“¿Pero qué idioma es este?, ¿cherokee?”, se preguntan los agentes de la CIA. El jefazo, tan desconcertado como ellos, sugiere que es “un lenguaje codificado”, porque nadie en EEUU entiende el euskera ni ha oído hablar de él. Tienen pinchada la llamada telefónica que un sospechoso mantiene con su amigo de España, y la incapacidad de entender su conversación mueve una de las escenas más divertidas, toda vez que significativas, de Black is Beltza. El título es un aliteración oculta: “beltza” significa “negro” en euskera, así que representa inmejorablemente las intenciones políticas de una película que antes fue novela gráfica. Fermín Muguruza es tanto el autor del cómic como el director del film correspondiente.
Black is Beltza se articula como un ejercicio de fabulación histórica sobre lo que ocurrió, a nivel geo y sociopolítico, a lo largo del año 1967. Teniendo como protagonista a Manex —aquel rebelde investigado por la CIA— vinculaba la identidad vasca a diversos activismos y luchas de aquella década, con énfasis en el antirracismo estadounidense que hermanaría las palabras “black” y “beltza”. Estrenado en 2018 este film tuvo secuela cuatro años después (subtitulado Ainhoa y centrado en la hija de Manex), también a cargo de Muguruza. Quien obviamente, antes de debutar en la animación, había sido conocido por su actividad musical. Como vocalista de Kortatu y Negu Gorriak. Como estandarte del Rock Radical Vasco.
En los años 80 él había entonado Sarri, sarri o Mierda de ciudad, tan comprometido políticamente como buscaba estarlo Black is Beltza aunque hubieran pasado casi cuatro décadas entre medias. Muguruza no ha perdido esa rabia desde que, como recordaba aquí mismo David Gallardo, se había opuesto al “hedonismo comercial pasajero de Alaska con el activismo underground imperecedero de Kortatu”. La movida madrileña fue contemporánea al Rock Radical Vasco, de forma que sea tentador a posteriori vincular el declive de tendencias contestatarias según la asimilación por el capital de la capital de España. Salvo porque, ciñéndonos al cine y como ejemplifica Muguruza, no es exactamente lo que ocurrió.
Cantos de sirena desde Madrid
Al menos, no es lo que ocurre ahora. Black is Beltza, film excéntrico y libre, tiende un puente hacia una época donde el cine vasco no contaba con la proyección de la que dispone hoy. Cuando Muguruza empezaba a asaltar los escenarios, el Rock Radical Vasco ofrecía un reflejo tan árido como fidedigno de la imagen cultural de Euskadi, destilada por Eloy de la Iglesia como cabeza del cine quinqui. Antes de que las calles de Bilbao ambientaran El pico —entre la adicción y el malestar generacional por el conflicto abertzale—, el audiovisual autóctono no había podido hacer mucho más. No le habían dejado: más allá de la inauguración del Festival de San Sebastián en 1953, el franquismo impelía a que las únicas expresiones de identidad vasca circularan entre la clandestinidad y la vanguardia.
Todo podía cambiar con el Estatuto de Autonomía en el 79, así como la fundación de Euskal Telebista. Y todo cambió. En una fecha tan temprana como 1984 el bilbaíno Pedro Olea, pese a haber estudiado en la Escuela Oficial de Cine de Madrid, tuvo la posibilidad de regresar a su tierra natal para inspirarse en su folclore y rodar Akelarre: curioso anticipo de lo que sería el film homónimo de 2020, también centrado en las brujas pero firmado por un cineasta franco-argentino, Pablo Agüero, según su fascinación por Euskadi. Aunque lo de Olea fue una excepción. El interés que sentía por encuadrar sus historias dentro de su cultura no encajaba con las circunstancias industriales y logísticas. Normalmente había que emigrar.
