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Adriana Ozores y María Vázquez conmueven como madre e hija en ‘Los pequeños amores’

En la Sección Oficial del último Festival de Málaga se han proyectado Los pequeños amores de Celia Rico Clavellino y Nina de Andrea Jaurrieta. No es la primera vez que los nombres de ambas cineastas coinciden, puesto que en 2019 habían compartido nominación al Goya a Mejor dirección novel. Rico Clavellino competía con Viaje al cuarto de una madre, Jaurrieta con Ana de día, y fue asimismo una mujer quien les arrebató el premio: Arantxa Echevarria, ganadora con Carmen y Lola. La directora bilbaína seguía entonces una costumbre que se ha mantenido desde el triunfo de su predecesora —Carla Simón con Verano 1993—, como es el hecho de que los Goya a Mejor dirección novel recaigan en mujeres. Estibaliz Urresola, con 20.000 especies de abejas, es la última exponente.

Los pequeños amores y Nina son las segundas películas de sus autoras respectivas. Ambas han tardado cinco años en madurar un largo que diera réplica a la celebración de sus debuts, con lo que sus trayectorias simétricas acaso tejerían una nueva fase para la afloración de creaciones femeninas en el cine español, y en el caso de Rico Clavellino un severo escrutinio por cómo vendría Los pequeños amores a engrosar una cierta tradición. Jaurrieta acaso vaya más por libre, pero la obra de su homóloga sevillana conjuga ambientación rural, hincapié en las redes de cuidados y vínculos entre mujeres. Sobre todo, transmite un claro interés por el naturalismo, que le permite encajar de forma orgánica con la obra de otras compañeras de generación mientras espera paciente el aplauso académico. 

Hace un lustro había sido relativamente novedoso invocar a Yasujiro Ozu a la hora de estudiar el acercamiento de Viaje al cuarto de una madre al espacio doméstico, y de celebrar con ello la aparición de nuevas sensibilidades en la industria. Ahora el ecosistema cultural, digamos, está algo más preparado para leer estas propuestas, y el entrelazado de circuitos festivaleros con temáticas parcialmente comunes nos mueve a pensar en un universo compartido. Pero este sería un ángulo injusto para abordar Los pequeños amores —para abordar cualquier película—, y quizá fuera más oportuno identificar cuál es el motor tras esa iconografía reconocible, que no obstante Rico Clavellino ya engrasó hace más de una década.

Su primer cortometraje (Luisa no está en casa, proyectado en el Festival de Venecia en 2012) y la susodicha Viaje al cuarto de una madre tenían en común, más allá del cosmos familiar, la inminencia de un acontecimiento decisivo. Una separación provocada por intangibles diversos, primero entre el matrimonio formado por Asunción Balaguer y Fernando Guillén, y luego entre la madre e hija que interpretaron Lola Dueñas y Anna Castillo. Su gestación y desarrollo inyectaban en las imágenes de la directora sevillana una tensión muy particular, ya primera vista parecía que Viaje al cuarto de una madre iba a tener un gran eco en Los pequeños amores. Javier Zurro la ha descrito como “secuela espiritual”, y motivos no faltan.

Al fin y al cabo las protagonistas son una madre y su hija. Adriana Ozores y María Vázquez, reciente candidata al Goya a Mejor actriz por Matria. Ambas mujeres son mayores que sus predecesoras en Viaje al cuarto de una madre, eso sí, y de hecho la hija está plenamente emancipada: Los pequeños amores le reúne con su madre en base a que esta ha sufrido una fea caída y necesita que alguien le cuide durante su recuperación. Los términos de su convivencia parecen distintos a los de Viaje al cuarto de una madre, y sin embargo vuelve a pender un posible abandono, con Teresa (Vázquez) no viendo el momento de largarse.

Pero el aparataje emocional de ese abandono es distinto, las implicaciones son otras. Los pequeños amores se desarrolla en un pueblo en pleno verano, y reclama de dicha estación su ritmo lánguido para meditar entre paseos, baños y siestas al sol. La tensión de Luisa no está en casa y Viaje al cuarto de una madre se diluye porque, de hecho y como van dejando caer poco a poco unos atinados diálogos, los grandes conflictos ya pasaron. Incluso puede ser que ni siquiera se materializaran, que su mera sombra —como la perspectiva de un nido vacío o de una ruptura matrimonial— hubiera movido una serie de decisiones con las que ahora conviven tanto Teresa como su madre, preguntándose si fueron las correctas. Si hubieran preferido que sus vidas tuvieran más acontecimientos, o menos.

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La propuesta de Los pequeños amores —muy ilustrativo el “pequeños” del título, como chispazos de amor, o quizá amores no consumados—, toma cuerpo en la reflexión antes que en la acción, y fusiona la ambientación veraniega con el lamento otoñal. Los personajes de Ozores y Vázquez tienen otros problemas más allá de sus enfados, y han de aprender que puede ser fructífero compartirlos. Rico Clavellino vuelve a subrayar entonces los roces generacionales para emitir briznas de aspereza, y puede que en este ámbito residan los elementos más endebles de Los pequeños amores porque suenan a ya vistos, a Viaje al cuarto de una madre de hecho. En consecuencia el personaje de Ozores se antoja demasiado esquemático —un pálido reflejo de Lola Dueñas, o de lo que podríamos entender como típica madre española—, por debajo de las encomiables ambiciones del film.

Los pequeños amores tiene pasajes poco inspirados, en ese sentido. El talante huraño de Ozores se da la mano con instantes facilones como aquel que tiene que ver con la lluvia y el cine de verano, pero al menos son detalles compensados por una adecuada progresión dramática. Fundamental en este caso la presencia de un tercero en discordia, el pintor interpretado por Aimar Vega, frente al cual el personaje de Vázquez puede mostrar nuevas facetas y ponerlas a dialogar más tarde frente al pasado en común con su madre. De ahí que finalmente, y aunque no todo el conjunto esté al mismo nivel, la construcción de Los pequeños amores se desvele eficaz y sólida, y permita una emoción genuina.

En efecto Los pequeños amores podría oficiar de continuación para Viaje al cuarto de una madre, pero en ningún caso de repetición. Así que puede ufanarse en proclamar que, por muy regularmente que haya parecido desarrollarse durante los últimos años todo un universo compartido de estéticas y narrativas, Celia Rico Clavellino sigue fiel al suyo propio.

En la Sección Oficial del último Festival de Málaga se han proyectado Los pequeños amores de Celia Rico Clavellino y Nina de Andrea Jaurrieta. No es la primera vez que los nombres de ambas cineastas coinciden, puesto que en 2019 habían compartido nominación al Goya a Mejor dirección novel. Rico Clavellino competía con Viaje al cuarto de una madre, Jaurrieta con Ana de día, y fue asimismo una mujer quien les arrebató el premio: Arantxa Echevarria, ganadora con Carmen y Lola. La directora bilbaína seguía entonces una costumbre que se ha mantenido desde el triunfo de su predecesora —Carla Simón con Verano 1993—, como es el hecho de que los Goya a Mejor dirección novel recaigan en mujeres. Estibaliz Urresola, con 20.000 especies de abejas, es la última exponente.

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