Hollywood aprende a leer subtítulos: la nueva pasión de los Oscar por el cine extranjero
La frase ya es algo así como histórica. “Una vez superes esa barrera de una pulgada de alto de los subtítulos, conocerás muchas películas asombrosas”. Bong Joon-ho no la dijo al ganar el Oscar a Mejor Película por Parásitos en febrero de 2020 sino algo antes, recogiendo el Globo de Oro a Mejor Película extranjera. Y resultaba irónico pues esta sátira política —posible germen de la moda “comerse a los ricos” que iba a asaltar el audiovisual, de Succession a Saltburn— precisamente vendría a desafiar la costumbre de que producciones extranjeras tuvieran que conformarse con competir en la categoría de Mejor Película de Habla no Inglesa. O en Mejor Película Internacional, como se la había rebautizado en 2019.
Una vez Parásitos se hizo con el máximo premio de la Academia de Hollywood nada volvió a ser lo mismo. Es decir, al año siguiente —con la carrera marcada por el coronavirus— no figuró ninguna “película internacional” en la gran terna de diez nominadas, pero Minari estaba hablada parcialmente en coreano y Chloé Zhao, de origen chino, ganó Mejor Dirección por Nomadland enfrentándose al mismo Lee Isaac Chung de Minari y a Thomas Vinterberg, el danés que había firmado Otra ronda. Luego fue en la edición de 2022 cuando vimos de veras materializarse un “fenómeno Parásitos”, con la japonesa Drive my car aspirando a Mejor Película y ganando CODA: el remake de una comedia francesa.
En 2023 hubo por primera vez en la historia de los Oscar dos producciones no habladas en inglés compitiendo por Mejor película: la alemana Sin novedad en el frente y la sueca El triángulo de la tristeza (otro discípulo eat the rich de Parásitos). Es un escenario que se ha repetido en la carrera actual: la francesa Anatomía de una caída se enfrenta a La zona de interés (producción británica hablada en alemán), mientras que Vidas pasadas vuelve a estar como Minari hablada parcialmente en coreano y el griego Yorgos Lanthimos puede llevarse el premio a Mejor dirección por Pobres criaturas. Terna donde compite con Justine Triet y Jonathan Glazer, directores respectivos de Anatomía una caída y La zona de interés.
Definitivamente los Oscar han superado la barrera de los subtítulos. Pero no es algo de lo que solo haya que hacer responsable a Bong, pues su victoria fue más bien una explosión para una serie de inquietudes y mutaciones en el seno de la academia. Inquietudes y mutaciones acaso extrapolables a la totalidad de Hollywood, como sistema industrial e ideológico.
Abrir el mapa cinéfilo
Es importante dejar claro, ante todo, que como su propio nombre indica la Academia de Hollywood se ocupa de celebrar… las películas de Hollywood. Los Oscar son una fiesta para la industria autóctona, y su aparente relevancia mundial viene cifrada por el carácter hegemónico de dicha industria. Con lo que cualquier tentativa de incluir talento ajeno a ella en sus premios principales —las categorías secundarias, de Mejor Película Animada a Mejor Documental ,pasando obviamente por Mejor Película Internacional, siempre han sido más permisivas— ha de ser entendida como una excentricidad calculada.
El propósito concreto de esta excentricidad puede variar, pero forzosamente viene atado a una imagen que los Oscar quieran ofrecer de sí mismos en el momento de ponerse ocurrentes. Así deduciríamos que, cuando nominaron por primera vez a Mejor Película a una producción extranjera —a la francesa La gran ilusión, allá por 1938—, quizá querían reforzar el hálito de esperanza colectiva en tiempos acechados por el fascismo que transmitía el film de Jean Renoir. O que, cuando volvieron a hacer lo propio en 1969, con la argelina Z de Costa-Gavras —que ganó por su parte el Oscar a Mejor Película de Habla no Inglesa—, se estaban haciendo eco de los vientos contraculturales del incipiente Nuevo Hollywood.
Entre ambas citas había ocurrido algo tan determinante como que en 1951 Rashomon ganara el León de Oro dentro del Festival de Venecia. Con el descubrimiento extramuros de Akira Kurosawa, los circuitos de Occidente empezaban a ser receptivos a un talento más allá del paisaje euro-estadounidense, del que los Oscar iban a hacerse eco velozmente con la oportuna inauguración de su categoría Mejor Película de Habla no Inglesa en 1956. Hasta entonces las producciones ajenas a Hollywood solo podían recibir premio en modo honorífico, no competitivo —así fueron celebrados tanto clásicos del neorrealismo italiano como las joyas japonesas recién descubiertas—, pero tener una categoría particular empujaba a la selección. A un estudio verdaderamente atento de lo que ocurría ahí fuera.
Desde entonces esta categoría ha seguido un camino más o menos regular, dejando los sobresaltos para la terna de Mejor Película: en el 73 y el 74 los suecos Jan Troel e Ingmar Bergman fueron nominados por Los emigrantes y Gritos y susurros, pero durante las siguientes dos décadas el talento internacional no volvió a hacer acto de presencia. Hubo que esperar a otra revolución comparable a la del Nuevo Hollywood en los 90: la del cine independiente, que a través de una compañía como Miramax pudo colocar propuestas más heterogéneas en la carrera. Kieslowski fue nominado a Mejor Dirección con Tres colores: Rojo por esta mediación, mientras que El cartero (y Pablo Neruda) pudo aspirar al premio gordo. Como en breve haría otra película italiana con mayor apoyo popular, La vida es bella.
