A las 00.00 horas del día 21 de junio dejó de estar en vigor el último estado de alarma decretado por el Gobierno y validado por el Congreso de los Diputados —y Diputadas— volviendo pues a la legalidad ordinaria.
Es canónica la descripción del Estado que Max Weber propuso en La Política como vocación (1919): Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. E igualmente canónica es la descripción del poder soberano que Carl Shmitt expuso en su Teología política (1922): el que decide sobre el estado de excepción.
En la tradición democrática, como recuerda Giorgio Agamben en su Estado de excepción (2004), el estado de excepción, en cualquiera de sus grados —en nuestra Constitución, los estados de alarma, excepción y sitio— suspende temporalmente total o parcialmente el ordenamiento jurídico y a él se recurre en situaciones de necesidad cediendo al gobierno poderes especiales.
Si hay algún momento en el que el Estado muestra su ser propio más nítidamente es precisamente cuando en una situación excepcional grave decide dejar en suspenso excepcionalmente y por tiempos limitados derechos fundamentales de los ciudadanos incluso aplicando la fuerza.
Que la pandemia actual es una situación de necesidad excepcional que requiere decisiones excepcionales, apenas es discutible. Como apenas es discutible que se haya recurrido al apartado b del artículo cuarto del capítulo II de la Ley Orgánica 4/1981 de 4 de junio que regula los estados de alarma, excepción y sitio, que específicamente cita crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves.
Las decisiones excepcionales las sabemos todos, mando único centralizado, movilización de recursos sanitarios y económicos, confinamiento de la población, distanciamiento social, paralización del comercio y de parte de la industria, cierre de fronteras, etc. Y decisiones económicas igualmente excepcionales, ERTE masivos, movilización de recursos soberanos, avales bancarios oficiales, endeudamiento, etc.
Nuestro Estado está constituido como autonómico, con un altísimo nivel de autogobierno de las Comunidades que, sin embargo, no contenta a algunas de ellas hasta el punto de reivindicar su independencia. Los poderes especiales del Gobierno, especialmente, el mando único, ha generado suspicacias y tensiones entre el gobierno de España y los autonómicos que, desde el minuto uno, han tenido prisa por recuperar sus competencias. Más aún los partidos nacionalistas que se saben necesarios para la estabilidad del gobierno e incluso para validar los decreto-ley de los sucesivos estados de alarma.
Si el ideal del liberalismo clásico era el laissez faire, —la no intervención del Estado en los asuntos económicos— y el funcionamiento ideal de la mano invisible del mercado que metaforizó Adam Smith, el neoliberalismo ha ido más allá —sobre todo sus defensores más radicales, libertarianos y anarcocapitalistas— al defender como único Estado moralmente justificable el Estado Mínimo, el minarquismo, que Rober Nozick en su Anarquía, Estado y utopía (1974) describe así: un Estado mínimo, limitado a las funciones de protección contra la violencia, el robo, el fraude, la violación de contratos y otros parecidos, es justificable; cualquier otro Estado más grande violaría el derecho de las personas a no ser forzadas a hacer ciertas cosas y es injustificable.
Pese a todas las intervenciones para desregular, externalizar y/o privatizar servicios públicos y de recortar prestaciones sociales y plantillas de estos servicios; pese a todas las precariedades provocadas por ese neoliberalismo dominante, y pese a todo el ruido político/mediático de la derecha extrema y de la extremada, afortunadamente el Estado ha mantenido pulso suficiente para enfrentarse a la situación.
Probablemente, los datos actuales de la pandemia, las prisas por reactivar la economía —con la imprescindible ayuda de la UE— en todos sus niveles, las prisas por recuperar sus autogobiernos las Comunidades, la debilidad de un Gobierno minoritario que necesita apoyos parlamentarios ajenos y la necesidad de terminar con la contaminación de ruido antipolítico —acusando permanentemente al gobierno de abuso de poder, de ineficacia, de mentir, etc.—, han llevado al Gobierno a dar por terminados los estados de alarma. Pero la pandemia no se ha terminado.
Jesús Pichel Martín es socio de infoLibre
A las 00.00 horas del día 21 de junio dejó de estar en vigor el último estado de alarma decretado por el Gobierno y validado por el Congreso de los Diputados —y Diputadas— volviendo pues a la legalidad ordinaria.