‘Cerrar los ojos’: Víctor Erice regresa para clausurar el cine por dentro
Nadie se reencuentra con Víctor Erice. Al cineasta de 83 años, quizá el más grande que ha dado España, uno puede topárselo de camino a otro sitio, pero nunca reunirse con él. En más de medio siglo de carrera, el realizador ha estado siempre en movimiento, esquivo, como sus escasos largometrajes y el mundo al que los ha ido alumbrando. El cuarto y último, Cerrar los ojos, se estrena esta semana, y la única razón por la que esta crítica no es una carta dirigida al propio Erice es que la misiva jamás encontraría a su destinatario.
Las películas del vasco están cosidas con una melancolía extrañamente vívida. No supuran la añoranza de lo mortecino, sino una paz vencida con el hecho de que la vida se escurre. Desde El espíritu de la colmena, su sonado debut, hasta El sol del membrillo, su último largometraje previo al estreno en Cannes de Cerrar los ojos el pasado mayo, los filmes de Erice constituyen, de forma brutalmente ajena a sus tramas, oximorónicos recordatorios de que todo está sujeto al olvido.
Como tal, Cerrar los ojos es una película fantasmal. Están evocadas en ella la herida de la Transición, el cine entero como índice de la memoria, aquella Ana Torrent bañada por fogonazos de miel de El espíritu de la colmena, las maletas siempre a medio hacer de El sur, la absurda carrera contra el tiempo de El sol del membrillo, la adaptación frustrada de El embrujo de Shanghái. El director se embalsama, en fin, a sí mismo en la figura de su protagonista, un cineasta retirado (Manolo Solo) en busca de un actor y amigo (José Coronado) que desapareció décadas atrás, dejándolo con una película inconclusa.
En la cinta, Erice es tanto el hombre desaparecido como quien lo busca. Los treinta años de ausencia que se le atribuyen desde el estreno en 1992 de El sol del membrillo no han sido tales: en ese tiempo, el vasco ha contribuido a largometrajes colectivos, realizado cortos, impartido cursos, diseñado instalaciones y publicado escritos. Más bien, la quietud del cineasta venía a refrendar el desdén por los avatares de la industria y la ruptura con unas presuntas esencias de la materia fílmica que se desprendían de aquel ejercicio de no ficción en torno a Antonio López y su membrillero.
Es esa pulsión entrópica de El sol del membrillo, aceleradora de un desmoronamiento coincidente con el centenario del cine como arte comercial, lo que desdice Cerrar los ojos. La última película de Víctor Erice es el homenaje crepuscular y aceptablemente derrotado de un cineasta a su medio. (Valga como epítome el montaje, al comienzo de la trama, de una solemne mansión en celuloide contra un plano digital de la parada de Metro Ligero de ese hub madrileño tan elocuentemente bautizado Ciudad de la Imagen.) Pero es también uno que debería avergonzar a todos los cineastas que han intentado hacer lo propio en los últimos años en España y el extranjero, exhibiendo cínicas desconexiones del mundo exterior o confundiendo la introspección con autoparodia.
Erice vuelve a arrimarse al cine —o lo que buena parte de la industria entiende unívocamente por cine— después de treinta años para clausurarlo. El sol del membrillo hizo algo parecido, aunque ahí el vasco neutralizaba un concepto anquilosado de la forma audiovisual para animarse a él mismo y a otros a trascenderlo. Plantarse ante el documental de 1992 era como visitar el bar de un amigo el mismo día que lo abandona, cuando la primera caña es también la última. En Cerrar los ojos, en cambio, Erice da la sensación de bajar la persiana desde dentro.
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Tras El espíritu de la colmena, uno regresaba para El sur y se cruzaba con un Erice distinto, melodramático, siniestro, mutilado. La película crecía lejos de ese sur nunca visitado, esa ítaca meridional elevada al terreno de lo mítico por el tajo del productor, que detuvo el rodaje a la mitad. Cerrar los ojos consiente al cineasta y al espectador aquella visita postergada al mediterráneo, que tal vez nunca debiera haberse materializado: allí, en el capítulo central de la película, el aislamiento de Erice —encarnado en el personaje de Solo— es más frustrante.
El cineasta termina por recurrir, como tantos otros de su generación, a los clásicos como profilaxis ante un devenir que nunca había parecido asustarle hasta ahora. Agarrada penosamente a los asideros de la historia cinematográfica, de Hawks a Dreyer, para que no se la lleve la corriente del tiempo, la película certifica con la boca pequeña dos finales: el del Erice que conocimos y el del medio que supo descuajaringar con solo tres películas. Tristemente, y magnífica como resulta, Cerrar los ojos en ningún caso es más un regreso que un adiós definitivo. Una última correspondencia.
La carta, en esta ocasión, la firma el propio Erice. Y dialoga con las trágicas epístolas que enviaba y recibía en El espíritu de la colmena el personaje de Teresa Gimpera, eclipsadas en el recuerdo por el poder icónico de los ojos espantados de Ana Torrent frente a la pantalla del cine; cartas remitidas y encontradas a destiempo, cuando siempre es demasiado tarde, y cuyo destino son, por este orden, la mirada asíncrona de quien las recibe, el silencio y las brasas. Cerrar los ojos es una carta similar a aquellas, una que, congelada como se ha congelado Erice por vez primera, dice al mismo tiempo bienvenido y hasta nunca.