En los años de las viejas culturas cinéfilas, antes de las plataformas, existían dos bandos casi irreconciliables de aficionados. Para un bando, el cine era ante todo “arte”, tenía que ser estéticamente rompedor, intelectualmente estimulante, y hecho al margen de las corporaciones. La rama intelectual se derretía ante Eisenstein, Antonioni o Tarr, y a menudo despreciaba olímpicamente a quienes, en el otro bando, amaban el cine narrativo, eficiente, claro, y “de género”, los cuales a su vez, devolvían el desprecio calificando de “pedantes” a los del primer bando. Estoy seguro de que hoy sigue existiendo algún equivalente a esta oposición, aunque se llame de otra manera.
Durante décadas, Cannes tomó partido por el cine “de arte” y especialmente por el cine “de autor”. Esto no significa que diera la espalda a los géneros de toda la vida, simplemente que les daba la vuelta o los cuestionaba. A veces los resultados eran estimulantes. Otras veces al cuestionar estructuras básicas se aniquila lo que hacía el género interesante. En la proyección de Don Juan, de Serge Bozon, que forma parte de la selección oficial fuera de concurso, el director del Festival Thierry Frèmaux nos ha asegurado que aunque la película es “un musical”, un musical “a la francesa, o sea, chic”. Los amantes del género hemos arqueado una ceja, y creo que esto ha determinado las expectativas con las que uno se enfrenta a la película.
Las expectativas son las propias del género sobre coreografía, canciones y cierto espíritu. Pero Don Juan no tiene coreografía digna de ese nombre, cuenta con canciones anodinas e irrelevantes, y carece de espíritu musical y de alma cinematográfica. Inspirado en el amante más famoso de la literatura, especialmente en las versiones de Moliére y Da Ponte/ Mozart, logra no aportar absolutamente nada a la historia. La película avanza desde una propuesta banal hasta el vacío más absoluto: el personaje carece de interés y lo que le pasa carece de sentido.
A veces esperamos que el cine de arte sea también progresista en términos de otro tipo de género: el de las identidades. La apuesta de Bozon aquí es dar un giro “moderno” a su Don Juan, pero es signo de la limitada imaginación del producto que las mujeres sean el tipo de muñecas de porcelana que han llenado el cine desde siempre y que su Don Juan sea una víctima de las mismas.
Es difícil no apuntar lo obvio: un producto con un programa estético rompedor puede caer en los mismos tópicos conservadores en la representación de género. Hoy mismo, un grupo de mujeres ha interrumpido la presentación de la película Holy Spider para protestar contra la violencia de las mujeres. La idea de hasta qué punto el buen cine contribuye a una agenda progresista está sobre la mesa, y el propio director del festival intentó la semana pasada matizar unas desafortunadas declaraciones al respecto. No es que películas como Holy Spider, Three Thousand Years of Solitude o Don Juan vayan a cambiar el mundo, pero no está de más reflexionar en la tensión entre progresismo y arte.
Otras películas del día han negociado algo mejor el conflicto entre estética y política. La película francesa Retour à Séoul (de Davy Chou) es un melodrama sobre una mujer coreana dada en adopción que vuelve al país de sus padres, al que se ha quitado cualquier sentimentalismo típico del género. La película funciona porque tiene un personaje fuerte en su centro, y es un personaje que, más allá de los tópicos, evoluciona con la narrativa. Y conserva del melodrama la música. La protagonista es pianista aficionada, y ve la realidad a partir de estilos musicales. En la primera escena, al llegar a la capital surcoreana, escucha una vieja canción pop en unos auriculares que es el código desde el que descifra una cultura que no conoce.
Frémaux ha definido la película noruega Syk Pike / Sick of Myself, también en Un certain regard, como “casi una comedia” y el director Kristoffer Borgli, algo incomodado ha dado permiso al público para reírse de lo que le diera la gana. La corrección política arroja sombras sobre un género que inevitablemente jugaba con prejuicios y partía de estereotipos. Sick of Myself habla de patologías contemporáneas que no hace mucho nos habrían parecido improbables: una mujer obsesionada por llamar la atención se provoca una enfermedad leve pero muy visible para estar en el centro de las conversaciones. Una de las luchas en curso es la de la comedia frente a las identidades marginalizadas, pero quizá Sick of Myself no está por molestar a nadie.
Y en la sección oficial a concurso, Les amandiers (que cuenta con el horrible título internacional de Forever Young). Dirigida por Valeria Bruni-Tedeschi, está inspirada en sus recuerdos de sus años mozos en la escuela-teatro dirigida por Patrice Chéreau Théâtre Nanterre-Amandiers, donde al parecer no había ni un solo alumno homosexual. Lo cual es, sin duda, posible. Los ecos de Fama, de Alan Parker, son inevitables, y algunas de las técnicas de aquella (fragmentación, relación entre vida y arte, ensayos, estilo verité) aparecen aquí. Quizá sea el hecho de que se sitúe en los ochenta, pero, una vez más, las actitudes que la película presenta acríticamente, quedan hoy desfasadas, como propuestas por alguien que no ha evolucionado gran cosa. No obstante, es una buena opción para amantes del teatro, ya que evoca a la perfección los procesos y las tipologías. Y tanto Bruni-Tedeschi como Chéreau tienen el pedigrí adecuado.
En los años de las viejas culturas cinéfilas, antes de las plataformas, existían dos bandos casi irreconciliables de aficionados. Para un bando, el cine era ante todo “arte”, tenía que ser estéticamente rompedor, intelectualmente estimulante, y hecho al margen de las corporaciones. La rama intelectual se derretía ante Eisenstein, Antonioni o Tarr, y a menudo despreciaba olímpicamente a quienes, en el otro bando, amaban el cine narrativo, eficiente, claro, y “de género”, los cuales a su vez, devolvían el desprecio calificando de “pedantes” a los del primer bando. Estoy seguro de que hoy sigue existiendo algún equivalente a esta oposición, aunque se llame de otra manera.