Hacia el final de la década a los nombres de Olea y De la Iglesia se unían los de Montxo Armendáriz o Imanol Uribe: trayectorias politizadas y combativas que, aun sin haberlo tenido nunca fácil, se habrían de dar de bruces con el surgimiento de Euskal Media en 1991 y un control excesivo por parte de la Consejería de Cultura. Una nueva generación despuntó entonces: Juanma Bajo Ulloa, Julio Medem, Álex de la Iglesia, Enrique Urbizu o Daniel Calparsoro, para ser también eventualmente absorbida por el paradigma centralista. Las calles bilbaínas habitadas por los yonkis de El pico dieron paso en los 90 al letrero de Schweppes de la Gran Vía madrileña, en El día de la bestia.
Poco después Bajo Ulloa estrenó la que fue en su día la producción vasca más taquillera de la historia: Airbag, en 1997. Una comedia encabezada por el vitoriano Karra Elejalde, que del mismo modo que el cine de Álex de la Iglesia se despojaba de ropajes inequívocamente vascos para proyectarse a una idea general de España, de lo que podía dar de sí nuestro cine. Una tendencia a la asimilación que movía a Joxean Fernández a reflexionar con cierta amargura sobre el destino del audiovisual vasco: “Al repasar la lista de los cineastas vascos más importantes de los 80 y 90 hay un casi idéntico proceso de inmigración a Madrid tras los primeros proyectos en Euskadi”, escribe en su breve historia del Cine vasco.
“En el País Vasco no se ha desarrollado una industria cinematográfica que permita hacer cine a toda esa cantidad de talentos que surgen de forma periódica en tierras vascas. Aquí ha habido más talento que industria”, concluye Fernández. Estas palabras fueron escritas en 2012, por otra parte, cuando iban percibiéndose una serie de mutaciones muy interesantes en la no-industria de Euskadi. Mutaciones que, vistas en perspectiva, podemos vincular a dos hitos tempranos de finales de los 90. Por un lado la inauguración del bilbaíno Museo Guggenheim en 1997 —ya veremos por qué— y por otro, un año después, la puesta en marcha del programa Kimuak por parte del Departamento de Cultura del Gobierno Vasco.
Kimuak aludía a los nuevos “brotes” del cine de Euskadi. “Hay dos motivos por los que me alegro de ser vasco: el primero es el marmitako de bonito y el segundo es Kimuak”, diría Borja Cobeaga poco después, tras producir sus primeros cortos en el marco de esta iniciativa.
El resurgir de Euskadi
Aprovechando la catapulta de Kimuak y su fomento de los cortometrajes primerizos, Cobeaga terminó de hacerse un nombre como guionista de Vaya semanita junto a Diego San José. De este programa —que explotaba neurosis muy específicas del imaginario vasco— nacería a posteriori una filmografía tan determinante como la que va de Pagafantas a Ocho apellidos vascos, pero antes de eso otros cineastas ya se habían beneficiado de Kimuak. Caso de Nacho Vigalondo, Koldo Serra o la tríada Jose Mari Goenaga-Jon Garaño-Aitor Arregi, que en 2001 fundaron Moriarti Produkzioak. Fue un gesto rompedor. La primera y contundente prueba de que era posible que el País Vasco tuviera un tejido productivo propio.
El cine vasco estuvo marcado en lo sucesivo por acontecimientos como la rendición de ETA o el histórico nombramiento de Álex de la Iglesia como presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España hasta que en 2014 —justo hará diez años— se fundieran dos vías creativas que habían tenido como lanzadera común a Kimuak. Por un lado Cobeaga exprimió cómicamente las tensiones sociopolíticas tanto en Negociador como en la citada Ocho apellidos vascos —la película más taquillera de la historia del cine español, sin ninguna letra pequeña como había tenido Airbag— y por otro Loreak, producida por Moriarti, fue la primera obra hablada en euskera nominada al Goya a Mejor película.
Goenaga, Garaño y Arregi se han convertido desde entonces en garantía de prestigio y buen hacer, sin olvidar sus raíces —Handia, nuevamente hablado en euskera, fue el film con más premios Goya de 2018— pero afrontando intrépidamente retos de escala cada vez mayor: caso de su reciente y lujosa serie para Disney+, Cristóbal Balenciaga. Aún así, tan importante como la reacción en cadena de Loreak fue un año después la puesta de largo de la Bilbao Bizkaia Film Commission, en 2015. Este organismo, surgido de un convenio del ayuntamiento con la Diputación de Bizkaia, iba a encargarse de agilizar trámites para transformar Bilbao en un destino seductor de cara a rodajes nacionales e internacionales.
