El Reino Unido y el ‘Brexit’

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Eduardo Luis Junquera Cubiles

Del "somos diferentes" al "somos superiores" hay un camino muy corto que los pueblos suelen recorrer con facilidad. Dejémonos de tonterías. ¿Se puede hablar de salida del Reino Unido de la Unión Europea cuando no estaban dentro del euro ni aplicaban el Tratado de Schengen? Estos no son los únicos privilegios (si así podemos llamarlos) de los que disfrutaban los británicos: en 2011, Reino Unido rechazó el Pacto Europeo Presupuestario para reforzar la zona euro con el fin de salir de la crisis; este mismo año se presentó una iniciativa, el llamado "freno de emergencia", gracias a la cual el Gobierno británico podrá denegar durante cuatro años las prestaciones a las que en la actualidad tienen derecho los ciudadanos comunitarios que trabajan allí. Esta diferenciación entre británicos y no británicos contradice de forma abierta el principio de libre circulación de trabajadores en la Unión. Junto a esta propuesta, el Gobierno de Londres reclamó el derecho a no profundizar en un principio fundacional del proyecto europeo: el avance hacia una mayor integración política. A la vez, el Reino Unido, junto a Suecia y Dinamarca, se aseguró una cláusula que le faculta para no pertenecer a la zona euro, mientras que el resto de países están obligados a adoptar el euro en cuanto cumplan determinados criterios.

Hace unos años hablé con un jurista sobre la posibilidad de derogar los fueros en España (todos, no sólo los del País Vasco y Navarra). Se mostró horrorizado, pero, más allá de apelar a la tradición y a las costumbres, no supo darme ningún argumento de peso para que estos privilegios continúen vigentes. Los fueros hunden sus raíces en la Alta Edad Media. Si apelamos de continuo a la meritocracia, poco sentido tiene que algunos pueblos se beneficien de ventajas obtenidas por sus ancestros siglos atrás gracias al apoyo que prestaron a este o a aquel señor. Los fueros son fuente de tensiones porque otras comunidades persiguen idénticos privilegios por diferentes caminos. Es el caso de Cataluña con su "pacto fiscal" o el de Andalucía con su "cuota de financiación diferenciada". Pese a su nivel de renta, País Vasco y Navarra son las únicas comunidades ricas que presentan balanzas fiscales positivas. Por el contrario, las comunidades ricas que más aportan al plan de solidaridad entre las regiones (Cataluña, Madrid, Valencia y Baleares) obtienen un saldo negativo en su balanza fiscal.

Decía Francisco de Vitoria que la gravedad de un pecado no se mide por la ley que transgrede, sino por el contexto que se crearía si todo el mundo infringiera esa ley. Si yo me salto un semáforo en rojo por la noche y en una calle secundaria, tal vez eso no tenga consecuencias. Pero ¿qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo en una ciudad del tamaño de Madrid? ¿Se podría circular de forma segura en una urbe donde todos condujéramos a nuestro libre albedrío? España entraría en quiebra si todas las comunidades tuvieran un concierto económico similar al del País Vasco o Navarra. Un privilegio otorgado a unos, por definición, termina creando discriminaciones y perjuicios a otros, sobre todo cuando compartimos un mismo espacio o ámbito.

Todo eso del federalismo asimétrico no es más que un eufemismo, una prostitución del lenguaje con el que encubrir una serie de privilegios legales pero injustos que nos conducen a una mayor desigualdad –que ya existe– entre regiones.

Lo que es válido para España, también lo es para la Unión Europea. No podemos permitir privilegios y excepciones en un proyecto en el cual la cesión de soberanía es un principio fundamental para alcanzar cotas de bienestar y de solidaridad nunca antes vistos en la historia humana. La única excepción que podría estar justificada sería la aplicable a las regiones ultra periféricas (Azores, Canarias, Guayana Francesa,Guadalupe, Madeira, Martinica, etc. ) por razones de lejanía geográfica. De manera que todos aquellos países que reclaman para sí el reconocimiento de "pata negra", aristocracia o flor y nata del continente europeo (lo hemos hecho en muchas ocasiones cualquiera de los cinco grandes: España, Alemania, Francia, Reino Unido e Italia), podrían comenzar por irse al carajo, empezando, tal como ellos mismos han decidido, por el Reino Unido, que nunca se ha tomado en serio el proyecto político y que ha estado más de cuarenta años poniendo palos en las ruedas sin bajarse de la bicicleta. ¿Se puede considerar socio a un país que niega derechos a los ciudadanos de otros países mientras exige para los suyos un trato preferente por parte de las mismas naciones? Debemos tener presente que los dos principales argumentos que ponían encima de la mesa los partidarios del Brexit eran que el Reino Unido estaba pagando las deudas de países como Grecia y, como principal eslogan, frenar la inmigración procedente de la propia Unión Europea.

El proyecto europeo está herido de muerte, pero no por la marcha de los británicos, algo que nunca fue descabellado, sino porque no hay verdadera intención de profundizar en la unión política. Ha habido, además, muchas cuestiones que nos dan a entender que la Unión Europea es permisiva con ciertos países mientras se muestra inflexible con otros. Alemania y Francia incumplieron en catorce ocasiones el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, y lo mismo hicieron con varios de los criterios necesarios para acceder al euro (por cierto que España, junto a Finlandia, fue uno de los países que mejores puntuaciones obtuvo en todos los parámetros para entrar en la moneda única). Todo ello restó credibilidad a varias instituciones de la Unión. De aquellos polvos, estos lodos.

