límite. La poca habilidad, las astucias de tres al cuarto, la falta de previsión y de medios, unida a un exceso de arrogancia, han llevado al sentimiento legítimo de amar un país y querer lo mejor para él, a un callejón donde todo el mundo se mira al soslayo, los líderes están fuera de circulación y la gente corriente cansada de tanta convocatoria estéril. Afortunadamente, no han sabido llevarles a dar el salto definitivo, ya que la labor irresponsable de unos oportunistas soñadores no solo no les ha acercado, sino que ha hecho aún más difícil encontrar un camino que lleve a poder contemplar serenamente el paisaje. A pesar de ello, no está de más pensar lo que hubiera significado tal movimiento. La gente tiene derecho a conocer, si se acerca y decide dar el salto, lo que le espera al otro lado o lo duro que sería el impacto. Porque lo que se pretendía hace dos años era llegar a una situación irreversible, con unas consecuencias que se ocultaron con manifiesta mala fe.

Centenares de miles de personas se manifiestan indignadas por las cargas policiales del 1-O, por la financiación autonómica, por la desmesurada prisión preventiva. ¿Cuántos de ellos votarían la salida de España y de Europa, conociendo y asumiendo sus costes y consecuencias, en un referéndum de verdad? Es fácil hacerlo cuando lo único que se pretende es conseguir imágenes impactantes y agravios a perpetuar, pero difícil cuando se sabe que después de saltar, faltará el suelo bajo los pies.

En un mundo cada vez más globalizado y por lo tanto más dependiente, surgen en todas partes mandatarios que dan de sus países la imagen que utilizaba Klaus Mann para calificar al III Reich: “Regímenes absolutamente grotescos”. Y la única defensa que tiene la ciudadanía ante este fenómeno global, también en casa, es mantener la dignidad de la representación política, aquella que, a trancas y barrancas, nos mantiene en el camino donde el pueblo tiene periódicamente la palabra para corregir, si es preciso, el rumbo. Y para conocer este, nada mejor que la honestidad y la transparencia, informando de los pros y contras de cada decisión que se toma, evitando así pasos irreversibles. La democracia parlamentaria es la red que permite incluso ensayar piruetas y nuevos proyectos, revitalizando el sistema. El que personajes como Johnson, Puigdemont o Torra, Trump o Salvini se entretengan en erosionarla, no solo no aporta nada a su propio proyecto, sino que pone en peligro la necesaria creatividad de la ciudadanía para encarar un futuro cambiante. Hay también una segunda protección contra desatinos extremos: la cohesión social. Y esta también se está, intencionadamente, desgarrando.

No se puede engañar a la gente con hechos como los mencionados al principio. Ni decir las cosas a medias, proclamar las ventajas, a menudo hinchadas hasta la caricatura, y callarse los desperfectos que puede acarrear dar el paso final. Es mala fe querer aprovechar el sueño legítimo de centenares de miles de personas en beneficio propio, o como mucho y siendo benevolente, para hacerles subir a un carro del que solo sabe el destino el cochero que lo conduce. Estamos mal acostumbrados. Todas las naciones tienen momentos mejores y peores. Lo mismo se puede decir de los gobernantes, algunos eficaces, otros ineptos, aunque la serie que vivimos aquí no tiene parangón. Pero todo tiene solución, o al menos así se percibe a corto o medio plazo. Los daños son reversibles, las leyes se pueden derogar, los ministros cesar, los partidos en el poder cambiar. Pero los dos procesos señalados, uno a punto de consumarse, el otro en estado de latencia catatónica, no lo son. Son, o serían en caso de consumarse, i-rre-ver-si-bles. _____________

Antoni Cisteró es socio de infoLibre

Hay dos acontecimientos, el proceso independentista en Cataluña y el Brexit, sobre los cuales se ha dicho casi todo, incluso se habla demasiado de ellos. Pero pensándolo bien, hay una palabra que no aparece casi nunca y que, a mi entender, serviría para encontrarles una salida. Y esta palabra es: irreversible.

Más sobre este tema
>