Es lo que nos lleva de vuelta a la inauguración del Guggenheim. Apenas habían tomado forma los diseños de Frank O. Gehry cuando se supo que la nueva película de James Bond iba a rodarse en las inmediaciones: el prólogo de El mundo nunca es suficiente mostró a Pierce Brosnan descolgándose entre edificios bilbaínos, que nunca habían parecido tan glamurosos. Fue el primer indicio del atractivo que ofrecían las localizaciones de Euskadi, y fue el atractivo que cooptó la Bilbao Bizkaia Film Commission cuando en años sucesivos amparó el rodaje de El destino de Júpiter de las hermanas Wachowski —el Guggenheim sirviendo ahora para ilustrar una ciudad futurista— o de varios episodios de Juego de tronos.
La confluencia de talento patrio con el ojo administrativo para generar industria ha sido modélica en los últimos años. Fermín Muguruza ha venido a engrosar un nuevo plantel de cineastas vascos que incluye nombres tan estimulantes como Galder Gaztelu-Urrutia —rodando ahora mismo la secuela de El hoyo—, las últimas ganadoras del Goya a Mejor dirección novel Alauda Ruiz de Azúa y Estibaliz Urresola, o Paul Urkijo Alijo: este último comprometido con volcar la mitología de su tierra hacia el cine de género con sus films (también hablados en euskera) Errementari (El herrero y el diablo) e Irati.
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Todo mientras Woody Allen rueda Rifkin’s Festival en el mismo Donostia Zinemaldia, y producciones españolas de talante comercial no temen evidenciar las particularidades de su andamiaje vasco: caso de Ola de crímenes y El silencio de la ciudad blanca asentándose en Bilbao o Vitoria-Gasteiz, o de la reciente La vida padre celebrando la gastronomía de Euskadi junto a Karra Elejalde y Enric Auquer. Que producciones de este tamaño —así como varias series de televisión— hayan querido desarrollarse en Euskadi, supone la razón última de que en opinión de David Pérez Sañudo —director de otro film significativo de esta hornada como es Ane (2020)— el cine vasco “viva el momento más especial de su historia”.
O, más bien, lo viva la maquinaria engrasada por la Bilbao Bizkaia Film Commission, que en 2023 se marcó otro tanto al lograr que las Juntas Generales aprobaran una nueva norma que ampliaría los incentivos fiscales de rodar en sus límites. Ahora, las deducciones que puede ofrecer rodar en Bizkaia llegan a ascender al 70% si la producción está hablada en euskera: una cifra desopilante que según El Economista convertiría a la provincia vasca en el territorio con las mayores ventajas fiscales de Europa.
No es de extrañar que Álava y Gipuzkoa estén tratando hoy por hoy de adoptar una normativa similar, mientras que para 2027 se espera la inauguración de un hub audiovisual en la isla de Zorrotzaurre (Bizkaia). Un plató de 100.000 metros cuadrados que culminaría una cuidadosa operación cuyos grandes beneficiarios —al margen del público general y su creciente conocimiento del lecho cultural vasco— no tienen una actitud muy distinta a la de aquellos cineastas de los 80 y los 90 a los que no les quedó otra que pasar por el rodillo centralista. Esta es, en fin, la auténtica victoria.
“¿Pero qué idioma es este?, ¿cherokee?”, se preguntan los agentes de la CIA. El jefazo, tan desconcertado como ellos, sugiere que es “un lenguaje codificado”, porque nadie en EEUU entiende el euskera ni ha oído hablar de él. Tienen pinchada la llamada telefónica que un sospechoso mantiene con su amigo de España, y la incapacidad de entender su conversación mueve una de las escenas más divertidas, toda vez que significativas, de Black is Beltza. El título es un aliteración oculta: “beltza” significa “negro” en euskera, así que representa inmejorablemente las intenciones políticas de una película que antes fue novela gráfica. Fermín Muguruza es tanto el autor del cómic como el director del film correspondiente.