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'Bodas de sangre' suelta lastre

Bodas de sangre no es solo un texto escrito en 1931 por Federico García Lorca, una obra estrenada dos años más tarde y un éxito inmediato. Es un clásico, y como tal tiene sus reglas. Una concreta gama de colores: el pardo de los campos de Níjar, el negro del luto, el blanco del traje de novia y de la Luna, el rojo de la sangre. Tiene un sonido (el flamenco, el marcado acento andaluz) y un ritmo (la cadencia de la tragedia griega). O no. Porque el dramaturgo y director Pablo Messiez es tajante: "Cuando uno aborda los clásicos, tiene que saber que hace teatro y no una lectura dramatizada". Las palabras del argentino, afincado en España desde hace alos, tienen una traducción, para empezar, cromática: en su versión de Bodas de sangre, en el Centro Dramático Nacional (hasta el 10 de diciembre, sin gira programada), hay amarillos, rosas, azules y violetas. Ni una pincelada de ocre. 

"Yo no quiero romper con 'lo lorquiano', quiero quitarle las comillas", decía a este periódico el pasado verano, antes de los ensayos. Y mencionaba, para explicarse, dos acotaciones que aparecen en el texto original. El primer cuadro se abre en una "habitación pintada de amarillo", y el segundo en una "pintada de rosa, con cobre y ramos de flores populares". En la cueva donde vive la novia hay "una cruz de grandes flores", "lazos rosas", "jarros azules". No es que Messiez se haya propuesto ser fiel a las acotaciones, pero la pregunta casi se hace sola: "¿Dónde quedaron esos colores en la historia de la representación de Bodas de sangre?". En el proceso de la obra, un leitmotiv: "Hacer Bodas de sangre como si no se supiera que es Bodas de sangre"

Porque el mito no se hace solo. Se hace con el montaje de José Tamayo en el teatro Bellas Artes de Madrid, en 1962, poblado de figuras femeninas vestidas de negro, entre viudas y vírgenes dolorosas, encerradas en unos altísimos muros conventuales. O la versión de José Luis Gómez en 1985, con vestuario de época de tonos marrones y un escenario despojado, con ecos de los desiertos almerienses. O la de José Carlos Plaza, coproducida en 2009 por el CDN y el Centro Andaluz de Teatro, que renunciaba al realismo y se entregaba a los aires atemporales de la tragedia. Messiez llega con su propio imaginario, con obras como La distancia, Todo el tiempo del mundo, He nacido para verte sonreír y, ante todo, La piedra oscura, de Alberto Conejero, sobre las últimas horas de vida de Rafael Rodríguez Rapún, soldado republicano y amante de Lorca. 

El tema es el mismo, en palabras de Messiez: "El conflicto entre el deseo y la ley". Pero "esto es algo completamente distinto", dice Gloria Muñoz, que sabe de lo que habla: si en 1985, con Gómez, era la novia, ahora es la madre del novio. "No sé si es por el origen de Pablo... O es porque entonces era 1985 y ahora 2017", continúa. José Luis Gómez se proponía reproducir la época en la que sucedió el llamado crimen de Níjarcrimen de Níjar, que inspiró al poeta, desde las ropas a las canciones. Y Messiez huye exactamente de eso: "A [Robert] Bresson, cuando filmaba El proceso de Juana de Arco, le preguntaban por qué no ponía ropa de época, y él decía que porque los actores parecían disfrazados". Eso no quiere decir, explica, que ahora hayan hecho "una reconstrucción verista" de la obra adaptada a la realidad. No hay Whatsapp, no hay alteración del texto y no hay cotidianidad: "La cotidianidad en el teatro me repugna", zanja el director, "el teatro es un bastión de resistencia de la poesía". 

En el bastión de Messiez está la Luna (Claudia Faci), personaje alegórico creado por Lorca, está un bosque que más que más que oscuro y tenebroso parece encantado, como los de Shakespeare. Y está la palabra del texto, que se respeta excepto por algún corte que incluye, entre otras cosas, las referencias a la virginidad de la novia. Sí se añaden algunos pasajes que nunca formaron parte de la representación, como el poema "Pequeño vals vienés" o el prólogo de Comedia sin título, en el que un personaje llamado Autor advierte: "Venís al teatro con el afán único de divertiros y tenéis autores a los que pagáis, y es muy justo, pero hoy el poeta os hace una encerrona porque quiere y aspira a conmover vuestros corazones enseñando las cosas que no queréis ver, gritando las simplísimas verdades que no queréis oír".

Alberto Conejero vuelve a casa

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Pero también incluye un vestuario (como la escenografía, a cargo de Elisa Sanz) que podría estar más cerca del mundo rural de Pedro Almodóvar que el de la Andalucía negra. Y una boda en la que suena, como todas, Bambino (¿podría ser "Soy lo prohibido" un pequeño Bodas de sangre?). Y los dos primeros actos tratados como "comedia de costumbres", aquello que criticaron los primeros lectores de la obra cuando Federico García Lorca se la dejó ver. Messiez no deja entrar a la tragedia más que cuando se hace evidente, y este cambio de tono, que el director ve en el texto original, puede sorprender al público. "La idea no es ir en contra de la obra", acude a excusarse el director, "sino ver qué dice. Los signos están suficientemente abietos y la obra estña llena de misterio". 

Este Bodas de sangre llega tras La novia, adaptación cinematográfica de Paula Ortiz —no muy del gusto de Messiez, por cierto— y la versión de Oriol Broggi representada en Barcelona hasta el pasado septiembre. Ambas respetan, a su manera, los ocres y el imaginario de caballos —Broggi incluye uno real en escena— y polvaredas. Aquí el peso de romper con la tradición cae también sobre los hombros de los actores. "No me había pasado, estar en una función tan conocida por todos, que esté tan en el inconsciente colectivo", confiesa Francesco Carril, Leonardo en la obra. Carlota Gaviño, la novia, habla también de la necesidad de "quitarse de encima el miedo que genera la responsabilidad, y aceptar la responsabilidad como un regalo". 

Son sus palabras las que resumen el espíritu del equipo: "Desde el amor al material, hemos tratado de liberarnos de los límites de la moral. En la función, los personajes son castigados por ello, espero que nosotros no lo seamos como artistas".  

Bodas de sangre no es solo un texto escrito en 1931 por Federico García Lorca, una obra estrenada dos años más tarde y un éxito inmediato. Es un clásico, y como tal tiene sus reglas. Una concreta gama de colores: el pardo de los campos de Níjar, el negro del luto, el blanco del traje de novia y de la Luna, el rojo de la sangre. Tiene un sonido (el flamenco, el marcado acento andaluz) y un ritmo (la cadencia de la tragedia griega). O no. Porque el dramaturgo y director Pablo Messiez es tajante: "Cuando uno aborda los clásicos, tiene que saber que hace teatro y no una lectura dramatizada". Las palabras del argentino, afincado en España desde hace alos, tienen una traducción, para empezar, cromática: en su versión de Bodas de sangre, en el Centro Dramático Nacional (hasta el 10 de diciembre, sin gira programada), hay amarillos, rosas, azules y violetas. Ni una pincelada de ocre. 

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