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¡Salvar África!

Juan Bautista

Mayo de 1962, Mikoyan, viceprimer ministro de la URSS, cogido de la mano de Nkrumah, presidente de Ghana, y de una diputada de color, ensaya en las calles de Accra un paso a paso de la nueva danza "afrosoviética". (De los periódicos). Era una manera de celebrar la "fiesta" de la descolonización africana. Pero pongámonos en situación. Luego volveremos a este pequeño evento.

África, morena y exótica. Ancestral. Ardiente y selvática. Tropical.

Museo viviente, edén de antropólogos y safaris, tierra de misiones. Caliente.

Leones, elefantes, cocodrilos, pigmeos, mau-mau...

África, morena y exótica, ensortijada de collares, colmillos y diamantes: presa de caza mayor, para aventureros y explotadores. Juguete prehistórico, espectáculo primitivo, criada negra...

Su luna se había teñido de sangre.

Su noticia estaba siendo pasto ardiente de primera plana en todos los periódicos del mundo: Argelia, el Congo, Angola, Kenya, Rodhesia...

Y es que la historia acababa de comenzar un nuevo tomo: una joven África resurge de su letargo y esclavitud milenaria y se planta, arrogante, ante el sir británico:

Desde ahora en adelante, sir, me llamara usted "señora". Y mis hijos serán para usted también "señores".

Y Jomo Kenyata, el líder africano, con el eco lejano de los tambores del mau-mau, se aleja con la arrogancia de un dios de ébano, dejando al sir boquiabierto, sin flema en su rostro y con el monóculo colgando de sus tirantes.

Aquella noche, la luna africana brilló sobre el cielo de Kenya con una aureola de redención, aunque ensangrentada.

Los explotadores y otros muchos colonos no acababan de darse cuenta de lo que estaba pasando: no comprendían, y es que ni siquiera miraban a la nueva luna africana. O la seguían entendiendo a su manera: a la antigua, a lo que es lo mismo, como les había enseñado la época colonizadora (incluidos Tarzán y Jane, valga el símil).

Voz que clama en el desierto, misioneros y algunos colonos, pocos colonos, hablaban de nuestros "hermanos" y "amigos" de color. Pero los explotadores se jactaban de conocer al negro mejor que ellos y que nadie: al negro sólo se le domina por el terror. Sólo el látigo les hace obedecer y ser fieles.

Y, seguidamente, escupen por su colmillo izquierdo sobre el polvo ardiente africano.

Una muralla de cemento, más recia e inhumana que la de Berlín, había sido construida en las mismas plantas de los pies de África. Y en lo alto de un mástil, marcado a sangre y fuego, un eslogan sembrador de odio: apartheid.

Fue entonces cuando la joven África, morena y exótica, se hizo viajera exigente:

–Expulsemos a África del Sur de la Commonwealth. Ya lo sabe, Mr. Macmillan: o ellos o nosotros. Y nosotros somos más poderosos, porque como sabe, la unión hace la fuerza...

Los ojos de conejo del premier británico no salen de su asombro. Y las guías de su bigote tiemblan cuando Nkrumah, el audaz dirigente de la pequeña República de Ghana, le tira esta estocada, definitiva, desde un diario de Accra:

–Y no olvide, Mr. Macmillan, que de no llegar a un acuerdo, nosotros también podemos expulsarles a ustedes.

El premier del imperio colonial, el premier de esa alma mater, creador de la formidable araña monetaria, firma y rubrica la expulsión de su vieja y entrañable amiga, África del Sur, de la Commonwealth.

Gran Bretaña tuvo que hacer aquel día muchos esfuerzos para no perder su flema, su humor y su genio político.

El mundo había dado aquel día una vuelta de campana, feroz y violenta: la esclava se había convertido por el empuje de la historia en una mujer exigente.

Y en la noche tropical, entre rugidos de fieras y traqueteos de metralletas, en la espesura de la selva infectada de cocodrilos y de nidos de terroristas, entre la gritería de simios, ranas y guacamayos y el zumbido de algún avión a reacción, el hombre blanco suda y tiembla por los suyos entre el follaje mientras intenta, por primera vez, alcanzar con la punta de los dedos de sus manos la luna ardiente africana:

–Dime, joven África: ¿qué es lo que pretendes?

La luna se detiene en su silenciosa marcha y vuelve su cara de ébano, por entre los cocoteros, muy cerca del hombre blanco.

–Ser libre e independiente, sir. Ser yo la dueña de mis destinos sin depender de nadie.

–Pero, ¿no lo eres ya, joven África? ¿No son libres e independientes la mayoría de tus jóvenes? ¿Qué más quieres entonces, joven luna?

–No, sir, todavía no lo son...

Y dando un suspiro de luna apenada, la luna africana se acercó mucho más al hombre blanco. Y le contó sus cuitas, arrullada por los ruidos y cuchicheos de la selva dormida. Le dijo que algunas de sus naciones eran independientes, otras solo a medias, y unas terceras que todavía no lo eran. Primero, la independencia. La independencia geográfica y política cara a los ojos del mundo. Pero el hombre blanco seguía siendo el amo de las empresas, de las industrias, del petróleo, de la economía, de la sociedad...

–Mis hijos, sir, quieren ser dueños de sus despensas, ya que sólo así podrán progresar rápida y eficazmente.

–¿Pretendes, joven África, arrebatarnos todo después de tanto que hemos hecho por vosotros?

No, sir. Sólo exigimos independencia política plena. Y en cuanto a lo económico, exigimos, por ejemplo, el 50 más de las acciones, como soléis decir los empresarios blancos. En una palabra, sir: exigimos más beneficios y las riendas del carro.

