Una persona, un voto
Al zapear, aparecen cortes de anuncios y fragmentos de programas que interpelan a la audiencia como los lienzos de Georges Braque o los temas de Philip Glass. Los clics en el mando a distancia hacen desfilar personajes que sugieren el despliegue de imaginación que cómics y películas futuristas ofrecían en los 70 y los 80, plasmados en la estética de las tribus urbanas de Londres, Berlín o Madrid. A veces, hay ráfagas de mozos y mozas con poses y actitudes propias de los subproductos eróticos que los españoles acudían en romería, cirio en mano, a ver en Perpignan o del cine cani. En días festivos, el zapeo rinde homenaje a José Luis Cuerda alternando flora y fauna con escenas culinarias, paisajes exóticos, deportes minoritarios y curas oficiando en riguroso directo.
Cuando se acude de visita a casa ajena, es fácil que el anfitrión reciba con el sonido y la imagen de la tele de fondo, sobre todo si es el último grito de smart TV con sus 56 pulgadas colgando de la pared como antaño colgaban la Santa Cena en relieve, la patrona del lugar, el póster de Novecento o alguna conejita del Playboy. Antaño, la charla se iniciaba con las últimas novedades de la familia, del pueblo o del barrio; hoy es común partir de la tecnología, del programa cuyo visionado se ha interrumpido o de las novedades del whatsapp. En estas visitas hay ocasión de ver fragmentos de First Dates, La Isla de las Tentaciones, Mira quien baila o cualquier otro producto audiovisual para certificar que Valerio Lazarov o la Bruja Avería andan muy lejos de ser superados.
En estas ocasiones se toma conciencia de dónde viene la tendencia al disfraz que afecta al personal en calles, comercios o el transporte público; y dónde se aprende el lenguaje rudimentario, perezoso, infectado, y con frecuencia soez, que balbucea la juventud. En estas ocasiones se comprenden muchas cosas y un escalofrío recorre el cuerpo y las neuronas pensando que el fracaso escolar es más grave de lo que parece porque concierne a personas con estudios universitarios. Es sobrecogedor hablar de fracaso cultural.
Por vez primera, hay una generación que vive, y continuará haciéndolo, en condiciones peores que las de sus padres y abuelos
La sincronía de estos comportamientos con la deriva reaccionaria que emanan las urnas hace inevitable sospechar, por activa o por pasiva, de una relación causa/efecto entre ambas circunstancias. La sospecha adquiere solidez cuando acuden a la memoria ciertas conductas o declaraciones de quienes conducen esos programas o de algunos invitados ante la celebración del público asistente y su viralización en redes sociales por usuarios con perfiles de estética y contenidos poco o nada democráticos.
Si el zapeo recorre otros medios de comunicación o las redes sociales, la depresión puede derivar en angustia y la sospecha en terror. Especialistas en psicología y psiquiatría llevan tiempo denunciando los efectos nocivos que internet en general y las redes sociales en particular ejercen sobre la población, cada vez a más temprana edad. La brecha abierta por las nuevas tecnologías entre las generaciones analfabetas digitales y las nativas digitales es el abismo que se está tragando los derechos conquistados tras siglos de lucha. Por vez primera, hay una generación que vive, y continuará haciéndolo, en condiciones peores que las de sus padres y abuelos.
Observando, en la vida cotidiana, la estética corporal, mental y oratoria de los personajes que se miran en estos espejos deformantes, se comprenden muchas deformaciones que padece la sociedad. Ajenos a aquello que no incumbe a su ego de catálogo modelado en serie, son objetivo preferente de la colonización ideológica que los medios y las redes sociales hacen sobre sus paramos neuronales contaminados por el litio y el grafeno que irradian sus dispositivos electrónicos, convertidos en camellos del soma adictivo del que habla Aldous Huxley en Un mundo feliz.
El mundo feliz de estos personajes, como en la novela, se erige sobre los desastres que sufren ellos y la ciudadanía toda. Detrás de tintes y la tallas capilares, uñas inútiles, grafitis corporales, cuerpos siliconados, postureo mimético y lo que ofertan Zara o Silbon como disfraz, detrás de esa vacua felicidad, se esconden la precariedad laboral, la estafa de la vivienda, las mujeres maltratadas y asesinadas, la privatización de la sanidad, el deterioro de la escuela pública, el racismo, la homofobia o las guerras. Ellos y ellas, aunque no hagan uso de la razón, son personas y, como seres racionales, tienen derecho a votar. Y votan a quienes les privan de derechos y les joden la vida a ellas, a ellos y a los demás.
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Verónica Barcina Téllez es socia de infoLibre.