El sorprendente triunfo de Parásitos también se ha leído en función a su carácter disfrutón: al hecho de que el entretenimiento que proporcionaba podía sobreponerse entre la población estadounidense al esfuerzo de leer subtítulos. Pero esto es algo que también tuvieron en común La vida es bella y la taiwanesa Tigre y dragón en 1998 y 2000: una por su generosidad melodramática, otra por el espectáculo de artes marciales. Y ambas estuvieron muy cerca de alzarse como Mejor Película, solo que aún no era el momento. Este Oscar no lo ganaría una producción internacional hasta 2012. Sí, antes de Parásitos, pero es algo en lo que no se suele hacer tanto hincapié porque The Artist, aun siendo francesa, era muda.
El (verdadero) camino que nos ha traído aquí
Al igual que el Oscar a Mejor película de Slumdog Millionaire (con gran presencia del hindi), o la celebración de Amor de Michael Haneke en 2013, el caso de The Artist supone un antecedente directo de la actual apertura internacional de los Oscar. Pero no un hito como tal, sus victorias en sí mismas no animaron a que la academia cambiara su forma de funcionar. Esto vino dado por una confluencia de factores, no necesariamente intrínsecos a la organización, que acaso pudiera haber despegado en 2015. Durante esa carrera la activista April Reign, según se percató que de los 20 intérpretes nominados no había ninguno racializado, impulsó ruidosamente el hashtag #OscarsSoWhite.
Chris Rock, presentador durante aquella gala, recurrió preventivamente a la campaña para articular la mayoría de sus chistes, sin que eso aliviara un malestar social del que la academia estaba tomando nota. Un par de años después EEUU viviría una tormenta perfecta entre el estallido del #MeToo y la elección de Donald Trump, que exigiría que Hollywood tomara partido. La afloración de casos de violencia sexual, en consonancia al rampante racismo que paseaba el nuevo presidente, generaba una nueva urgencia por posicionarse, por convertir a la industria cinematográfica en vanguardia de una serie de valores. Había que superar, en resumen, el paradigma del privilegio blanco y masculino, con lo que se empezaron a fomentar las propuestas que escaparan de ese paradigma.
En el marco de EEUU esto apelaba tanto a la creación femenina como a la racializada, y también a las películas fuera de Hollywood. Del mismo modo que en los 90 Miramax había ampliado el foco fuera de lo que pudieran hacer las grandes majors, el que este cambio de rumbo coincidiera con la fiebre del streaming fue muy oportuno: las plataformas ofrecían una ventana masiva para el cine extranjero, sin necesidad de que este se viera limitado a las salas de arte y ensayo. Por eso la mexicana Roma de Alfonso Cuarón, distribuida por Netflix, pudo tener en 2019 la carrera que tuvo: Cuarón ganó Mejor Dirección, y fue favorita como Mejor Película hasta que Green Book se impuso. Causando una sonora polémica.
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Polémica que, a su vez, confirmaba cuánto habían cambiado las cosas. Justin Chang en Los Angeles Times aseguró que era la peor ganadora de Mejor Película desde Crash, rechazando de pleno su victoria sobre Roma para hacerse partícipe de un nuevo sentido común. Un año después Parásitos triunfaba ahí donde no había podido hacerlo Cuarón, culminando tanto esta narrativa como una estrategia que, paciente pero regularmente, la academia había seguido en los últimos tiempos: ir aumentando la diversidad de su membresía. Este es el motivo fundamental por el que los Oscar se han vuelto tan internacionales. Simplemente ocurre que, de los 10.000 académicos que votan, hoy un 20% vive en el extranjero.
Con lo que los Oscar pueden presumir de su apertura de miras y de paso sobreponerse a una dramática reducción —por culpa justamente del streaming, pero también de la homogeneidad del cine popular a costa de superhéroes y propiedades intelectuales— de esas películas prestigiosas de presupuesto medio que solían copar los palmarés. Es un escenario donde a priori no hay perdedores y sí mucho que celebrar —indudablemente, el impulso oscarizable ha permitido que más gente llegue a películas a las que de otro modo no llegaría—, aunque sí quepa albergar reticencias por lo que esto supone en cuanto a globalización cinéfila.
Históricamente Hollywood ha celebrado a Hollywood, mientras los festivales a lo largo del mundo se ocupaban de celebrar disidencias al estándar estadounidense. Hoy el estándar estadounidense quiere absorber esas disidencias: desde la Palma de Oro de Parásitos cualquier obra que haga ruido en el francés Festival de Cannes es susceptible de colarse en los Oscar. Sin ir más lejos Anatomía de una caída y La zona de interés ganaron la Palma de Oro y el Gran Premio del Jurado. Los Oscar pueden haber ampliado su radar, pero eso no significa que haya más películas integrando las conversaciones a lo largo del mundo. Más bien, significa que el cine se ha hecho más pequeño.