La luna africana reconoce que el hombre blanco en ocasiones hizo mucho por ella. Y que no todos los países se portaron mal. Y que incluso sin el colonialismo poco habrían adelantado. Pero también es cierto que muchos países y muchos hombres blancos la han explotado, esclavizado y extraído de sus entrañas formidables ganancias, incluso a veces hasta arrasando. Y esto es ya lo que África ni remotamente puede consentir.

–Mis hijos ahora tienen prisa, sir. Sólo desean colaboración y comprensión por parte del hombre blanco. Un vendaval histórico que, por el contrario, si lo encrespan, arrasan todo lo que se le pongan por delante.

–¿No sé lo que pretendéis! Nuestras leyes dicen que ello no es justo. ¡Recurriremos al Tribunal de Haya!

–Vuestras leyes, sir, están caducas ya para nosotros. Han tenido su época —su mala época— y han cumplido ya su ciclo histórico. El colonialismo está ya sentenciado a muerte y morirá definitivamente en estos próximos años.

–No os saldréis con la vuestra. No olvides, joven África, que tenemos la fuerza: dinero, aviones, tanques, hasta bombas atómicas...

–Yo soy más fuerte—, exclama la luna africana, dando un salto sobre la cima de los cocoteros.

–¿Dónde está tu fuerza, joven África, si es que tanta tienes?

La luna africana se acerca entonces de nuevo al hombre blanco y le dice, con voz apasionada, que su fuerza es arrolladora. Y que su fuerza está en sus mismos hijos, que van regresando de las universidades europeas con los "ojos muy abiertos"; y en el proletariado negro, que va adquiriendo poco a poco conciencia de su valía y de su fuerza. Y en que saben que su tierra, sus materias primas, les pertenecen ya antes que a nadie. Además, si necesitan armas, no falta quien se las proporcione. El terrorismo en la selva les es propicio. La antorcha del nacionalismo arde en sus jóvenes pechos de una punta a otra del continente. Están unidos en ese ideal. Y cuentan con una gran fuerza de apoyo en la ONU debido a su aplastante número...

–Y todo esto, sir —añade— es lo que hace que seamos más fuertes que vosotros. La gran mayoría de los países del mundo comprenden nuestras razones y nos apoyan.

Y la luna africana le sigue contando al hombre blanco cómo sus jóvenes naciones se defienden bien y progresan ahora con ritmo rápido y entusiasta, porque la iniciativa parte de ellas mismas. Es lógico que tengan sus dificultades, pero han de vencerlas, al igual que cualquier joven que se lanza a la conquista de un porvenir. Pero también le digo que el hombre blanco puede prestarnos aquí una gran ayuda. Una ayuda sana y constructiva, como algunas de las obras realizadas por los misioneros y los hombres de empresas de buena ley.

El hombre blanco ha enmudecido.

La luna africana le dice al verle así: "Sir, habéis cometido también un grave error, otra gran maldad con mis hijos africanos".

La cabeza hundida entre sus rodillas, la mirada fija en la tierra caliente, el hombre blanco pregunta entonces a la luna, con voz rota:

–¿Cuál ha sido, pues, ese gran pecado nuestro, joven África?

Muchos hombres blancos no habéis comprendido África, sir. El choque de cultura entre nosotros, por ejemplo. Muchas de nuestras costumbres y vuestras leyes no van la manera de ser de nuestro pueblo, aunque algunas nos hayan hecho mucho bien. Pero no habéis respetado nuestras leyes y costumbres ancestrales. Implantasteis las vuestras por la fuerza. O quisisteis imponerlas. y de ahí el tremendo choque de culturas de que te hablo...

El hombre blanco levanta su cabeza y mira febrilmente a la luna africana:

–¿Qué es lo que querías de nosotros, joven luna africana?

¡Ser África como tú eres Europa!

El hombre blanco mira a la luna africana, ahora altiva y hermosa, y su alma recoge, sin querer, todo su embrujo: después de todo, piensa, son muchos años trabajando esta tierra, bajo esta luna ardiente, a la que quizás ame, aun sin darme cuenta.

–A mí, sir, hay que ganarme, como se debe ganar a la mujer que se ama de verdad. Pero jamás, jamás, esclavizarme.

Los ojos del hombre blanco miran a la joven luna y su alma la escucha:

–Yo te necesito, hombre blanco. Has vivido aquí muchos años entre nosotros y también te hemos cogido afecto en bastantes ocasiones. Por eso hombre blanco necesitamos también de tu inteligencia, de tu sabiduría, de tu técnica, en favor de mis hijos.

Todo es quietud en la selva. Todo parece irreal...

–Hombre blanco...

–¿Qué, joven África?.

–¿Conoces mis danzas? ¿Conoces el ritmo de la danza africana?

–Confieso que no. Es decir, no la comprendo...

Un aliento cálido hace estremecer las hojas de los cocoteros, sobre los que parece posarse la luna africana.

–Hombre blanco, si amases de verdad nuestras danzas, si las respetases, si las comprendieses en toda su esencia e historia...

–¿Qué, joven África?.

–Yo me enamoraría de ti...

En la quietud de la selva dormida, un ruido apenas imperceptible se agita entre las malezas. Alguien no duerme en la noche: un espía soviético ha sido testigo del diálogo entre el hombre blanco y la joven luna africana. Días después, en las calles de Accra, bailan una nueva danza: la danza "afrosoviética", tal como comenzamos esta historia.

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Juan Bautista es socio de infoLibre

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