Hoy, un referéndum de similares características obtendría un abrumador resultado (70%-30%) a favor del abandono del proyecto europeo en Holanda. Los resultados en Austria no serían muy distintos. La ultraderecha ha crecido en el continente en los últimos diez años de manera nunca antes imaginada. Hubo una primera señal en 2005, cuando Francia y Holanda rechazaron la Constitución Europea en referéndum. Decía Ortega que "la realidad, ignorada, con el tiempo se toma su venganza". Todos los políticos hablan de altura de miras, pero al final pesan más los personalismos, los electoralismos y los egoísmos. No se hizo nada entonces para corregir el rumbo de una Unión que comenzaba a dar preocupantes señales de extenuación y de desconexión entre políticos y ciudadanos, y ahora comenzamos a pagar las consecuencias.

Pero la tradicional xenofobia británica no lo explica todo. Todos los xenófobos del Reino Unido han votado con entusiasmo a favor de abandonar la Unión, pero también han votado a favor grandísimos sectores de las clases trabajadoras. Esto ya ocurrió con los referéndums de 2005 en los tres países consultados (Francia,Holanda y Luxemburgo), donde el rechazo a la Constitución Europea por parte de los sectores populares fue abrumador (en Francia, votaron en contra el 79% de trabajadores manuales, el 67% de los trabajadores en servicios y el 98% de los trabajadores sindicalizados; en Holanda, el 68% de los trabajadores; y en Luxemburgo, el 69%). El rechazo hacia la Unión Europea ha ido aumentando, principalmente, en los barrios obreros de Inglaterra y País de Gales. No sólo es un voto en contra de la Unión, sino en contra del tradicional poder inglés, que concentra los más importantes centros de poder económico del Reino Unido. Todas las encuestas demuestran que los sectores más partidarios de abandonar la Unión Europea eran las clases trabajadoras que, de forma paulatina, han ido entregando su voto al xenófobo UKIP de Nigel Farrage. Este rechazo de la clase obrera hacia la Unión se advierte en todos los países en los que se han llevado a cabo estudios sociológicos en este sentido. No importa si los países son más o menos ricos, que en todos ellos aumenta el rechazo de sus clases populares hacia las políticas de la Unión. Hay que recordar que desde las primeras elecciones al Parlamento Europeo en 1979 hasta las últimas en 2014, el porcentaje de participación ha pasado de un 62% a apenas un 42%. Desde este punto de vista, el triunfo del Brexit no es sólo el triunfo de los extremismos, sino todo un tirón de orejas al proyecto de la Unión Europea en todos los órdenes, principalmente en el aspecto socioeconómico. La gente, sencillamente, esperaba más solidaridad de parte de una Europa que no defiende ya ninguna utopía.

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Por cierto, ya que hablamos de solidaridad. Los países que más se han significado en contra de la ayuda a los refugiados de las guerras de Siria, Libia e Irak, son aquellos que están recibiendo los Fondos de Cohesión destinados a reducir las desigualdades y a erradicar la miseria de estas naciones. A las duras no, a las maduras sí. Si la solidaridad desaparece ¿en qué se queda el proyecto de la Unión? El aldeanismo de los países del Este es preocupante y, desde luego, sus sociedades presentan perfiles profundamente diferentes a los de Europa Occidental. El aislacionismo es antónimo del europeísmo.

No siento la menor preocupación por el Reino Unido, no porque me sienta resentido ante su tradicionalmente insolidaria actitud hacia el proyecto político de la Unión durante décadas, sino porque, a diferencia de España, siempre ha sido un país bien gobernado y sus políticos sabrán obtener ventajas de su nueva situación. Se habla ahora de concederles un estatus similar al de Suiza o Noruega dentro del Espacio Económico Europeo, lo cual sería una invitación a otros países a abandonar la Unión participando, únicamente, de un proyecto económico y no político. Esto supondría el final de todo idealismo, de todo romanticismo: la derrota de los pueblos y la victoria de las grandes corporaciones. La Europa, en fin, sin alma ni humanismo.

En definitiva, habrá que redefinir el proyecto de la Unión Europea que queremos, incluyendo una refundación que contemple la salida (sin miramientos) de todos aquellos miembros que no quieran ceder soberanía en aras de un ente supranacional que busque el bien de todos por encima de cualquier interés nacional. Las mismas leyes para todos, sin cláusulas ni excepciones injustificables y, también para todos, idénticos derechos y obligaciones. En España y en Europa.

Del "somos diferentes" al "somos superiores" hay un camino muy corto que los pueblos suelen recorrer con facilidad. Dejémonos de tonterías. ¿Se puede hablar de salida del Reino Unido de la Unión Europea cuando no estaban dentro del euro ni aplicaban el Tratado de Schengen? Estos no son los únicos privilegios (si así podemos llamarlos) de los que disfrutaban los británicos: en 2011, Reino Unido rechazó el Pacto Europeo Presupuestario para reforzar la zona euro con el fin de salir de la crisis; este mismo año se presentó una iniciativa, el llamado "freno de emergencia", gracias a la cual el Gobierno británico podrá denegar durante cuatro años las prestaciones a las que en la actualidad tienen derecho los ciudadanos comunitarios que trabajan allí. Esta diferenciación entre británicos y no británicos contradice de forma abierta el principio de libre circulación de trabajadores en la Unión. Junto a esta propuesta, el Gobierno de Londres reclamó el derecho a no profundizar en un principio fundacional del proyecto europeo: el avance hacia una mayor integración política. A la vez, el Reino Unido, junto a Suecia y Dinamarca, se aseguró una cláusula que le faculta para no pertenecer a la zona euro, mientras que el resto de países están obligados a adoptar el euro en cuanto cumplan determinados criterios.

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