‘Elvis’ es la mejor película de Baz Luhrmann desde ‘Moulin Rouge’

Fotograma de la película 'Elvis'.

Hay cineastas que dirigen películas como si fueran DJs que pinchan discos en una mesa de mezclas. Si Quentin Tarantino y Martin Scorsese son los ejemplos más claros y conocidos, Baz Luhrmann es su equivalente homosexual; no por su orientación sexual, pues tiene esposa e hijos, pero sí por el brilli brilli, el exceso y el melodrama que desborda su cine. Los tres utilizan la música como ingrediente principal de su cine, pero el director de Moulin Rouge literalmente edita sus películas como si fueran una sesión musical: las imágenes y las canciones se mezclan y se repiten, se suceden los motivos musicales e incluso se puede discernir en todo momento una base melódica que actúa de hilo conductor.

Por eso algunas de las películas de Luhrmann, solo las mejores, son capaces de arrastrarnos hacia ellas, derriban toda resistencia y secuestran nuestra atención como si nos tuvieran atados a la pista de baile bajo punta de pistola. Elvis hace eso: durante la mayor parte del metraje es una experiencia cautivadora y fascinante, en la que el director maneja a su antojo nuestras emociones, opiniones y expectativas. El co-protagonista de la película, el famoso Coronel Tom Parker que representó a Elvis durante toda su carrera, es una especie de prestidigitador curtido en las ferias y los circos, experto en engañar, manipular y tergiversar para conseguir todo lo que se propone. Probablemente de una forma muy consciente, el Coronel sirve de alter ego del propio Baz Luhrmann. 

Elvis no necesita presentación: es el “rey del rock and roll”, uno de los artistas musicales más influyentes del último siglo y figura clave de la cultura estadounidense. Su historia, un estrellato fugaz que acabó con su prematura muerte, está más que contada y podría resultar aburrida o redundante, pero a Luhrmann le viene como anillo al dedo: al fin y al cabo todas sus películas, entre las que están Romeo y Julieta, de William Shakespeare y El gran Gatsby, son grandes tragedias que quieren transcender el tiempo y el espacio (algo apoyado por los anacronismos con los que el director llena todas sus producciones de época). Y una de las máximas del cine de Luhrmann es que nunca debe ser aburrido (precisamente por eso lo de Australia sigue siendo incomprensible). 

Cuando se anunció por primera vez, Elvis se nos prometió como una película más sobre el Coronel Tom Parker, interpretado aquí por un Tom Hanks excesivo y caricaturesco, que sobre el propio músico. Pero no es así: el Coronel hace las veces de narrador y sirve como apoyo sobre todo al principio, cuando su punto de vista nos ayuda a entender de forma externa el fenómeno de Elvis y la fascinación del público con su estilo y su forma de bailar.

La mejor escena de la película, y probablemente una de las mejores vistas en el cine reciente, es en la que el Coronel ve por primera vez actuar a Elvis y es testigo de primera mano de lo que sus movimientos de cadera y piernas provocan en los, y sobre todo las, que le están mirando. Hacía mucho tiempo que no veía algo tan divertido y excitante en una sala de cine como esos primeros planos de las jóvenes mujeres mientras sufren una revelación inesperada e incomprendida, es decir, cachondas perdidas, y explotan en gritos de algo que está entre el entusiasmo y el terror.

Unos minutos antes de ese momento, Luhrmann mezcla dos momentos de la infancia de Elvis en su barrio negro, espiando a un músico de jazz y colándose en una misa en la que el gospel se experimenta como una revelación divina. A través de los ojos desorbitados de ese niño que descubre su vocación, el director se acerca al acto musical como a una especie de rito pagano, un momento místico y trascendental (probablemente eso es lo que es para Luhrmann la música, y por eso la pone en el centro de la mayoría de sus obras, incluida la nada desdeñable serie de Netflix The Get Down, crónica del nacimiento del hip-hop en los barrios pobres de Nueva York).

Después de este claro posicionamiento artístico e incluso ideológico, esa primera actuación pública de Elvis no puede ser vista como nada menos menos que la llegada de un mesías, una aparición religiosa, tal y como la viven esas jovencitas acaloradas (el protagonista Austin Butler está inconmensurable, preciso en la imitación y fino en la construcción). Por eso el ignífugo movimiento de caderas es recibido por la parte más hipócrita y puritana de Estados Unidos como una amenaza: lo que propone Elvis es un arrebato tan poderoso, tan incontrolable, que podría suponer un peligro para el orden establecido; el religioso, el político y el social.

Luhrmann es capaz de evocar ese momento revulsivo de los años 50 en el primer tercio de Elvis, de lejos la mejor parte del conjunto. Ahí cabe todo lo que rodeaba a la figura del cantante: la apropiación cultural de un hombre blanco que bebía directamente de la cultura negra y se enriquecía a su costa (un debate que por aquel entonces, 60 años antes de la llegada de Rosalía, no existía), el racismo galopante de una sociedad que aún practicaba la segregación legal, la animadversión entre los estados del sur y los grandes núcleos urbanos de Estados Unidos, o la obsesión nacional por la riqueza y el emprendimiento, encarnada en el Coronel.

Y todo ello está contado con pinceladas, a través de ese vertiginoso ritmo que caracteriza al lenguaje cinematográfico de Luhrmann, que cuando se estrenó Moulin Rouge pudo parecernos rompedor pero hoy en día se ha vuelto completamente digerible y reconocible: el histrionismo en los encuadres, el subrayado en la puesta en escena, la voz en off, la multipantalla y en general todo el expresionismo llevado al más absoluto paroxismo son el pan de cada día en programas televisivos como Sálvame. Hace 20 años, Baz Luhrmann era excesivo, exagerado e incluso irritante; en la actualidad su estilo podría resultar a algunos calmado y mesurado.

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Aun así, puede que Elvis no sea apta para todos los estómagos. Y desde luego no es perfecta. Luhrmann es tan imaginativo y vivaracho como rematadamente falto de sutileza y elegancia. Si puede restregarte el subtexto por la cara, como las metáforas superheroicas en torno a Elvis o las ludópatas en torno al Coronel, lo hará. Y cuando toda la turbación se asienta y deja paso a una segunda mitad más calmada, seria y dramática, salen a la luz los problemas de guion, como el hecho de que el Coronel se pierda y se convierta en una figura prescindible e inútil en la historia.

Pero estamos ante la mejor película de Baz Luhrmann desde Moulin Rouge, con la que Elvis traza muchos paralelismos, tanto narrativos como temáticos, y a la que incluso le roba determinados momentos: Tom Hanks parece estar imitando al Harold Zidler de Jim Broadbent en alguna escena; y la obligación de Elvis de continuar su residencia en Las Vegas mientras su vida se apaga está rodada con los mismos tono trágico y ritmo tristón con los que Satine tenía que elegir morir en el Moulin Rouge y dejar libre a su amado Christian.

También comparten un espíritu liberal y de total veneración por la música, que, como si estuviera escribiendo un manifiesto político e ideológico en vez de una película, Luhrmann entiende como sinónimo de libertad, alegría y revolución. Por eso Moulin Rouge es relevante y atemporal y Elvis podría llegar a serlo también: es la historia de un hombre que descubre un rayo de luz e intenta encapsularlo, controlarlo, limitarlo, y al final solo consigue apagarlo. Esa es la verdadera tragedia para un DJ como Baz Luhrmann: que se apague la música.

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