Cual chinches agazapadas entre los dobleces del sofá, dispuestas a chupar la sangre de los humanos, existen ciertas empresas que inspiran sus modos y formas en esa misma filosofía parasítica. Compañías que “no inventan nada, que no invierten casi nada”, y que se alimentan de un trabajo ajeno cuya recompensa correspondería legítimamente a quien lo ha realizado. Esa tesis y esa denuncia fundamentan los planteamientos del libro Parásitos (Ariel) que, a modo de aclaración, puntualiza en su subtítulo a qué industria se refiere y en qué contexto sitúa su argumentación: Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la Cultura.
De visita en Madrid como ponente de una serie de charlas en torno a la propiedad intelectual organizadas por la SGAE, su autor, el periodista estadounidense afincado en Berlín Robert Levine, da cuenta de los porqués de su férrea oposición al todo gratis en Internet. Aclaró, no obstante, que lo suyo no tiene nada que ver con una vocación de erigirse en juez de la moralidad. “Parásitos es una palabra muy fuerte. De hecho, el libro en inglés se llama Free ride (oportunismo), que es una expresión menos cargada moralmente. No creo que por ejemplo Youtube esté poblada de gente malvada, pero es que este es un tema que no veo en términos del bien y del mal, sino de leyes y regulación, que deben cambiarse”.
Aun careciendo de una particular saña, Youtube sí es uno de los principales agentes del cambio de paradigma propiciado por la Red. Y de las encrucijadas que en ella se trazan. Por ejemplo porque no pagan a los artistas que cuelgan sus creaciones en el portal hasta después de que consigan un determinado número de visitas. “Como Google, Youtube es una gran tecnología que representa un crecimiento económico”, apunta Levine. “Pero es evidente que si te a ti te pagan, por ejemplo, seis meses después de empezar a trabajar, lo que puedas negociar va a ser siempre un precio bajo, que será complicado obtener un salario justo”.
Frente a los titanes de Internet, existen compañías más discretas que están causando según Levine unos destrozos mucho mayores para la industria cultural. “El 90% de la página de The Pirate Bay está hecha a base de cosas de otras personas, y de las que pretenden obtener beneficio, como libros, discos o películas. Si tú haces un trabajo, quieres ganar dinero por ello, no que lo ganen otras personas”, reprocha, no sin señalar al hombre que cree es el estandarte de la creciente ruina del sector: el alemán Kim Dotcom. “Sitios como Megaupload están monopolizando la distribución”, señala. “Cuando se han violado los derechos de autor, tradicionalmente se ha ido en contra de las compañías, y no de los distribuidores. Sin embargo, contra quien hay que ir ahora es contra los distribuidores”.
La solución que el periodista ofrece al respecto es evidente de puro simple: adecuar y modificar la legislación en el entorno de las nuevas tecnologías y, si es necesario, crear nuevas regulaciones. También castigar duramente a las grandes páginas que distribuyen contenidos ilícitos, no así a los usuarios. “Para los que descargan debería haber algo así como una multa por conducir demasiado rápido: un pago que a lo mejor te pueda arruinar el día, pero no el año”. La concienciación, como en cualquier otro campo, también supondría un acicate. No solo la personal: “Por ejemplo, hay páginas ilegales en las que aparecen anuncios de Coca-Cola. Si tú le dices públicamente a Coca-Cola que sus anuncios están ahí, seguramente haga algo por retirarlos”.
El quid de la cuestión no radica en cualquier caso en exterminar las descargas ilegales, sino en encontrar un “equilibrio”. Recuerda Levine -que ha trabajado en revistas como Wired o Billboard tratando temas relacionados con la tecnología y la cultura popular- cómo en su infancia copiaba en cassetes la música que le pasaban sus amigos, “y la industria no se hundía”. “La defensa de los derechos de autor no debe interferir con la libertad de expresión”, agrega. “Pero los derechos de autor también son derechos. Hay que encontrar el punto medio entre tus derechos como autor y el derecho a tener acceso a la vida cultural, y eso es de lo que trata mi libro. Lo que pasa que mientras antes la cuestión estaba sesgada hacia un lado, ahora lo está hacia el otro”.
Cual chinches agazapadas entre los dobleces del sofá, dispuestas a chupar la sangre de los humanos, existen ciertas empresas que inspiran sus modos y formas en esa misma filosofía parasítica. Compañías que “no inventan nada, que no invierten casi nada”, y que se alimentan de un trabajo ajeno cuya recompensa correspondería legítimamente a quien lo ha realizado. Esa tesis y esa denuncia fundamentan los planteamientos del libro Parásitos (Ariel) que, a modo de aclaración, puntualiza en su subtítulo a qué industria se refiere y en qué contexto sitúa su argumentación: Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la Cultura.